Ensayo/crítica:
Más que un retrato de un fotógrafo.
Relatos de Emmanuel, de Enrique Gil Gilbert
Yanna Hadatty Mora
No estoy escribiendo una obra de literatura. Estoy escribiendo una obra de fe.
(Romain Rolland, «Prólogo» a Juan Cristóbal)
[…] esta novela jocunda, atestada de vida; saliéndose de las páginas y de los moldes;
esta novela apasionada que no teme meterse por los vericuetos a veces tan poco agradables,
del corazón humano […]
(E. Gil Gilbert, «Prólogo» a Luis A. Martínez, A la Costa)
RELATOS de Emmanuel (1939) de Enrique Gil Gilbert (1912-1973) es considerada una novela breve de corte lírico dentro de la obra del escritor social realista (cf. Carrión, Rojas, Pérez). El autor, por otra parte, desde su debut literario descolló por la cuota de lirismo que imprimía a sus escritos. Así, en Los que se van. Cuentos del cholo i del montuvio (1930), destacan en los cuentos de Gil Gilbert la opción por una construcción paisajística subjetiva, que colinda con la metáfora, y el lirismo conciso que le es reconocido como marca de autor desde entonces. Algún comentario llega a definirlo como «el más lírico, el más poeta de los tres autores de Los que se van» (Molina Correa: 27).
Más allá de los elementos de estilo, los cuentos de Gil Gilbert incluidos en la obra colectiva, junto con los aparecidos en el libro de cuentos individual Yunga (1933), coinciden en la elección de historias de gran crudeza sobre una galería de caracteres marginales que, sin ser tratados con tremendismo, se encuentran signados por desenlaces de muerte, locura y miseria. Entre ellos, únicamente «El negro Santander» (Yunga) posee el contexto histórico como escenario de explicación del derrotero del protagonista: la construcción del ferrocarril del sur. En los demás, presenciamos como condición general el peligro que entrañan la pobreza y la ignorancia, que inclinan indefectiblemente el destino de los personajes hacia la resolución violenta, muchas veces defunción prematura. Anecdóticamente, se presenta como muertes de niños a manos de otros niños («El malo», «El puro de ño Juan»); decesos infantiles por enfermedad o accidente («Montaña adentro», «El tren»); tráfico de cadáveres y cuasi pervivencia del concertaje («La deuda»); desprotección y abuso de la mujer («El niño»); automutilación («La blanca de los ojos color de luna»); enfermedades de transmisión sexual («Juan der diablo»); castración («Mardecido llanto»); parricidio («Por guardar el secreto»). La salida no sangrienta resulta siempre dolorosa, al menos de renuncia de los ideales («Los hijos», «Lo que son las cosas»).
A nivel de la enunciación, Relatos de Emmanuel consiste en una narración en primera persona: el protagonista cuenta la historia de su vida, desde cuando es testigo del asesinato de su padre hasta su propio confinamiento (asumimos que como soldado). Esta narración se encuentra enmarcada por la presentación que de ella hace el hermano menor, Alberto, quien recibe el cuaderno que contiene los «relatos» del título, y a quien se dirige en la carta final Emmanuel, volviéndolo de manera explícita heredero de sus deberes y sus escritos. Por él nos llega la noticia de la muerte de Emmanuel.
La prosa de este breve texto de Gil Gilbert destaca en cuanto al uso del adjetivo y las metáforas y comparaciones: «Las tinieblas son como un gran murciélago guindado no sé de dónde. Tiene las alas abiertas. Como el vampiro está aleteando suavemente. Siento su abanicar helado» (97); «Sus vellos rubios parecen escoria regada, arena a pleno sol. […] Camina a largos trancos y el vestido la ciñe toda, como la noche a una llama» (98); «Esta noche tengo presente aquella. Había un sopor de invierno. Se oía grillos pespuntando la ciudad. Los tranvías pasaban sonando, resecos sus ejes. Parecía que sobre la ciudad adormitada pesara un velo denso. Ni una canción de borracho se filtraba a través del calor. No soplaba ningún viento» (104). «Cuando coges el polvo de la mano y lo ves, sabes: aquí hay hueso, sal, sangre, palabras, cal. Esto ha sido un hombre» (107).
