Breve antología visual de Quito en el siglo XX

Quito en el siglo veinte a través de sus grandes pintores

Hernán Rodríguez Castelo

 

QUITO ha sido desde sus días más tempranos ciudad que ha fascinado a los espíritus más sensibles a la belleza. ¡Cuánta admiración y qué penetrante captación de la belleza de esta ciudad enclavada entre montañas, iluminada por el más luminoso sol ecuatorial y construida apasionadamente por edificadores para quienes parece que lo más importante hubiera sido hacer cosas bellas se siente en tantas crónicas y testimonios desde los primeros días coloniales!

Mario Cicala, a mediados del XVIII, se asombraba ante la «suntuosidad y belleza» de cúpulas, cupulines y linternas de la iglesia de la Compañía, y nos transmitía su deslumbramiento en párrafos que siguen vibrando a la vuelta de los siglos:

No se puede decir cuan agradable, hermoso, luminoso y bello es ver esta ornamentación por las mañanas cuando el sol nace en el horizonte, e ilumina con sus rayos aquellos ladrillitos y aquellas piramidillas, en los que se reflejan deleitando la vista en la apacible variedad de esos luminosos colores de los barnices. El mismo efecto producen durante todo el día, mientras hay sol. Y como quiera que todas las iglesias, campanarios, cúpulas, cupulines de la ciudad están adornados por fuera con esta clase de ornamentación de ladrillos barnizados de varias formas y colores, ocurre que todos los que vienen de otras partes a la ciudad, si hay sol claro, quedan estupefactos e inmóviles, gozando con indecible placer y deleite aquel resplandor maravilloso de los templos, campanarios y cúpulas. Muchas veces oí decir de los labios de muchísimos caballeros y comerciantes limeños, panameños y aun europeos, que el gran espectáculo y vista de la ciudad de Quito es mucho más sorprendente y extraordinaria, hasta el punto que en América meridional, ni siquiera en toda España, hay una ciudad que pueda codearse en la presentación exterior con la de Quito, asegurando sinceramente que aquella manifiesta luminosa beldad y hermosura perfecta tan elegante y delicada es un singularísimo encanto para quien la contempla y mira desde fuera, aun en el caso de que no resplandezca el sol.

Y Cicala era italiano, que desde su Sicilia natal soñó con Quito y llegado a ella la amó como hijo y de ella solo le pudo desgajar la expulsión de los jesuitas. En el destierro europeo escribió párrafos así.

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Contrasta la riqueza y plasticidad de textos de esta laya con lo poco que pintaron Quito nuestros grandes artistas coloniales. Y es que la pintura del período estaba dedicada, consagrada y rendida a lo religioso. Completadas por los arquitectos esas asombrosas obras de arte que son los templos quiteños, los talladores debían llenar los espacios interiores con retablos, los escultores alojar figuras en nichos y hornacinas y los pintores completar el conjunto con imágenes de santos y evocación de milagros y acontecimientos edificantes. La pintura del paisaje, salvo los atisbos geniales de Miguel de Santiago en las telas de Guápulo, sería fenómeno del XIX, dentro del gran movimiento de la secularización de las artes visuales. Y resulta enormemente sugestivo hallar, en pleno siglo XX, esa postura en un gran pintor, heredero del espíritu colonial quiteño: en Víctor Mideros no hay paisaje como tal; el que lo hay no es sino marco para sus visiones religiosas. Sus Quitos son escenario desvaído –aunque a menudo tratado magistralmente por el difuminado y el claroscuro– de procesiones y otros exaltados rituales –exaltados con las exaltaciones propias de la creación mideriana.

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Cómo nace el paisaje en la pintura ecuatoriana de mediados del XIX y cómo ese paisaje se extiende a Quito es una historia fascinante que quedará para otra sazón de mayor holgura y otra muestra grande que algún día habrá que hacer. Ahora estamos frente a una muestra pequeña –a medida del acogedor espacio pero para empresas semejantes más bien diminuto del Centro Cultural Benjamín Carrión–, antológica, de pintura sobre Quito en el siglo XX.

El siglo XX nos muestra a algunos pintores adentrándose en los secretos de Quito con el instrumento de sus estilos y técnicas y abordando la ciudad, en busca de esos secretos, por varios flancos.

