Ensayo: 

El Oriente es un mito. Miradas artísticas sobre la selva ecuatoriana

Jorge Izquierdo Salvador

Este texto abordará la idea del mito en la selva ecuatoriana de una manera acotada. Haré un repaso general de las obras de la escritora ecuatoriana Emma Robinson (1912-1952), del pintor Oswaldo Guayasamín (1919-1999), de la antropóloga argentina Blanca Muratorio (¿?-¿2014?), así como de los artistas contemporáneos Marco Alvarado (1962) y Adrián Balseca (1988). El argumento central es que las miradas artísticas frente al Oriente han variado con el tiempo y que los y las artistas que se han interesado por el tema del mito han pasado de «ir a buscarlo» hacia desmitificarlo; y, paralelamente, han sentido el impulso por re-inventarlo bajo sus propios términos e incluso sugerir nuevos mitos. Por otro lado, considero que la selva es un territorio o paisaje particularmente imbuido de una cualidad «mítica» por lo que resulta interesante preguntarse acerca de sus límites geográficos, cosa que creo que hacen los casos que exploro, quizás de manera inadvertida. Por supuesto que hay muchas obras más que comentan el tema del mito en el Oriente ecuatoriano. La novela Cumandá de Juan León Mera es un caso paradigmático; la pintura de Ramón Piguaje también podría entrar en esta discusión. Los casos que he elegido no pretenden ser exhaustivos ni definitivos.

En 1948, el joven pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín recibió una comisión de parte de la Casa de la Cultura Ecuatoriana para pintar un mural sobre el Descubrimiento del Amazonas. Ya había pintado un primer mural ahí, uno que se puede observar hasta ahora, acerca del Incario. Tenía 29 años y no era todavía el artista que obtendría fama internacional por una pintura que aborda la idea del dolor y el sufrimiento humano a una escala universal. Tampoco conocía el Oriente. La ocasión de viajar a la zona selvática, pero no a la de la cuenca del Amazonas sino a la que bordea la ciudad de Santo Domingo, en ese entonces «de los colorados», se presentó en una reunión entre amigos en casa de la artista judía de origen húngaro, Olga Fisch, y por sugerencia del fotógrafo sueco Rolf Blomberg. Todo esto está descrito en Viaje a la Selva o Djungletripp, el libro de la escritora ecuatoriana Emma Robinson Pérez, redactado en inglés originalmente, publicado en una versión en sueco en 1950, y, solo recientemente en Ecuador, en una edición bilingüe inglés-español. En su libro, Robinson muestra mucho interés por los relatos de origen, es decir los mitos, de las dos comunidades que visita en su expedición: Tsáchilas de Santo Domingo y afrodescendientes de la zona de la provincia de Esmeraldas. En varios pasajes, la autora se interesa por contextualizar estos relatos, consciente, quizás, de que su libro estaría dirigido a un público extranjero. Su intención es contagiar algo del interés por lo exótico e inexplorado. El retrato que hace de Guayasamín, por otro lado, también introduce una noción de origen o gestación del proyecto artístico. Robinson detalla a un joven artista que necesita viajar a la selva para recibir inspiración, que entra en trance apenas llega y que se conecta con sus sonidos, como si se estuviera adentrando él mismo en la famosa expedición de Francisco de Orellana, para de esa manera, y solo entonces, sentirse capaz de pintarla con toda su fuerza expresiva. El tema de cómo Robinson y compañía perciben y necesitan la selva como fuente de inspiración se evidencia en una escena inicial del libro, su primer encuentro con la selva, en un punto indeterminado en la carretera vieja de Quito a Santo Domingo:

Esta es la selva: verde como solo el verde brillante puede verse en la oscuridad translúcida. Hay helechos del tamaño de los árboles. Y hay fuertes árboles gigantes que son huecos por dentro y, por lo tanto, muy débiles; están cubiertos por lianas de débil aspecto pero que tienen la fuerza de acero. Plantas con hojas en forma de orejas de elefante del tamaño de un paraguas, balanceándose ligeramente con movimientos submarinos.