Narración de silencios, cortada, trunca, desde el punto de vista compositivo; destacan la debilidad de los nexos narrativos y el manejo de las elipses entre los distintos capítulos (como es reconocido por Carrión, Rojas y Donoso Pareja), que operan más por yuxtaposición de eventos que como verdadera causalidad. Apela de este modo por una lectura activa, pues los relatos deben ser reordenados por el lector para cobrar sentido. En este orden de ideas, hay una gran novedad en su propuesta estética.
Relatos de Emmanuel aparece al final de la década del 30, un decenio considerado mayoritariamente por la historiografía literaria como del florecimiento del realismo social en la narrativa del Ecuador, si bien ciertos críticos apuntan hacia las diferencias estéticas dentro del listado de publicaciones de esos años (cf. Adoum, Robles).
II
Dentro de los estudios de teoría literaria, se define la novela de artista o Künstlerroman1 como una de las variantes de la novela de formación o Bildungsroman, con la particularización de que el héroe artista no solo se opone al mundo que lo circunda durante sus años mozos sino que en el enfrentamiento logra definir su vocación de artista, discute y rechaza la poética imperante, a la que suele oponer la propia e incursiona finalmente en el arte. La novela de artista sería así un subgénero que se ocupa en especial por narrar lo que atañe al proceso de formación del protagonista como artista, para lo cual presenta por lo general su tránsito de infante a adolescente, o bien el descubrimiento durante la transición a la edad adulta de la vocación de quien más adelante será un artista profesional. Asimismo, es importante recordar que el Künstlerroman suele tener final inconcluso, en la medida en que se detiene en el momento en que «el artista-héroe alcanza su madurez creativa» (Plata: 25).
La novela de formación, uno de los subgéneros más importantes del siglo xviii (Santana: 36), ratifica la idea de perfectibilidad rousseauniana. Ideológicamente, por lo mismo, parece obedecer a un proyecto avalado –si no perfectamente trazado– por la razón. La novela de artista se centra en un héroe, cuyo devenir o derrotero anecdótico moldea y pone a prueba su vocación, de modo que al final de la obra –siempre abierta– este emerge con la capacidad para «lanzarse hacia el futuro» y triunfar con su arte. El entorno social en el que se desarrolla este protagonista funge de mentor severo pero justo: a las penurias vividas corresponde un aprendizaje profundo que compensa al sujeto por todo lo sufrido con un ostensible cambio de suerte. Los conflictos se dimensionan entonces como transitorios, casi necesarios. Se trata de la habilitación narrativa de una poética. El personaje del artista debe lograr con éxito y antes del final de la novela la catarsis creadora; sobre todo, asumir qué lugar ocupa en el mundo y cuál es su misión.
Carl D. Malmgrem apunta hacia el reconocimiento en el Künstlerroman del artista como un hombre marcado desde la primera lectura. Una serie de indicadores permiten a los lectores identificar al personaje señalado aun antes de conocerlo desde su interioridad; se trata en específico de tres elementos: el nombre del artista, al que se contraponen los nombres comunes de los hombres ordinarios; su apariencia física y ciertas marcas psíquicas que hablan siempre de la singularidad y la excepcionalidad; y la contradicción de su derrotero con el destino de los padres (cf. Malmgrem, 1987).
