ENRIQUE TÁBARA, UN HOMENAJE
M. MONTEFORTE / M. TRABA / V. VALLEJOS

Los signos de Enrique Tábara

Mario Monteforte

 

LA OBRA de Enrique Tábara es de las más ricas y complejas de la pintura nacional. Lo único simple en él es su biografía. Nació en 1930 en Guayaquil; pero muy pronto su familia se trasladó al interior. A los veintiún años conoció la sierra y a los diecinueve el mar, que nunca le ha interesado como elemento plástico. Fundamentalmente su arte es urbano, aunque se haya criado en una zona rural donde se da una intrincada mezcla de indio, negro y mestizo, con las anexas complejidades culturales, que por cierto lleva en lo hondo de su ser este artista.

Procuró olvidar lo aprendido en la Escuela de Bellas Artes de Guayaquil y se puso a estudiar devotamente con Hans Michaelson. Lleva más de veinte años inventando formas y su destino es encabezar vanguardias de cuanta modalidad plástica lo absorbe. Eso es todo; lo demás que puede contarse de él es la ebullición de sus opiniones y la reflexión permanente que nutre el meollo teórico de su obra.

Es gran lector de poesía contemporánea y ama la música. Sus preferencias varían; desde hace algún tiempo van del lado de Stockhausen, «porque sabe usar el espacio». Envidia a los compositores de música culta «porque nadie les reclama que hagan obras patrióticas». Le apasiona como cosa propia el arte latinoamericano, especialmente por sus orígenes; también le interesa el arte africano, «por su riqueza geométrica y su magia».1

A través de su sensibilidad social percibe la tragedia del hombre contemporáneo y sigue con avidez los conflictos de su época; pero cree que la política no debe intervenir necesariamente en el arte. «Muchos pintores están influidos por literatos, pero yo me resisto a ser ilustrador de la literatura; el artista se justifica de otra manera: buscando y a veces encontrando. Yo percibo las cosas solo por las retinas. Pero la creatividad resulta de experiencias colectivas y de síntomas de la época; dentro de ella se refleja la sensibilidad de un conglomerado social y su aporte a lo universal».2

Opina que muchos pintores ecuatorianos están haciendo arte menor ‒y repitiéndose‒, con la sola intención de venderlo. «Les da pereza emprender algo nuevo, o tal vez no sienten la necesidad de hacerlo, lo cual es peor. Resulta igualmente vulgar copiar a otro que copiarse a sí mismo. Por fortuna hay excepciones: entre artistas guayaquileños, por ejemplo, siempre abiertos al presente, al futuro y a lo universal. Por lo menos en pintura no somos comerciantes».

Tábara es fanático del Zen, el yoga, el esoterismo, la magia. Cree en los platillos voladores y piensa que están relacionados con las incisiones y los dibujos de los antiguos indios en planicies de la costa peruana.

La secuencia de fases o épocas de su pintura obedece a una evolución subjetiva ‒porque es uno de los más decisivos introductores del subjetivismo en la pintura ecuatoriana‒ y al mismo tiempo a una necesidad de orden técnico.

1. Entre 1950 y 1953 fue expresionista, bajo la influencia de lo que se enseñaba en la Escuela de Bellas Artes de Guayaquil y de una tendencia que se elaboraba desde las postrimerías del indigenismo. Fue esta su etapa «social», pero ya libre de la normativa del indigenismo. «La política indigenista», dice, «es políticamente inútil; se hizo hace medio siglo y el indio sigue igual». Sus modelos eran indios, negros, prostitutas derrengadas, gente del mundo abisal del puerto. «Era un enamorado de la angustia», señala Moré.3 La oscuridad y la dureza de los nuevos surcos faciales provenían de Paredes, Kingman y Guayasamín.

2. En los dos años siguientes atraviesa por indecisiones estilísticas y va del fauvismo a lo Rousseau al Kandinsky de los homúnculos flotantes, y al Lam de las intrincadas y casi africanas imágenes de las selvas tropicales. Sigue haciendo figuras humanas; pero gradualmente se centra en los robustos árboles antropomorfos de los bosques costeños, que hasta en su estado natural evocan un mundo erótico y de extravagante fantasía. El tema cautivó a muchos otros pintores y fotógrafos. Tábara ejecuta también estructuras geométricas, acaso ya influido por Mondrian. Solo por puntillosidad histórica cabría determinar si la prelación en este género corresponde en el Ecuador a él o a Araceli Gilbert.