Podemos escuchar la sinfonía de la selva compuesta de numerosas voces…. (Robinson, 60)

Existe un intento por descifrar lo que se tiene enfrente, pero Robinson no logra identificar si es débil o fuerte, así que prefiere jugar con las apariencias como si colocara a la naturaleza frente a un espejo trastornado. Lo que parece fuerte es en realidad débil y lo que parece débil es, en el fondo, fuerte. El paisaje es sonoro, pero el murmullo proviene de una multiplicidad abstracta, difícil de determinar. El movimiento parece ser otra pista en este intento por decodificar el paisaje, y la escritora ecuatoriana continúa su relato describiendo cómo este encuentro con la selva ha movilizado a sus compañeros de viaje.

Guayasamín… desconcertado, emocionado, con las manos extendidas se mueve de un lado a otro, como alguien perdido. Emocionado exclama: ¡Movimiento… colores volando… ritmo de luces en movimiento! (Robinson, 61)

De Blomberg, quien al final de este viaje se convertiría en su prometido, en cambio dice:

Rolf ha sufrido una transformación. Se ha ido el hombre restringido del Quito frío pero soleado. Como si hubiera vuelto a lo que debe ser su elemento, está lleno de vida… (Robinson, 61)

Aquí de nuevo Robinson plantea tensiones contrapuestas, el juego del espejo. El artista de raíces indígenas se siente mareado y perdido mientras que el explorador extranjero se compone y se halla a sí mismo, vuelve a la vida.

Guayasamín produjo una serie de obras durante este viaje, sobre todo bocetos, algunos de los cuales se encuentran reproducidos en la edición reciente del libro de Robinson. Al regresar a la ciudad, sin embargo, no pintó el mural que le habían pedido en la Casa de la Cultura y que había causado todo el alboroto inicial, sino uno de una temática mucho más discreta, con menos carga política e histórica, más bello, que simplemente tituló Mural de la Selva (1949). Sería interesante plantearse por qué ocurrió esto. El paradero actual de este trabajo, hasta donde tengo noticias, es desconocido, sin embargo, tenemos acceso a una imagen en el archivo del Ministerio de Cultura y Patrimonio. Cuando lo vi me parecía que calzaba perfectamente con el relato de Viaje a la Selva. Es una versión personalizada del mito de la selva que se explica a través del viaje puntual con Olga Fisch, Rolf Blomberg, Emma Robinson y otros; los caballos que aparecen ahí, siendo adiestrados por manos afro e indígenas, por ejemplo, son tomados del mito de la conquista española, pero también se acercan a los de carne y hueso que se usaron en el viaje largo desde Santo Domingo a la comunidad tsáchila, al inicio de la aventura y que están descritos en el texto de Robinson. La intención de Guayasamín fue penetrar en el mito y este proceso, se me ocurre, sirve para reflexionar sobre su trabajo temprano, alejándonos del cliché posterior, la repetición de la fórmula en su trabajo y los rumores sobre su personalidad ególatra. Señalo esto porque diez años después del viaje a la selva, Guayasamín sí produjo un mural con la temática del Descubrimiento del Río Amazonas. Se encuentra hasta ahora en el Palacio de Gobierno en Quito. Ese trabajo de 1958 contiene la ostentosidad del poder, la del palacio presidencial, la de los presidentes en general y la de este artista que para entonces ya era o empezaba a ser Guayasamín, marca registrada. Considero que es producto de otras circunstancias, es decir no está directamente ligado a su expedición de 1948. Ya no está interesado en el mito de la selva sino, quizás, en el mito del artista moderno.