La noción del personaje principal como artista, aparece en varios momentos en Relatos de Emmanuel: «Aquí están mis poemas, mi novela en la que trabajo anhelante» (89). Estas tres características ratifican la colindancia de la obra de Gil Gilbert con la novela de artista y la novela de formación: el protagonista se llama Emmanuel, «el enviado de Dios», por haber nacido en Navidad. Se puede contraponer su nombre con los de otros personajes, Marengo, Alberto, Consuelo, de nombres comunes. Físicamente llama la atención, según aparece descrito en las primeras líneas por su hermano menor: es «alto, ancho; su pelo tiene el color de la tierra rojiza de arriba, donde los ríos vienen tiernos. Sus ojos verdes son especiales […] tranquilos, serenos, abiertos» (73). Su derrotero destaca, igualmente, al contraponerse al de la madre costurera, al del padre hacendado: ha estudiado, está por recibirse a los 25 años, escribe. En lugar de abandonar a los hijos propios como el padre o consagrarse a ellos como la madre, se resiste a engendrarlos. Escoge como compañera a una mujer abandonada por el marido y despojada de su hijo por el progenitor.
Como ocurre en las novelas de formación, el entorno familiar se opone de la idea tradicional de familia, en cuanto interacción consanguínea hecha sobre afectos positivos con presencia de amor paterno y materno (Santana: 38). Dado esto en esta novela por la negativa del padre a conocerlo o reconocerlo. Igualmente hostil resulta el encuentro con la escuela formal, en donde las diferencias sociales se exacerban para jerarquizar desde sus orígenes la configuración social.
Al tratarse de una novela breve, la construcción del episodio en que Emmanuel a los ocho años es enfrentado con la ausencia de padre constituye el más importante flashback narrativo. La forma en que se entera de su condición de hijo natural, resulta determinante y brutal en la construcción del personaje; sobre todo en la medida en que la crueldad de sus compañeros es fomentada y ratificada por el mismo maestro, que debiera ser la figura de orden. Asimismo en Relatos de Emmanuel, rasgo común a la novela de artista y a la del realismo social, el protagonista «refleja su antagonismo con la moral defendida por la sociedad burguesa» (Plata: 28); y en todas sus decisiones la rechaza.
III
El señalamiento del escritor francés Romain Rolland (1866-1944) como novelista de referencia para una generación, se asienta, en el caso de Latinoamérica, sobre todo en el rastreo de las publicaciones periódicas que documentan la lectura y la correspondencia con el novelista francés de un determinado circuito intelectual de izquierda, durante los años 20 y 30 (cf. Devés Valdés). La poeta chilena Gabriela Mistral, por ejemplo, quien traba amistad personal con Rolland durante su estancia europea hacia 1924, es una de sus promotoras (cf. Mariátegui, «Romain Rolland»). El circuito incluye igualmente a intelectuales y artistas latinoamericanos como José Vasconcelos, Alfredo L. Palacios, José Carlos Mariátegui, César Vallejo, Benjamín Carrión.
Militante antifascista y antibelicista, intelectual señero, Rolland aparece bien en los consejos editoriales de varias publicaciones latinoamericanas o bien como aval de autoridad hasta iniciados los años 40. Junto con Máximo Gorki y Henri Barbusse, forma parte de la directiva del Comité Mundial de Lucha contra el Fascismo, la Reacción y las Guerras Imperialistas, como parte de apoyo a la I Internacional luego del ascenso de Hitler al poder.
Quizá por ello prevaleció para sus contemporáneos la lectura de la filiación del hombre frente a la lectura de la obra en sí. La novela Juan Cristóbal (1904-1912) se revela ante la lectura de nuestros días estéticamente más próxima al idealismo romántico que al realismo revolucionario; sorprende por tanto que voces latinoamericanas de militancia socialista y comunista la reivindiquen como paradigma literario de compromiso social. En este contexto, y por cercana a la generación y filiación política del Grupo de Guayaquil, nos detendremos en una nota de homenaje en los sesenta años del escritor francés hecha por Mariátegui. En el artículo que le dedica, publicado por partes entre 1925 y 1926, e incluido posteriormente dentro de su obra El alma matinal, prevalece el tono de alabanza hacia la novela: «La voz de Romain Rolland es la más noble vibración del alma europea en literatura contemporánea. […] Su Jean Christophe es un mensaje a la civilización. No se dirige a una estirpe o a un pueblo. Se dirige a todos los hombres» (Mariátegui: 633).
