Ensayo/reflexión: 

El nacimiento de América Latina

Fernando Tinajero

 

COMO ESCRIBIÓ Walter Benjamin, París fue la capital del siglo XIX; pero cuando comenzó la Primera Guerra, y aún después, siguió ejerciendo una fascinación irresistible sobre los escritores hispanoamericanos que, en una constante marea migratoria, se instalaron en París desde 1890 y llegaron varias veces a proclamar a Francia como su «verdadera patria espiritual»1. Provenientes casi siempre de las aristocracias decadentes y de las nuevas burguesías ascendentes, estos migrantes formaron, como dice Beatriz Colombi, una «colonia estable» cuyo rostro fue cambiando hasta 1930, cuando la migración empezó a declinar.

El impacto que semejante proceso migratorio causó en la cultura de nuestro continente fue tan decisivo que en él se encuentran las raíces de casi todas las transformaciones que sufrió no solamente la orientación de la literatura, sino incluso la concepción que las élites intelectuales tenían de sí mismas y de la identidad de América, cuyo carácter «latino» (ya proclamado por Napoleón «el pequeño» para legitimar su aventura mexicana a mediados del XIX) fue entonces recuperado como alternativa a la influencia «sajona». Como es de suponer, en la voluntad de establecer estas definiciones y distancias incidió de manera decisiva la política de los Estados Unidos, cuyos gobiernos ya habían demostrado en Cuba, durante la guerra de 1898 contra España, que su «ayuda» solo trataba de esconder el verdadero propósito de someter a los países hispanoamericanos. Las presiones ejercidas sobre el gobierno panameño para obtener la administración a perpetuidad de una extensa zona adyacente al Canal, así como las aventuras de un filibustero que pretendió hacerse dueño de la patria de Rubén Darío, confirmaban el sentido de esa política que ya podía llamarse imperialista sin rodeos, puesto que permitía vislumbrar la intención de utilizar el disfraz del «panamericanismo» para instaurar un dominio imperial, usando el big stick del primer Roosevelt y al amparo de la sombra de Monroe, en cuyo vocabulario «América» no era sino un sinónimo de Estados Unidos.

Por supuesto, el espíritu de una «latinidad antiimperialista» ya existía desde antes, y ni siquiera puede decirse que haya sido inventado por Rodó, cuyo Ariel fue publicado en Montevideo en 1900. Torres Caicedo, Francisco Bilbao y Martí ya habían advertido en el siglo XIX acerca de la voracidad imperialista de los Estados Unidos. Los primeros hispanoamericanos que se instalaron en París, y quienes les siguieron, no hicieron sino continuar y sistematizar esa tendencia a revalorar «lo latino» frente a «lo sajón», marcando una tendencia claramente expresada por Rubén Darío, uno de cuyos poemas recordaba que la América Española «aún reza a Jesucristo y aún habla en español» («Carta a Roosevelt»), mientras otro poema preguntaba con angustia:

¿seremos entregados a los bárbaros fieros? 
¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?
(«Los cisnes»).

Pienso que fue entonces cuando nació América Latina como entidad histórico-cultural que vino a reemplazar a Hispanoamérica. Lo que antes fue un adjetivo para especificar una porción geográfica del continente sin excluir al Brasil ni a las posesiones francesas, pasó a ser parte sustantiva de su nombre, lo cual suponía toda una definición histórica y cultural, pero a la vez política. Aparentemente inofensivo al comienzo, ese cambio parecía expresar, en efecto, la voluntad de definir una identidad diferenciada; en la práctica, buscó también reproducir en la cultura la independencia política conquistada cien años antes por los ejércitos libertadores, al tiempo que marcaba las distancias frente a la América Sajona.

Tales fueron los antecedentes de la Revista de América, creada en 1912 por iniciativa de Francisco García Calderón, con el propósito de servir de cauce a todas las reflexiones que en torno a estos temas nacían entre los emigrados hispanoamericanos radicados en París. Aquella revista favoreció la creación de lo que Beatriz Colombi llama «una red arielista-parisina, de marcada impronta panlatinista, antiimperialista y elitista», a la cual quedaron inmediatamente adscritos más de ochenta escritores, todos ellos enamorados de París, todos ellos admiradores de la cultura francesa, todos ellos soñadores del sueño de una América antiimperialista… al estilo señorial.