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Entre la década de los ochenta y noventa la antropóloga argentina Blanca Muratorio, residente en Vancouver, Canadá, y muy ligada a proyectos en el Ecuador, viajó a la selva ecuatoriana de manera sistemática, por largos períodos aprovechando sus vacaciones o en sus años sabáticos. El resultado, de muchos años de investigación en archivos pequeños de pueblos y ciudades amazónicas y de un proceso de entrevistas con miembros del grupo de quichuas conocidos como los Panos, fue una serie de artículos y un libro importante: Rucuyaya Alonso y la Historia Social y Económica del Alto Napo 1850-1950, publicado por Abya Yala en 1987 y en una edición ampliada en 1998, y traducido al inglés como The Life and Times of Grandfather Alonso por Rutgers University Press. El libro está estructurado a partir de capítulos contrastantes, en unos Muratorio da cabida a las diferentes aristas de su investigación histórica ‒estos capítulos están escritos más a la manera de una publicación académica‒; y en otros, en apariencia más informarles o más artísticos, transcribe versiones extendidas y sin comentarios del testimonio de un hombre de más de ochenta años, Rucuyaya Alonso, quien va relatando su vida y la historia de su cultura. El testimonio incluye el relato familiar del Rucuyaya, episodios tomados de su vida laboral, así como un magnífico relato acerca de su relación con los curanderos, los llamados yachaj y las implicaciones que tiene este mundo de curaciones, sueños y espiritualidad en la vida de los Napo Runas. El libro de Muratorio es un trabajo extenso, que merece una reflexión aparte. Por ahora, solo lo voy a tomar brevemente para configurar una nueva etapa en relación a la producción artística y el mito, que se verá también en las obras de Marco Alvarado y Adrián Balseca. En la Introducción Muratorio señala:

Entre los muchos mitos generados por los blancos sobre el Oriente Ecuatoriano, uno de los más antiguos revela una imagen de los Quichuas del Alto Napo como el prototipo de los indígenas ya casi totalmente aculturados y evangelizados al comienzo de la época Colonial, y apáticos, sumisos e inconscientes de su propia explotación durante el período del auge de la dominación blanca en el Oriente… Este libro tiene como principal objetivo desmitificar la historia oficial que dio origen a esa imagen (Muratorio, 17).

El vínculo que Muratorio establece con la selva ecuatoriana no tenía como objetivo adentrarse y fusionarse con sus misterios, actitud que Muratorio cuestiona de manera explícita, sino romper ideas preconcebidas, equivocadas sobre esa región y sus habitantes, a través del trabajo etnográfico. Muratorio parte del hecho que acerca del Oriente ya se han construido suficientes mitos y el proceso consiste ahora en desmitificar.

La exposición reciente de Marco Alvarado titulada Difícil de Leer: entre mi luto y mi fantasma, y en particular una impresión fotográfica llamada El Pueblo no existe, se unen a este vuelco por desmitificar el Oriente. Es necesario aclarar el contexto amplio de esta obra que también se circunscribe a un territorio natural ecuatoriano, el del bosque seco del litoral. En 2009 Alvarado se vinculó a un proyecto pedagógico en La Esperanza, al interior de la Provincia del Guayas. Al poco tiempo de su involucramiento llegó un desalojo masivo de los pobladores del sector, tema que estuvo relacionado al tráfico ilegal de tierras y a intereses del Estado frente a las reservas naturales halladas ahí. El resultado de esta experiencia son una serie de «urnas» y una serie de «imperativos» que el artista produjo en el transcurso de los años venideros como una manera de lidiar con la sensación de luto, no solamente por la tragedia de La Esperanza sino también por la muerte de su propio padre que transcurrió en esos mismos años. Las urnas son cajas de madera que contienen dibujos, pinturas al óleo, textos mecanografiados, recortes y objetos. Los imperativos son impresiones de fotografías sobre las cuales el artista ha colocado palabras que resultan difíciles de leer porque entreveran el castellano con diferentes lenguas originarias del Ecuador. Sirven como mensajes de sabiduría u órdenes que él mismo se da, en la orfandad, pero también como contenedores de memorias formativas. El imperativo en el que me enfoco combina la frase en castellano «El pueblo no existe» con la palabra «éparaara» que quiere decir «ser humano» o «persona» en la lengua Sia Pedee. Como fondo contiene el retrato de Abel, un guerrero Shuar que participó en el conflicto del Cenepa y luego se vinculó a una serie de actividades comerciales para así poder pagar la universidad de su hija, en Quito. La anécdota puntual que el artista desea recuperar para su propio proceso formativo proviene de una conversación con Abel, a quien conoció en una salida académica al Oriente con estudiantes del ITAE en el 2004 o 2005. En una conversación informal, Abel le contó que provenía de una estirpe de guerreros de su comunidad y que su manera de vida dependía de la selva, sin embargo, a partir de los procesos extractivistas, «ya no hay selva», dijo, y él deberá mudarse a la ciudad para convertirse en un «indio de mierda más» trabajando en construcción, para dar sustento a su familia (Alvarado, 56). Esto y las frases en castellano y Sia Pedee sirven como imperativos personales: no olvidar lo que el proyecto del Estado-Nación ha hecho con poblaciones indígenas como la de Abel. Como señala el propio Alvarado en una publicación de su trabajo, el término «pueblo» ha servido para incluir a otrxs de manera remota y oportunista solamente. Lo que hace Alvarado, siguiendo con la línea de pensamiento de Muratorio, es desmitificar la noción de que el ser indio es una entidad unívoca, pasiva, inconsciente de su propia explotación, y sin una cultura o historia propias. No se quiere olvidar de esto porque la tendencia, si uno se deja llevar por la corriente, es comerse el cuento de los mitos. Hay una sensación de mantener la alerta.