Como Vasconcelos, Romain Rolland es un pesimista de la realidad y optimista del ideal. Su Jean Christophe está escrito con ese escepticismo de las cosas que aparece siempre en el fondo de su pensamiento. Mas también está escrito con una fe acendrada en el espíritu. Jean Christophe es un himno a la vida. Romain Rolland nos enseña en ese libro, como en todos los suyos, a mirar la realidad tal como es, pero al mismo tiempo nos invita a afrontarla heroicamente (634).
Juan Cristóbal de Romain Rolland es una novela de artista paradigmática: a lo largo de los cinco primeros libros, el héroe se afirma como un músico de ruptura y excepción, un adelantado estético frente al auditorio francés y alemán, adocenado y mediocre; su papel explícito es el de enemigo declarado de una sociedad musical concesiva e hipócrita. La compensación del reconocimiento se da al final: luego de una cadena de vicisitudes y padecimientos, desde la aldea natal y la pobreza de su crianza y adolescencia, el paso por el destierro hacia París y la vivencia en la miseria, llega el triunfo de su música.
El prólogo de la novela, escrito por el mismo autor, abunda en comentarios del proceso de escritura. En cuanto a la forma y el estilo de la novela, afirma Rolland su voluntad de hablar con franqueza y sin afeites para cumplir con el objetivo de ser comprendido por millares. Fiel a este propósito pierde el temor a ser demasiado explícito y el miedo a repetir palabras. Igualmente, afirma que se trata no de una obra literaria sino de una obra de fe «para ver y juzgar a la Europa actual» (Rolland: 13). Esto no irá reñido con la voluntad de estilo, puesto que él mismo califica a su novela de «vasto poema en prosa» (12).
IV
La importancia específica de Juan Cristóbal de Rolland sobre la narración de Gil Gilbert rebasa la referencia generacional –en cuanto a la voluntad de representación generacional más que individual, valga enfatizar que no por casualidad el subtítulo de la novela en alemán es justamente La historia de una generación: Johann Christof: Die Geschichte einer Generation– o la simple lectura. Su mención expresa en las páginas de nuestra novela corta, la convierte en el único intertexto:
Junto a los estantes. Bajo los algarrobos.
Un grito apagado. Un sollozo. Un llorar con la mano apretada a la boca.
Yo tenía ante mí y estaba sumergido en él, Juan Cristóbal de Romain Rolland. El sol entraba a las dos de la tarde a mi cuarto por la única ventana. Caía sobre el suelo y entre su luz flotaba, yendo y viniendo, polvo de oro. Cantaba en el patio de la casa una muchacha lavandera. Un niño gritaba. Mi madre cosía en la puerta que de su cuarto pasa al corredor.
Y la chica que lavaba dejó de cantar, el niño quebró su grito y la máquina de mi madre cesó en su ronroneo. Solamente el gancho de la hamaca en que siempre se mecía el sordo Murillo, seguía en su carraspeo: rac, rac, rac, rac.
-¡Mi hijo! ¡Ay, mi hijo!
Claramente, nítidas las palabras, en el silencio que había hecho el sollozo, nítidas como este sol de noviembre. Dejé mi Juan Cristóbal y salí.