Hay que advertir, desde luego, que semejante revaloración de «lo latino», si bien era relativamente útil para marcar distancias frente a los Estados Unidos, no abonaba mucho al anhelo de la proclamada «independencia cultural» de nuestra América. En realidad, simulaba sustraer a nuestro continente de la dependencia cultural de España, pero solo para poder volverla a encontrar incluida en «lo latino»; y aún más, agregaba una nueva dependencia respecto a Francia, que en esos mismos años buscaba consolidar su posición frente a los Estados Unidos, con el propósito de impedir que la pujante Unión Norteamericana le privara de su papel rector del mundo. Tal propósito recurrió a la ideología francesa de la «latinidad», uno de cuyos apóstoles era Charles Maurrás, el principal animador de la ultraderecha nacionalista, con quien Zaldumbide estableció relaciones aparentemente estrechas2. El Comité France-Amérique (creado en 1909) y más tarde la Association Paris-Amérique (1925) fueron entidades en cuyo seno se difundió y consolidó la ideología de la «latinidad», y sus destinatarios fueron justamente aquellos emigrados elegantes a quienes se halagó con reuniones, conferencias, banquetes y publicaciones.

Evidentemente, no se trataba de una definición más certera de la realidad geográfica, cultural ni humana de nuestra América: se trataba de la representación mental que se hacían del continente los intelectuales herederos de los criollos; se trataba de una nostalgia de los viejos señoríos europeos y la experiencia simultánea de una economía cada vez más dependiente; y se trataba, sobre todo, de legitimar la «vía junker» que adoptó el capitalismo para asegurar su primer desarrollo de importancia en nuestro continente. Aquello de la «latinidad», por supuesto, no dejaba de ser insólito en un continente poblado por fuertes mayorías indígenas de diversos orígenes y colonizado por España, cuyo pueblo ha sido atravesado por diversas sangres y culturas muy lejanas y distintas de la cultura latina. Deliberadamente ajenas a esa realidad humana y cultural de nuestro continente (realidad hecha con sangres mayas y extremeñas, andaluzas y aztecas, quitus, vascas, puruháes, catalanas, cañaris, castellanas, incas, manteñas y demás, sin excluir los sefarditas que llegaron al abrigo de cualquier otra identidad), las clases privilegiadas que nacieron con la Independencia y perduraron transformadas en oligarquías «nacionales» (y solo más tarde en burguesías), prefirieron considerarse a sí mismas como herederas directas de un Imperio Romano imaginariamente «puro», y se sintieron dueñas de todo el continente por derecho divino, sin admitir siquiera que mucho antes lo habían sido los pueblos originales por derecho de ocupación amorosa y domesticación varias veces centenaria. De hecho, aquellas oligarquías no contaban siquiera con los pueblos nativos, cuya «inferioridad racial» era axiomática ante sus ojos: estaba tan «a la vista» que no requería demostración. América era propiedad exclusiva de sus clases dominantes y ellas legitimaban su «derecho» en la circunstancia de ser «descendientes directas» de España, cuyo pueblo se reducía a lo «latino». Punto.


Fragmento del ensayo «Un gran señor pensativo y triste», publicado en Gonzalo Zaldumbide. Ensayos literarios, edición y prólogo de Gustavo Salazar Calle, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, Colección Estudios Culturales y Literarios, No. 9, 2019.
[1] Entre los más conocidos, se establecieron en París entre esas fechas Rubén Darío, Amado Nervo, Enrique Gómez Carrillo, José Santos Chocano, José María Vargas Vila, Francisco Contreras, Rufino Blanco Fombona, Alejandro Sux, Hugo Barbagelata, Francisco y Ventura García Calderón, Joaquín Edwards Bello, Manuel Ugarte,  Alcides Arguedas, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Antonio Caso, Baldomero Sanín Cano, Francisco García Godoy, Manuel Gálvez, José de la Riva Agüero, Graça Aranha, Luis Guimaraes, Manuel Olivera Lima, José Ingenieros, Laureano Vallenilla Lanz, Ricardo Güiraldes, Enrique Larreta, Eugenio Díaz Romero, Leopoldo Lugones, César Zumeta, Franz Tamayo, Gabriela Mistral, Guillermo Valencia, Gonzalo Zaldumbide, Alfredo Gangotena, Benjamín Carrión, Jorge Carrera Andrade, Luis Urbina, José Juan Tablada… En otras palabras, bien se puede decir que casi toda la literatura nuestroamericana de la época fue escrita en París. (Cf. Beatriz Colombi, «Camino a la Meca: escritores latinoamericanos en París (1900 –1920)», en Carlos Altamirano, director: Historia de los intelectuales en América Latina, Tomo I, Buenos Aires, Katz Editores, (2008)
[2] En el discurso que, en representación de la Academia Ecuatoriana, pronunció Miguel Sánchez Astudillo S.J., ante el féretro de Zaldumbide, se lee que «Un heterodoxo genial, Charles Maurras, le enseñó a admirar a la Iglesia» (De un recorte sin fecha del diario El Comercio guardado en mi ejemplar de la Égloga desde 1965).
Fernando Tinajero. Escritor y filósofo ecuatoriano. Autor, en ensayo, de Más allá de los dogmas, Aproximaciones y distancias, Teoría de la cultura nacional, De la evasión al desencanto, entre otros. En novela ha escrito El desencuentro y El cuaderno azul. Entre sus textos más recientes consta El siglo de Carrión y otros ensayos (Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2014).