3. En 1954 esboza la línea que llama de «las formas», cuya temática son las piernas, con un dibujo casi automático derivado del surrealismo. Insiste en ella hasta 1958, pese a su traslado a España en 1955. Esta época es hasta hoy como el centro vital de su arte; es entonces cuando integra la noción de primacía del espacio/color resultante de la correlación entre las formas o los trozos maestros de la geometría.

4. Entre 1956 y 1958 se entrega al informalismo ‒materia sin forma‒, «entonces la única tendencia que parecía tener fe en el hombre»; reflejaba en la pintura la preocupación existencialista de la filosofía y la literatura y era lo más vigoroso que había en la plástica europea. Tábara se incorpora totalmente al famoso grupo de pintores de Barcelona.

5. Pero en 1958 se aparta del informalismo y con absoluta claridad conceptual y técnica inicia lo «precolombino», que constituyó un verdadero acontecimiento en Europa y pronto unificó el trabajo de otros pintores ecuatorianos, desde Maldonado y Villacís ‒que estaban en Italia y España, respectivamente‒ hasta Almeida y otros que trabajaban en el Ecuador. Lo «precolombino» no es propiamente un estilo sino el resultado de una laboriosa investigación que armonizaba varios elementos: lo telúrico/geométrico, vuelta a la pictografía india preexistente en los «sellos» de Manta, los muros incásicos y los platos y las telas de Paracas (Perú); la tendencia geométrica, que comparte los mismos orígenes y estaba en boga desde la terminación de la guerra mundial; el abstraccionismo como vía de profundizar el arte, y la conversión de las formas en signos, en la cual Tábara siempre ha visto una de las esencias de la pintura moderna. No era lo precolombino una «materia sin forma»; pero aprovechaba ciertas técnicas del informalismo ‒por ejemplo, el tratamiento de las texturas‒. Algunos críticos ven reminiscencias de mandalas indostanas en el arte «precolombino»; pero Tábara y otros pintores que lo cursaron niegan que sea deliberado.

6. Desde 1958 la mayor parte de la pintura de Tábara conserva como matriz lo que hizo en España. Variante más remota fue la serie de cuadros que le inspiraron las máquinas durante su permanencia en Suiza (1961-1962). Le impresionaron en esta fase inclusive los colores del acero, en el cual predomina el azul.

7. Entre 1962 y 1969 vuelve a Barcelona, donde abre una exposición con «objetos rituales». Hubo esculturas en este conjunto de obras, donde Tábara se deja llevar por la plástica asociada a la magia y tal vez un poco a la ciencia. Como todo lo que ha hecho, estos «objetos» no corresponden a la naturaleza o a la antropología, sino a lo que su imaginación y su oficio hacen de ellos.

Enrique Tábara. UN DIOS NOCTURNO. Óleo, 1962.

8. Con obras nuevas y anteriores ‒a manera de una pequeña pero muy incompleta retrospectiva‒ presenta una exposición en la Unión Panamericana de Washington, EEUU (1964). Había cierta influencia pop entre sus primicias, y una tendencia a la monocromía de tonos grises y sutiles. Ya desde 1960 se acentuaban las tendencias abstraccionistas.

9. Vuelve al Ecuador y hasta 1968 hace variantes de lo «precolombino», con algunos ensayos en otras direcciones.

10. De pronto se percata de que esta fuente se ha agotado dentro de él, y empalmando con sus experiencias inconclusas de 1954, reanuda la serie de las piernas y al poco tiempo le incorpora también pies. ¿Cuál es el significante de estas formas que en principio asemejan scherzos a lo Klee? Para Tábara son signos de la energía, como los similares de la pintura china en el caso de las piernas, y signos indios de viaje ‒tiempo en el espacio‒ en el caso de los pies. En los códices prehispánicos cada forma es y hace una estructura; «aquella gente tenía verdadero sentido de lo plástico; muy poca pintura de otros pueblos de su época puede comparársele». Desde el punto de vista conceptual, piernas y pies resultan mero pretexto para una aproximación plástica de conjunto, que a la manera de los cuadros de la madurez de Mondrian encuentran el nexo orgánico entre el color y el espacio creado. Los pies, además, son signo frecuente de la pictografía mesoamericana y aun de cerámica ecuatoriana como la de la cultura Tuncahuán, cuya obra maestra son los platos. «Esos pies están de viaje; y quizá vayan muy lejos. Estoy convencido del traslado de seres humanos a otros planetas».