(Relatos de Emmanuel: 84)
Pero no se trata únicamente de una alusión o una cercanía, sino de un paralelismo compositivo: ambos protagonistas, Jean Christophe Kampff y Emmanuel Zarabia, son «hijos de madre», en la medida en que el primero –de padre músico alcohólico y violento– queda huérfano y se vuelve cabeza de familia en la temprana adolescencia. Zarabia, por su parte, hijo fuera de matrimonio, conoce al padre en el momento mismo de la muerte de este. Kampff y Zarabia se crían en la pobreza, en tugurios y vecindades. La promiscuidad de esta forma de vida marca su conflicto permanente con el medio de origen, pues la sensibilidad del artista que busca la soledad –en la naturaleza y su música, en el primer caso; en la lectura y la noche, en el segundo– los vuelve seres en crisis. Episodios de humillación infantil aparecen para ambos: en Juan Cristóbal, los hijos de los empleadores de la madre como cocinera reconocen que viste ropa de ellos desechada por vieja y adaptada a otro cuerpo; y lo desafían a dar saltos hasta que se le rompe, para poder burlarse de él. Por su lado, los compañeros de aula de Emmanuel se ríen de que no tenga más que un apellido y añaden comentarios en el sentido de su bastardía: «Es hijo natural el cholo». Adicionalmente, sus primeros amores son mujeres con hijos, abandonadas: las relaciones con Sabine, en la novela francesa, y con Mara en la ecuatoriana funcionan asimismo en paralelo. La diferencia mayor es la más obvia: la brevedad de los Relatos… se corresponde con la vida trunca del personaje guayaquileño: muerto en la juventud, sin haber publicado. No llega a ser un Künstlerroman a plenitud, pues la nouvelle no recorre varias etapas de la vida del protagonista, sino que más bien se concentra en el encuentro con la muerte del padre a los veinticinco años de edad, si bien con ciertas evocaciones de infancia. El problema del artista en formación parece muy secundario, frente al de la ausencia del padre, la bastardía como fenómeno social y la visión edípica de la muerte simbólica del individuo con la paternidad.
V
Según Miguel Donoso Pareja, la apertura del realismo de Gil Gilbert –apartándose así definitivamente del criollismo original de Los que se van– empieza desde Yunga, colección de cuentos que «da mayor espesor a su organización discursiva». Con la obra que aquí nos ocupa, «nos entrega una pequeña (por breve) obra maestra: Relatos de Emmanuel» (88). Citamos más largamente a Donoso en su juicio de la obra:
Aquí, la prosa de Gil Gilbert se desnuda y se vuelve escueta, esencial […]
A través de indicios, de unidades narrativas paradigmáticas (sin relaciones directas y obviamente visibles de causa y efecto, ausentes de linealidad), Enrique Gil nos obliga a una lectura diagonal, a atravesar la organización discursiva, a integrar sus diferentes niveles. Y lo hace a cuentagotas, manteniendo el suspenso, obligándonos a sentir, a ocupar el lugar del réprobo, aletargado la percepción, demorándola, como sugería Klovski para pasar del lenguaje cotidiano, que solo produce representaciones de la realidad, al lenguaje literario que provoca nuevas percepciones y una realidad distinta: el texto (88-89).
Galo René Pérez llega a considerar a Gil Gilbert como quien ensaya el relato subjetivo dentro del Grupo de Guayaquil con esta obra (cf. Pérez: 183). Al valorarla, subraya el manejo del lirismo y las estrategias compositivas como parte de la denuncia social: «Los trazos descriptivos de la figura exterior y del ambiente aparecen con buen sentido de lo esencial, de la economía del detalle. La expresividad de las metáforas desempeña una función importante en eso. Tanto que el relato cobra por momentos una fuerza poética irresistible» (Pérez: 220). «En un tono que no se descompone por la exasperación o el alarde retórico, se ensaya una crítica persuasiva de tono social. Finalmente, para definir mejor algunos conflictos psicológicos, se usa con perspicacia el arbitrio de barajar las fronteras del sueño y la vigilia, de lo iluso y lo real» (220).
Para principios de los años 30, encontramos pronunciamientos por la promoción de la literatura proletaria en las publicaciones quiteñas élan y Nervio. Órgano de la Asociación Nacional de Escritores Socialistas (cf. Robles, 2006: 151-165). En este tenor, aparece en la Revista Universitaria en 1934 una valoración sobre la poesía de Gil Gilbert en la que vale la pena detenerse, firmada por Joaquín Gallegos Lara, compañero de páginas en el ya mencionado Los que se van, otro de los cinco integrantes del llamado Grupo de Guayaquil. En esta, Gallegos lo sitúa más próximo a la literatura proletaria que a la burguesa, pero sin escapar de la segunda:
Su adhesión a la causa revolucionaria se va manifestando más claramente en poema tras otro poema, conforme los escribe. Gil va eliminando en su arte las determinaciones de su origen de clase, no sin contradicciones, pero sin retroceder un paso.