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Una de las claves para entender la producción artística de Adrián Balseca tiene que ver con una reflexión y cuestionamiento permanentes acerca de los modelos extractivistas en los que se basa la economía y muchas de las decisiones políticas en el Ecuador. Esta clave ha sido reiterada por la crítica y por el propio artista, en textos de catálogos y en publicaciones especializadas. Bajo ese marco se han entendido sus obras relacionadas con la industria automotora nacional que surgió a partir del primer boom petrolero –la de un vehículo Andino sin motor que transportó de Quito a Cuenca (2014) y la del vehículo Cóndor que lanzó por un peñasco para que luego fuera recogido como chatarra suelta (2015). Y así se han dado a conocer obras como Mar Cerrado (2016), donde el artista dejó emplazada una boya marítima en el lugar del primer derrame derivado de la explotación petrolera en el Ecuador; y Grabador Fantasma (2018), pieza realizada en colaboración con Kara Solar, una entidad internacional que ha trabajado con comunidades del Oriente para desarrollar transporte a base de paneles solares.

A mí me gustaría plantear otra lectura posible a la obra de Balseca, una que tiene que ver con el impulso mitológico que he comentado. El poder de una obra como Grabador Fantasma radica, se me ocurre, no solamente en su cuestionamiento del modelo extractivista sino en sus elementos formales: la creación de un espacio cerrado, oscuro, en donde se divisa una construcción monumental y el sonido de la selva. Para mí, esta imagen, del barco estancado, o estacado, ya sea porque se ha quedado atrapado en un lodazal o porque ha sido elevado con estacas a la altura de un monumento precario, sugiere algo desconocido, quizás un mito antiguo que recién llega a nosotros y que tiene que ver con la navegación y, al mismo tiempo, lo infranqueable del territorio selvático.

Lo mismo se podría decir acerca de una de las imágenes que componen otra de las obras de Balseca que tratan el tema del Oriente, Estela Blanca (2019). En Proyecto para retrato familiar nuevamente se ve el uso de la madera y la alusión a los medios de transporte, en este caso, una moto. Pero esta familia –de origen cofán, que por buscarse la vida tuvo que emigrar desde el Oriente hasta la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas– no podría movilizarse de esa manera a ninguna parte porque están encima de un aparato que proviene de la mitología, más bien se erige como una familia sagrada, proveniente de algún relato de origen que nos toca inventar.