11. Después de 1970, Tábara cobra seguridad absoluta en lo que está haciendo, que es un juego de infinitas probabilidades, como las de la programación de una computadora sofisticada. Entonces bautiza a la serie como «pata-pata» ‒que responde a los aspectos pop del tema‒, e íntimamente sabe que no anda en un neorrealismo ni en rescate alguno de la figura humana, sino en un universo donde los problemas de expresión radican fundamentalmente en la unidad espacio/color.

12. Hacia 1974 deriva a una factura constructivista, ajustando las «patas» a cierta trama geométrica.

13. En 1977 hace una amplia exposición en el Banco Central del Ecuador, Quito, y en 1982 abre otra en Cuenca. Su mayor cambio reciente es el color, «que se ha vuelto más rico y luminoso, en contraste con las tonalidades sombrías de su periodo español».4

14. Cambia el tema de patas a pies y zapatos, retorno al pop, donde parece estancarse.

Si la sucesión de fases de Tábara discurre como un torrente, parecido curso siguen los cambios en su técnica.5 Ya vimos cómo erraba hasta 1958; es entonces cuando consolida su caligrafía propia. Su mayor virtuosismo se encuentra en el color: usa acres relacionados con lo material y azules con lo espiritual; limón y celestes pálidos, usados en la pintura de muy pocos tiempos. «Es una manera de apartarse de la naturaleza, donde hay tantas estridencias», explica. Evitando lo que parece un vicio de la plástica contemporánea, rehúye crear un centro y lleva la pintura hasta el confín de la tela.6 Desde hace un par de años le interesa que sus cuadros puedan verse a cualquier distancia ‒no sé para qué‒; con ese fin se esmera en dar gran nitidez a los planos y a los contrastes (el valor de los trazos rotundos lo aprendió en Kleine). Proyecta ahora trabajar con negro, que según los indios americanos no es tonalidad funeraria, pero sí religiosa.

Esta capacidad de renovarse sin perder la unidad de significación ‒como dice Marta Traba‒7, es una de las grandes tradiciones de las culturas prehispánicas. En el fondo de manifestaciones artísticas como las de Tábara, subyace una fuerza primitiva que continúa su lucha por exteriorizarse.8 Acaso la fantasía suple el desencuentro9; entretanto, se tiene la impresión de que el artista anhela inmovilizar algo en la pantalla, «fijar la esencia final… del misterio que yace en lo más profundo de sus entrañas».10 Por el contrario, tal vez lo que quiera pintar este hombre sea el misterio.

Poco ayudan para resolver el enigma las propias palabras de Tábara: «Mi lucha comienza en la tela; no es intelectual».


[1] Entrevista con M. Lara y V.M. Celis, revista Vistazo, n. 339, Guayaquil, 8-mayo-1981.[2] Entrevista con Mario Monteforte.[3] Humberto Moré, Actualidad pictórica ecuatoriana, Guayaquil, Ed. Forma, s.f., 3ª ed.[4] Jacqueline Barnitz, Abstract currents in ecuatorian art (Araceli, Maldonado, Molinari, Rendón, Tábara, Villacís), Washington DC, The Center for Inter-American Relations, 1977, p. 25.[5] Tábara ha exhibido 27 muestras individuales en el extranjero y 30 en el país y 19 colectivas. Entre sus numerosos premios figura el Mariano Aguilera.[6] «Expansión radiante», la denomina Mercedes Molleda en su artículo sobre Tábara en Artes, n. 43, Guayaquil, 1963.[7] Marta Traba, Catálogo de la exposición en el Museo del Banco Central del Ecuador, Guayaquil, 1965.[8] Aristide Meneghetti (ms.)[9] Juan Texeidor, Catálogo de la exposición de Tábara en Múnich, 1962.[10] Carlos Areán, La escuela pictórica barcelonesa, Madrid, Publicaciones Españolas, 1961.
Texto tomado de: Mario Monteforte. Los signos del hombre. Plástica y sociedad en el Ecuador. Cuenca, Universidad Católica del Ecuador, 1985. El título del extracto es nuestro.

Enrique Tábara o la exaltación de la materia

Marta Traba

 

LA REPRESENTACIÓN de la comunidad que deciden arrebatarle los jóvenes ecuatorianos a Oswaldo Guayasamín es de otro orden. Al revés de la de Fernando de Szyszlo, está emparentada «formalmente» con las tradiciones indígenas. A fines de la década del 50, el arte ecuatoriano ve al fin confrontada la obra de Guayasamín por un grupo donde figuran: Villacís, Tábara, Viteri, Cifuentes, Müller, Almeida, más tarde Maldonado, quienes en 1966 llegan a constituir un verdadero grupo pese a que enseguida tomarán distintas vías pictóricas1.