La realidad del hombre y del medio social llegan a él y él las expresa. Las expresa por medio de procedimientos emocionales, nada prosélitos y sí adecuadamente estéticos. Pero es esta adecuación, que el confusionismo de su visión filosófica de la existencia le hace fallar, lo que da, hasta cierto punto, una discordancia al fondo de su arte en contradicción a los temas que expresa. Resulta sobrado intelectualista su poesía, resulta asaz saturada de tradición romántica y latina2.
En Ecuador, en 1936 se funda el Sindicato de Escritores y Artistas; y en 1938 el Sindicato Socialista de Escritores. Para los años 40, «el paradigma de una literatura de alegato social, consonante con los nuevos intereses intelectuales, sociales, políticos y económicos se ha impuesto e institucionalizado y dominará los círculos ilustrados hasta principios de los años sesenta» (Robles, 2006: 65). Resulta revelador que un militante y dirigente comunista etiquetado como realista social publicara en 1939 una novela subjetiva que reivindica que el texto ficticio representa «más que un retrato hecho por un fotógrafo». El personaje que lo recibe abunda sobre los cuadernos como retrato al llevar el escrito a la luz: «Ahora que ha muerto, publico todo. Desde sus relatos hasta su última carta. Nada más que por ese sentimiento hacia nuestros muertos queridos que nos hace dar su fotografía a los diarios, escribir recordándolos y hablar bien de sus buenos actos» (Gil Gilbert, 1985: 77).
En 1946, Gil Gilbert prologa la segunda edición de A la Costa de Luis A. Martínez. En su presentación, abunda en la idea de reconocer la filiación de su propio realismo –y el de su generación– bajo la huella del Martínez comprometido con su tiempo, hijo de la revolución liberal, testigo de los hechos:
Excusad, pacientes lectores, un aparte. Pero tratemos, in mente, de explicarnos las razones de por qué sus contemporáneos, coideólogos, arrumaron esta novela, mientras exaltaban una cantidad de cosas que, como siempre, pretendían transcurrir por los verdaderos senderos del arte, lejos de la inmunda realidad donde existen el hambre, la ignorancia y la explotación: Martínez, realista, revolucionario, no encubrió los hechos, denunció el fracaso de su partido y propuso, tímidamente, o mejor, apenas insinuó, un derrotero y una posible salida.3
Destaca en el comentario, igualmente, la ampliación del realismo hacia la construcción de personajes, no desde una voluntad de autor constructor de psicologías sutiles, sino como la interiorización de la historia y la realidad en el ser humano. En este pronunciamiento, emerge la militancia por la fusión arte-vida, que recuerda el ideario de las vanguardias, y que da nueva luz a la lectura de la obra como novela de artista trunca por la mezquina realidad de la pobreza y la desprotección:
[…] esta novela jocunda, atestada de vida; saliéndose de las páginas y de los moldes; esta novela apasionada que no teme meterse por los vericuetos a veces tan poco agradables del corazón humano. Mas no es Luis A. Martínez especulador psicológico, filosófico, de preferencia por las abstracciones. Hombre de su tiempo, empapado de pasiones políticas, actor él mismo, no entiende esa sutileza encubridora, ese burladero del compromiso histórico que denominan serenidad; ni tampoco quiere que el artista –en más forzada sutileza– y el hombre tengan distintos campos de acción. Se siente una sola persona y entiende que su obra literaria no debe estar divorciada de su acción cotidiana; antes bien, sabe que es parte de ella (Gil Gilbert, 1946: xviii).