Este descubrimiento moderno de Quito comienza con ese gran maestro que tiende puentes entre el siglo XIX y el XX: Joaquín Pinto. La bellísima Vista panorámica que abre la Antología es el anuncio –con las genialidades de Pinto– de un nuevo paisaje esencialmente visual en el que ya no hay más que toques de materia cromática y juego de los efectos por ellos producidos –principios que aproximan a Pinto a los más decisivos hallazgos del Impresionismo–. El de Pinto es el Quito visto desde lo alto, el de los moradores de los más empinados barrios –el artista vivía en una de esas calles quiteñas que parecen trepar la montaña– que cada amanecer y cada atardecer admiran el espectáculo de la ciudad acurrucada en el regazo del Pichincha como encaprichado Nacimiento. Y Pinto asistió a la primera iluminación de ese Belén con luz eléctrica y lo plasmó en admirable cuadro.

También Nicolás Delgado tendió puentes entre nuestros XIX y XX de las artes visuales. Es el niño de pantalón corto que posa junto a barbados maestros –Pinto es una de esas venerables figuras– en memorable foto de la Escuela de Bellas Artes al voltear el siglo. Delgado, artista especialmente lúcido y culto, admiró en Europa los luminosos hallazgos del Impresionismo y tomó de ellos lo que podía conferir calidades nuevas al clasicismo de la vieja Escuela. Y vuelto a Quito la admiró con mirada así ejercitada en el sabio ver de los impresionistas. Plasmó esa admiración, tan intensa como serena, en admirable serie de plumillas de motivos arquitectónicos ilustres de admirables exactitud y economía de medios expresivos –el álbum que reunió un puñado de ellas está reclamando reedición– y ejercitó su manera personalísima de impresionismo visual pintando patios luminosos y amables rincones quiteños. Uno de estos, de su última madurez, está con pleno derecho en la Antología.

Aún más apasionado por Quito el maestro Segundo Ortiz, que en un primer tramo trabajó litografía en el taller de Bellas Artes y más tarde se entregó de lleno a la plumilla –sin más color que tenues iluminados alguna vez–. Trabajador constante, Ortiz nos ha dejado centenares de dibujos de un dibujar Quito con apasionada responsabilidad histórica –me lo dijo más de una vez–: dejar memoria de todo aquello del viejo Quito que una modernidad siempre improvisada y a menudo zafia iba demoliendo y arrasando.

También Sergio Guarderas se mueve como los pintores de Quito de esta hora temprana entre realismo e impresionismo. Nacido en Chile, a sus quince –en 1916– juró la bandera de la quiteñidad y ofrendó a la nueva tierra patria el homenaje de luminosas pinturas de sus patios, sus casas enjalbegadas, sus flores y sus cielos. Y, sobre todo, su luz meridiana.

Vino después nuestro Expresionismo y, aunque fascinado a la hora de la primera irrupción por el drama humano de las masas obreras e indígenas, reparó en esta ciudad que era el escenario a la vez fastuoso y miserable de toda esa carga de miserias. Y nadie captó todo aquello como José Enrique Guerrero. Telas como La Mama Cuchara –exhibida en la Antología– nos dejan, de manera estupenda, ante el nuevo modo de ver y entender a Quito. La pincelada gruesa, cargada de materia, trabajada hasta con espátula, y los colores oscurecidos –juego asordinado, pero intenso, de verdes, rojos, ocres– recogen la imagen de la ciudad sitiada por hondas quebradas, con los pocos espacios planos avaramente aprovechados por humilde caserío apiñado en torno de los grandes templos.

A visiones así Luis Moscoso aportó su serenidad, así compositiva como cromática. Moscoso ha preferido pintar montañas; pero en Quito ha hallado motivos de especial riqueza compositiva y de ricos contrastes cromáticos.

Pero en la generación del Realismo Social –nuestro Expresionismo– nadie ha pintado tanto Quito como Leonardo Tejada. Y sus Quitos han participado de la inquieta, certera y riquísima evolución de su expresión visual. Tallador por tradición familiar de retablos barrocos y estudioso del barroco brasileño, hace de los elementos del barroco quiteño los sintagmas de esa suerte de nuevos retablos en que resume la belleza arquitectónica de Quito. Ha cobrado del cubismo hábitos analíticos y sintéticos y los ha ejercitado en componer estas sugestivas sumas de la ciudad monumental. Y el riesgo de frialdad de estas composiciones geometrizantes se obvió con color y, en casos, como el de la Antología –que es soberbio–, con materia.

Y remata esta generación con otro gran pintor de Quito, que imprime a sus visiones de la ciudad la impronta de su personalísimo y vigoroso estilo: Guayasamín. Los Quitos rojo, azul, gris cuentan entre las piezas fundamentales de la expresión guayasaminiana. Son el Quito dominado por la monumentalidad casi abrumadora de la montaña. La ciudad se ve como entramado de motivos urbanos sugeridos que parece atreverse tímidamente a encaramarse en el Pichincha o dialogar visualmente con su imponencia.