En la obra Mar Cerrado esta alusión a nuevos mitos es aún más pertinente. La pieza central de esta obra es un video que muestra a varios grupos de pescadores acercándose a una boya marina, que contiene la forma de un caduceo. En un mundo paralelo, el artista imagina que los pescadores se acercan a diario a este símbolo del comercio, la medicina, y que también está presente en nuestro escudo nacional, para hacer una ofrenda o para dejar una petición al inicio de su jornada, antes de trasladarse al interior del mar. Un rito derivado de una especie de creencia mitológica o historia de origen, pero ¿cuál será? Balseca solo crea el ambiente y la visualidad propicias para la reflexión mítica, no propone adentrarse en el texto del mito sino que, en un gesto iconoclasta, se atreve a inventar nuevos significados a partir de las ruinas de este mundo. Es decir, ha partido en la estela creada por el impulso a desmitificar la Historia y el paisaje, llevando este proceso a otro lugar, una etapa de nuevas creaciones irreverentes.

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Soy consciente de que en algunos pasajes de este texto ni siquiera me preocupo del Oriente ecuatoriano propiamente, sino de simulacros convincentes como el de la selva de los Tsáchilas de Santo Domingo en el caso de Guayasamín, pero también, de pasada, en el bosque seco del litoral en el caso de Marco Alvarado e incluso en el territorio marítimo como en el caso del último ejemplo que mencioné de Adrián Balseca. Me importa esta distinción porque, finalmente: ¿hasta dónde llega eso que llamamos el Oriente, exotizando, tal vez, a un territorio expansivo, cuyo principal atributo es el de desbordar fronteras nacionales y hacernos perder la noción de orientaciones espaciales determinadas? ¿Dónde empieza y termina la selva en América del Sur, dónde en el Ecuador? ¿No es la selva de Santo Domingo alimentada por la de la cuenca del Amazonas? ¿No es el bosque seco otra cara de la misma red de ecosistemas, conectados e interdependientes?

Tengo la sensación de que la selva amazónica es un espacio particularmente imbuido de una cualidad «mítica». Como si el origen de todo, o de muchas cosas, surgieran desde sus entrañas. Esta idea se extiende al ya mencionado conquistador español Francisco de Orellana. La región recibió su nombre por un presunto episodio de un enfrentamiento entre las tropas lideradas por Orellana y un grupo local de mujeres guerreras que recordaban a las figuras de la mitología griega. Fray Gaspar de Carvajal establece esta conexión en su La Relación del Descubrimiento del Río Amazonas escrita en el siglo XVI y publicada mucho después. Pero la idea sería cuestionada casi desde el inicio, como señalan los escritos del Padre Juan de Velasco. Por eso, atada a la idea del mito está la idea del engaño, tal como ocurrirá en la expresión atribuida al presidente ecuatoriano Galo Plaza Lasso frente a los intereses petroleros internacionales en la región amazónica del Ecuador a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta: «El Oriente es un mito», dijo Plaza, como diciendo, ahí no hay grandes riquezas hidrocarburíferas, eso es mitología griega, cuentos fantásticos que no se deben tomar al pie de la letra. Se equivocó, por supuesto (o quizás ni siquiera lo dijo según plantea una reciente investigación de Chris Hebdon). Mito, en todo caso, es un término en disputa, como la misma selva, y quizás nuestro destino es volver una y otra vez a la imposibilidad de abarcar ese territorio en términos racionales, quizás por eso la destruimos.

Referencias principales:

Alvarado, Marco. (2018). Difícil de leer: entre mi luto y mi fantasma. Quito: Festina Lente.

Muratorio, Blanca. (1998). Rucuyaya Alonso y la Historia Social y Económica del Alto Napo 1850-1950. Quito: Abya-Ayala.

Robinson, Emma. (2017). Viaje a la selva. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana/Archivo Blomberg

Jorge Izquierdo (Londres, 1980). Escritor, docente y cofundador de Editorial Festina Lente. Tiene un PHD en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Bristh Columbia de Vancouver. Ha publicado las novelas Una comunidad abstracta, Te faruru y El Nuevo Zaldumbide (Premio Joaquín Gallegos Lara, Municipio de Quito, 2019), así como los relatos Te perdono régimen.

Fue docente y subdirector de las Escuelas de Literatura y Artes Visuales de la Universidad de las Artes, Guayaquil. Co-guionista, junto a Javier Izquierdo de los largometrajes Un secreto en la caja y Panamá. Actualmente es Coordinador Académico del programa UDLA HONORS de la Universidad de las Américas en Quito.