Tábara [1930] es quien mejor encarna lo que, en ese momento preciso, pretendió hacer el equipo ecuatoriano; su deseo era utilizar ciertas caligrafías repetitivas de decoraciones precolombinas, signos abstractos, algunos aún con la huella de la estilización de formas naturales, elementos de color y materiales [plumas, espejos, alambres, sonajas, maderas, cáñamo, metales]; en conjuntos donde se repitiera por lo general un módulo, pero sin la asepsia experimental y la seguridad científica del arte óptico, o sea, aceptando toda la carga esotérica de formas poéticas y simbólicas que debían funcionar como criptografías. Tábara alcanza a darle, en 1964, una notable fuerza a esta alianza de serialismo y magia, a esta mescolanza de la cual sale una suerte de op art caliente, cuando viaja a España, después de hacer sus primeras exposiciones en Quito, en 1953 y 1954, conoce a Tàpies y trabaja con él, adquiriendo, con su contacto con el informalismo español y la rica texturología desplegada en ese momento por los grupos de Barcelona y Madrid, una movilidad que anima grandes superficies trabajadas como paredes apenas coloreadas, donde los tres elementos que elabora fuertemente: tono, materia y repetición serial, son sin cesar modificados por una fina y alerta sensibilidad.

El ritmo reúne con eficacia esos tres elementos y se convierte en el sostén de su pintura. El ritmo precolombino recogido por Tábara señala un movimiento constante, que no tiene principio ni fin: una línea, un círculo, una estrella, se repiten de manera alucinante, como en una escritura automática, con movimientos pausados que más bien recuerdan el fluir, el estar permanente de las paredes del Cuzco. Como en ellas, las piezas que constituyen su obra quedan encajadas de manera poética, sin recurrir ni a la geometría ni a la violencia. Como el indígena del incanato, Tábara busca reiteraciones sumamente dóciles, que suponen algo así como un avasallamiento voluntario de la libertad. El grafismo o la forma plegada, doblada sobre sí misma, encontrándose y mirándose a sí misma en los laberintos da un mundo formal cerrado y cautivo de su propio encanto, donde la respuesta del ojo es mucho más vaga e imprecisa que la que exige el arte óptico.2 Lo interesante, pues, de los trabajos del grupo en el periodo que señalo es su hábil manipulación del informalismo español y del arte óptico norteamericano, poniendo los principios de exaltación de la materia y de organización serial al servicio de una clara semántica local.


[1] Se refiere al grupo VAN de Quito.[2] El rechazo a las fórmulas ópticas es nuevamente subrayado por Tábara en 1970, cuando dice: «el retorno [se refiere a su nueva pintura figurativa] debía ser sin las pasiones desmedidas en que desembocó el arte kinético y el ‘pop art’. Ya no se trata de hacer eterno el arte reaccionario triturando el espacio plástico o espacio físico hasta el infinito, tampoco pueden continuar los espectáculos del ojo humano que creó el ‘pop art’… Consideramos que la magia color por sí misma es elocuente».
Texto tomado de: Marta Traba. Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005. El título del fragmento es nuestro.

Un retrato del maestro

Vinicio Vallejos

 

DESDE mi juventud siempre tuve interés por los temas arqueológicos y ancestrales. Cuando llegué a la Facultad de Artes, de la Universidad Central, descubrí y me deslumbró la obra del maestro Enrique Tábara. Revisé sus libros y sus obras y para graduarme hice una investigación sobre sus obras y frecuenté muchas bibliotecas, entre ellas la del Centro Cultural Benjamín Carrión de la ciudad. Siempre estuve influenciado por su obra y me fascina y fascinaba trabajar la textura que es una influencia suya. Ya en la Universidad del País Vasco también hice una de mis monografías sobre su obra y vida y nuevamente encontré fuentes en la Biblioteca Carrión.

Este retrato del Maestro resulta icónico para mí, porque pensando en él decidí homenajearlo pintándolo. El día que inicié el trabajo no lo sabía, pues me enteré horas después: ese día estaba agonizando. A la siguiente mañana, cuando acudía a terminar el retrato me enteré de que había fallecido y lo terminé con lágrimas dos días después. Vaya este sentido homenaje al maestro Tábara.

Autor: M. Vinicio Vallejos Villota
Técnica: óleo allaprima sobre lienzo sin dibujo previo y sin diluyente.
Dimensiones: 30 x 21cm.
Año: 2021