Ensayo/reflexión: 

La cultura de paz en diálogo con la diversidad

Maritza Crespo Balderrama

 

Para muchos, los últimos siete meses han sido un período de extrema complejidad, en lo individual y lo colectivo.  Al reto cotidiano de pensar en cómo construir una vida positiva y digna, se han sumado la desesperanza de ver al mundo sumido en la incertidumbre por la pandemia, el bombardeo de noticias malas (o pésimas) al que nos han sometido los medios de comunicación masiva, y la constante sensación de estafa que nos deja la evidencia del abuso de poder, corrupción y estulticia de nuestro contexto político electoral.

Es evidente que todo esto no tiene que ver solamente con la pandemia de Covid-19.  Prueba de ello es el hecho de que ha pasado un año, desde las manifestaciones indígenas de octubre (2019) y ni la justicia ha hecho su trabajo, ni la economía ha salido a flote, ni los derechos humanos se han hecho respetar.

El discurso del diálogo con el que empezó esta «nueva era» en el Ecuador se ha diluido. La propuesta de «sentarse a la mesa» para llegar a acuerdos quedó en dilaciones eternas y procrastinaciones avaladas por nuestra falta de cultura política, perspectiva histórica y respeto y reconocimiento del otro.

¿De qué se trata, realmente, el diálogo?, ¿qué implica el ejercicio de conversar de una forma que aporte y no destruya? Más allá de las teorías de la negociación y la mediación que enseñan las prestigiosas universidades del mundo e, incluso, más allá de la buena voluntad de las partes, dialogar para la construcción de acuerdos es un proceso que requiere de algo que, probablemente, todavía no hemos reconocido.

El diálogo está en la base de la construcción de las sociedades contemporáneas que buscan salir del paradigma de la polarización para adentrarse en otra forma de hacer y de ser en comunidad.  Irónicamente, es una práctica que nuestras culturas originarias ejercitaban a menudo y que, pareciera, ha sido «superada» por monólogos con fachada democrática. Dialogar requiere ubicarse en una postura diferente, ubicarse en el mundo de una forma particular.

Dialogamos para reconocer las diferencias, para valorarlas, para situar al otro (a los otros) en su posición de distintos a nosotros mismos. Dialogamos porque queremos acercarnos a eso que los hace diferentes. La postura dialógica está abierta a la diferencia, la busca, la quiere encontrar. Es eso lo que motiva la conversación, lo que me invita a conocer más, a adentrarme en las palabras del otro para encontrar sus sentidos, sus orígenes, su lógica.

Predisponernos al diálogo es, en principio, predisponernos a la sorpresa, a lo que no conocemos, pero queremos vislumbrar. No solamente se trata de escuchar activamente ‒con atención, en silencio, con el cuerpo‒, se trata de escuchar con interés y curiosidad; con expectativa acerca de lo que quieren compartirnos, valorando que quieran hacerlo.

Es un ejercicio que requiere la decisión consciente de dejar los prejuicios para acercarse al otro sin buscar que «calce» en lo que nos hemos figurado que el otro es.  Tanto en el ámbito público como en el privado, nuestra cultura relacional sostenida en la jerarquía y en la lógica del «premio y castigo», nos ha llevado a creer que sabemos lo que el otro quiere ‒que casi siempre será algo que nos perjudique‒ antes de que nos lo diga; que hay una intención oculta, maligna, aprovechada, que está presta a tomar partido de nuestras debilidades y que nos amenaza. Las teorías conspirativas no solamente hablan de temas de vida alienígena en la tierra o de entidades oscuras que dominan a los gobiernos y grandes empresas, sino que nos atraviesan y determinan la forma en la que nos vinculamos con los demás, cómo vemos el mundo. Los prejuicios están, también, constituidos de eso: dar por hecho que el otro es de determinada manera, que busca determinadas cosas, que hará determinadas acciones.

Si queremos realmente invitar al diálogo, veremos al otro como un interlocutor, un igual, no una víctima o un enemigo; es un participante con corresponsabilidades en la co-creación de una relación abierta a la creatividad, la libertad, la imaginación, la alegría. Si me propongo en las relaciones desde una postura de respeto, aceptación y curiosidad, invito a que la alteridad, la otredad y la diversidad se manifiesten, ocupen su propio lugar y sean legitimadas por el solo hecho de ser, de existir; sin necesidad de dirigir el encuentro hacia un consenso impuesto por intereses o por las circunstancias.

Aceptar y celebrar las diferencias

Se invita al diálogo, en principio, para reconocer, aceptar y celebrar las diferencias, para crearlas, potenciarlas y generar posibilidades.

En esta «nueva» perspectiva ‒nueva porque todavía no la ponemos en práctica en nuestros contextos‒, dialogar significa que dos personas están interconectadas, porque en la medida en que nos conectamos se generan nuevos aspectos para la compresión, se producen nexos para desarrollar nuevas formas de colaboración. El diálogo es el inicio de un proceso de construcción de una relación en la que estaremos dispuestos a colaborar.