Allí está él, como sus volcanes, solo, contra los horizontes y el cielo, alto, no en maravillosa arquitectura labrada por los vientos caseros, sino en desgajada, en tremenda y potente hechura de terremoto, aflorador de los minerales, revisor de la tierra, trastocador de la historia.
Allí está la primera novela ecuatoriana, llena de la oscura luz de su historia, repleta de vida; transida de dolor por buscar una fuerza nacional. Erguida y eterna como la realidad. (ibíd.: xxiv)
Lejos de una voluntad de adscripción a la novela proletaria, Relatos de Emmanuel habla de una opción consciente por el realismo renovador, que incluye la problemática social tanto como la interiorización sicológica, y la expresa con concisión, contención y lirismo; a caballo entre varias poéticas. En este sentido, podemos retomar para la obra de Gil Gilbert las reflexiones que merece la moderna novela de artista, y pensar que los teóricos la metaforizan como un «espejo que aún conserva algo de plata en su superficie, y que refleja, sin embargo, no la realidad externa al escritor sino al escritor como artista» (Bodnár: 24, mi traducción). Esta motivación resulta superior a la simple representación marcada por el «origen de clase» del escritor, o por lo que se entienda como su «confusionismo filosófico». Recordemos que en Ecuador, como en otros países, el uso del término vanguardia oscila, a mediados de los 10 y mediados de los 30, entre la experimentación estética y la literatura militante (cf. Robles). Con algo de ambas actitudes, Relatos de Emmanuel resulta una obra sugerente, que se anticipa al realismo ampliado de los años 60 y 70; y que logra el deslinde con la narrativa social de su generación. Papel de la crítica: encontrar las continuidades por encima de las rupturas en este entramado de textos; quizás con la necesidad de recordar la herencia del espíritu romántico agónico y antagónico (cf. Poggioli), que comparten las vanguardias estéticas y políticas, para entender que el epígrafe de Rolland que abre este ensayo sería igualmente válido para prologar esta nouvelle, tan inquietante aún en nuestros días.
NOTAS:
[1] Usaremos indistintamente ambos términos, aunque ciertos estudiosos, como Roberta Seret, distinguen entre el Künstlerroman y la novela de artista (artist novel), marcando la diferencia en la medida en que la segunda narra una historia cuando el protagonista es ya un artista formado, mientras la primera se ocupa del descubrimiento de la vocación. Cf. Seret en Plata: 29. La referencia corresponde a Roberta Seret, Voyage into Creativity. The Modern Künstlerroman. Nueva York, Lang, 1992.
[2] Joaquín Gallegos Lara, «Fisonomía de 6 poetas ecuatorianos del momento. Gonzalo Escudero-G. Humberto Mata-Aurora Estrada y Ayala-Enrique Gil Gilbert-Nela Martínez Espinoza-Pedro Jorge Vera», diciembre de 1933-septiembre de 1934. Véase en Robles, 2006: 191.
[3] Enrique Gil Gilbert, «Prólogo. Las coordenadas de una novela», en Luis A. Martínez, A la Costa, pp. xvii-xviii.
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Yanna Hadatty Mora. Crítica literaria ecuatoriana residente en México. Investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM desde 2004. Sus principales líneas de investigación son literatura iberoamericana de vanguardia, narrativa ecuatoriana del siglo XX y prensa y literatura mexicana de los años 20. Ha escrito los libros Autofagia y narración: estrategias de representación en la narrativa iberoamericana de vanguardia (2003) y La ciudad paroxista. Prosa mexicana de vanguardia (2009), Prensa y literatura. La Novela Semanal de El Universal Ilustrado: 1922-1925 (2016). Es una de las coordinadoras del primer volumen del siglo XX de la Historia de las literaturas en México (UNAM, 2019) denominado La revolución intelectual de la Revolución Mexicana (1900-1940). Coordina el Seminario Permanente de Investigación sobre Revistas en América Latina, ESPIRAL https://www.iifilologicas.unam.mx/espiral/