El acuarelista mayor de la generación fue –y es, porque sigue en el oficio– César Tacco. Y es otro de los mayores apasionados por la belleza de Quito. Siempre a caza de la seductora luz quiteña, sorprendido por todos los contrastes de una urbe a la que pincel en mano ha visto crecer y transformarse, retado por los caprichos compositivos de la colmena humana, su visión acuarelística de Quito ha sido rica y varia. La pieza incorporada a la Antología resulta peculiar. Porque nunca se acabó. En el recodo de una callejuela de San Juan el acuarelista esperaba sorprender la salida del sol, y, producido el trance luminoso, manchaba su cartulina en carrera con el pasar de esos minutos. Más tarde, en la calma del taller, completaría esa primera impresión. Nunca se le permitió que la completase, y así quedó como fresco y puro documento de la primera luz del amanecer quiteño.

La siguiente generación irrumpió en el horizonte de nuestra expresión visual buscando profundidades, y el paisaje como que no se las ofrecía. Solo con el pasar de los años y el madurar de esas primeras inquietudes, algunos de sus creadores se volvieron a Quito. Aníbal Villacís empleó sus poderes matéricos y la fuerza de su color para darnos visiones recias de motivos arquitectónicos quiteños; Gilberto Almeida trabajó los blancos de la ciudad enjalbegada y penetró en su luz y en la fresca sombra de sus zaguanes; Oswaldo Viteri dio testimonio con su poderoso y sabio gestualismo de la abrumadora presencia de montaña. Germán Pavón tentó alguna vez –como en la obra de la Antología– el Quito sígnico.

Mientras, Oswaldo Muñoz Mariño se convertía en cronista gráfico de la ciudad, captando en acuarelas de rigor arquitectónico, concienzudamente dibujadas, lo mismo monumentos que conjuntos urbanos.

Y Wilfrido Martínez penetraba en el umbrío interior de los templos quiteños para rendirse a la fascinación visual de sus retablos de oro y trasmitir sus iluminados hallazgos con sabio empleo del claroscuro, del difuminado, del efecto impresionista. Fue otra forma moderna de recuperación del Quito profundo.

La generación que volvió a la figura y extremó sus poderes hasta el esperpento tuvo un artista que vinculó toda esa desoladora manera de ver y decir el mundo con la ciudad: Ramiro Jácome. Jácome, con su expresión penetrante, de personalísima deformación del dibujo y de cromática cargada de sentido, nos dio Quitos entre grotescos y o dramáticos o burlescos, en los que cabe hallar claves de inteligencia de la ciudad cargada de historia, acaso sombría, envuelta en oropeles de mentiras municipales, rica de tradiciones y consejas.

Gonzalo Endara, que nos hizo volver los ojos a lo real maravilloso que en nuestras tierras se halla a la vuelta de cada recodo en nuestros pueblos de montaña, se fascinó también por Quito. Pintó unos espléndidos Quitos en planos verticales de resumen de su esplendor arquitectónico. Y fue una pena que no alcanzase a llegar a cuanto de mágico tiene esta ciudad poblada de extrañezas.

En fin, ¡cuánto nos enseña esta Antología, con ser tan pequeña, de maneras de ver y penetrar en una ciudad tan fascinante como la de Quito! Hasta esa visión europeizante postcubista de La Tola de Alberto Coloma Silva o el colage de Ernesto Iturralde, de oficio médico, pintor de larga y sostenida afición, que es un Quito armado a partir de cosas tan cotidianas y modestas como etiquetas médicas, o el cuadro de Patricio Ponce, tenso de extrañezas posmodernas, que es un Quito que no tiene, más allá de verdes enigmáticos, sino el signo urbano de un dudoso monumento y un personaje –un ciudadano, que es el mismo artista– de espaldas a ese monte y ese signo y flanqueado por otros signos ominosos.

El escritor y crítico Hernán Rodríguez Castelo (1933-2017) fue el curador y autor del estudio introductorio de esta breve antología de pintores de Quito en el siglo veinte, realizada en el 2001 en las salas de exposiciones del Centro Cultural Benjamín Carrión.

El título original de la muestra fue «Pequeña Antología de Quito en el siglo XX» y el del texto introductorio, «Quito a través de los ojos de nuestros grandes pintores del siglo XX». Para esta galería virtual recogemos una selección de los pintores y artistas visuales incluidos en esta breve antología pictórica de la ciudad.