El paso previo a alcanzar un acuerdo o consenso fruto del diálogo es la coordinación de procesos que posibiliten relaciones participativas, inclusivas y colaborativas; reconocer y estimular las capacidades de los participantes y afrontar la complejidad de los diferentes contextos culturales, locales, con un sentido de esperanza.

En esta lógica, el diálogo es pregunta sobre lo nuevo; significa que es profundamente creativo y moviliza los recursos relacionales promoviendo, desde la curiosidad, un sentido de innovación y exploración productiva, para entender las diferencias y para construir comunidades que busquen la paz.

Dialogar es dejarse tocar y conectarse de y con las palabras de los otros. El lenguaje es lo que nos permite ser y nos construye; es en el diálogo vivo que la vida habla. Encontrar dentro de nosotros las palabras inteligentes de los demás, reflexionadas con sensibilidad en la resonancia producida. Una vez que nos abrimos a ser entretejidos relacionalmente por esas palabras transformadoras, los acuerdos llegarán más fácilmente.

En sociedades como la ecuatoriana todavía nos construimos ‒lo vemos a diario en nuestros espacios terapéuticos‒ más en el monólogo jerárquico que en el diálogo transformador. La construcción relacional en el ámbito privado está sostenida en la palabra autoritaria de quien detenta (más o menos amablemente, dependiendo de la historia personal y las circunstancias) el poder. Y esta forma de ser relacional evidente en lo privado se potencia en el espacio público, en donde se imponen ideas y acciones (más o menos amablemente, dependiendo de las condiciones e intereses de turno) y se toman decisiones ignorando las necesidades, circunstancias, ideas o voces de los otros, de los distintos.

Es fundamental comprender y movilizar las dimensiones transformadoras del diálogo. Reconocer la construcción relacional de la confianza entre los participantes posibilita potenciar los aprendizajes generativos que surgen de los diálogos reflexivos, visibilizarlos, ponerles palabras liberadoras para lograr los propósitos transformadores que permiten concretar intercambios auténticos, en contextos relacionales generadores de paz y bienestar social.

Permanecer «en diálogo», aunque lo que escuchemos no sea lo que esperamos escuchar, y sostener un discurso respetuoso de la multiplicidad y la polisemia es parte de la construcción de la cultura de paz que queremos para nuestro país. Se trata de comprometerse e invitar al compromiso del interlocutor, como forma de compartir lo significativo, incluyendo todas las voces en nuevas conversaciones transformadoras. La conversación generativa-colaborativa (generadora de cambio, colaborativa para la construcción de una nueva sociedad) requiere compartir, confiar y participar activamente para crear un significado que tenga sentido para todos los involucrados, para los ecuatorianos.

Convertirnos en una sociedad más equitativa comienza por preguntarnos continuamente: ¿qué es lo que importa; qué es lo valioso? ¿Qué es lo que invitamos a crear, que sea importante para los demás, que tenga valor para los otros? Elegir ubicarnos en una posición que contribuya a cuidar la dignidad y la integridad en todas nuestras relaciones.

Abrir el espacio para las múltiples voces ‒es decir, invitar «al diálogo»‒ requiere entender cómo esta diversidad se expresa, no solo para conocerla y respetarla, sino para la transformación propia y para generar acciones prácticas. Legitimar la incidencia de las «otras voces» en sus contextos y validar su capacidad de decisión frente al futuro. Se trata de confiar en los recursos de las personas, en sus fortalezas, habilidades y capacidades; confiar en el propio diálogo y confiar en las relaciones y su potencial constructivo y transformador.

Es hora de empezar por nosotros mismos, sobre todo, pensando en quienes comparten con nosotros los espacios sociales, comunitarios, educativos y familiares. No hay tiempo que perder para darle un sentido a este devenir humano, cultural y social.

Maritza Crespo Balderrama. Comunicadora Social por la Facultad de Comunicación de la UCE y Psicóloga Clínica por la facultad de Psicología de la PUCE, con maestrías en Liderazgo Organizacional (EEUU) y Prácticas Colaborativas y Dialógicas (México). Tiene amplia experiencia en investigación y gestión de proyectos sociales. Ha colaborado en organizaciones no gubernamentales, académicas, comunitarias, privadas y públicas vinculadas con educación, derechos humanos, género, cultura de paz, mediación e investigación.

Docente de la Facultad de Piscología de la Universidad Central del Ecuador. Escribe periódicamente artículos sobre familia y niñez. Es cofundadora del Consorcio Relacional y Socioconstruccionista del Ecuador –IRYSE–, en donde escribe y propone nuevas perspectivas de pensamiento desde la epistemología construccionista social: iryse.org