Ensayo/homenaje:

La poesía como reconocimiento
(A propósito de Anagnórisis de Tomás Segovia)

Guillermo Sucre

 

DE TOMÁS SEGOVIA no conocíamos sino parcialmente su obra. Un pequeño volumen publicado en 1958: Luz de aquí, que reunía varias colecciones de sus poemas. El amor, como fuerza ciega pero también luminosa, capaz de convertirse en una visión siempre exaltada y plena de mundo, era el tema dominante en ellos. El diálogo de sus amantes era como una búsqueda penumbrosa de los cuerpos, pero esa búsqueda concluía en el hallazgo de la propia existencia. En uno de esos poemas escribía: «Hundidos en un fondo de gratitud carnal,/ Ciegamente descifran el lenguaje/conmovedor de la violencia; y ganan/ finalmente el encuentro, sorprendidos/ de verse verdaderos, y de no poder nada/ contra su propia ternura apiadada». Todavía en tono menor, nutridos de una intimidad rasgada pero fervorosa, en esos poemas se sentía una rara intensidad y, sobre todo, una cálida sabiduría de lo terrestre. Esa sabiduría y esa intensidad las vimos luego desplegarse en poemas aislados aparecidos en la antología de Aldo Pellegrini y en Poesía en movimiento. Poemas a la mujer, a la música, a la amante mítica, mostraban el largo y sostenido impulso de que es capaz Segovia. Una inspiración que se daba sin tregua y que parecía habituada a todos los registros –lo cotidiano y lo sagrado, lo elemental y lo abstracto– daba a uno de esos poemas un complejo poder de figuración y a la vez una íntima transparencia. Ese poder de figuración tenía mucho de visionario: descubrir en las experiencias inmediatas sus implicaciones míticas, su tejido ancestral. Así como su transparencia era el resultado de una lucidez expresiva, que solo perturbaba por su propia simplicidad desencadenada. Pero es en su último libro Anagnórisis, donde toda la fuerza creadora de Segovia alcanza su plenitud.

Hay unos textos que preceden a este libro y que quizá puedan tomarse como la clave que lo ilumina. Se trata de las notas de un cuaderno publicadas con el título La piedra y el fuego en Mundo Nuevo (n. 4, octubre de 1966). Escritas en un lenguaje parabólico, que recuerda mucho el discurrir de algunos textos de Heidegger, estas notas intentan ser una definición de la poesía, no solo como estética sino como moral. Revelan, por supuesto, la actitud del propio Segovia, así como su experiencia en el mundo. Son su poética biográfica y también su biografía poética. Tienen, pues, el valor de un testimonio personal. Como su poesía misma, la reflexión de Segovia en estas notas se bifurca y aun se explaya en múltiples direcciones, tras las cuales hay siempre un tema recurrente que las reúne y las concentra. Ese tema parece ser el exilio y la errancia del hombre. Abandonar lo cubierto, la morada, y arriesgarse a la intemperie, a lo expuesto: es de este riesgo de donde nace la poesía. Como el hombre no puede soportar vivir siempre a la intemperie, confinando directamente con la Nada, es el poeta quien funda su casa. «El artista –dice Segovia– es el albañil que levanta la casa del hombre y tiene que salir a lo expuesto para poder levantarla». Salir a lo expuesto quiere decir renunciar a lo seguro: la patria y el hogar, el padre y la madre, la mujer y el amor; convertirse en el nómada y en el pastor. Esa renuncia se convierte en destino. Por ello Segovia se pregunta: «¿El más grande artista no es el pastor de hombres? («Les mots de la tribu»). ¿Es el Profeta? ¿El poeta-profeta es el pastor nómada? ¿Paga con ello un precio excesivo? ¿O al revés es el único que puede ser el familiar del Mundo? («Ce n’est qu’onde, flore, Et c’est ta famille», Rimbaud vagabundo)». Errante, nómada, el poeta acata o se aventura en el exilio porque sabe que en él está su destino: no solo para llegar a ser «el familiar del Mundo», sino también, y sobre todo, para fundarlo de nuevo. Su adiós es la búsqueda de una nueva presencia. Esa búsqueda resulta posible porque es el hombre de la memoria: reconoce en las nuevas tierras su patria original, o funda una nueva a semejanza de la imagen ancestral que lleva consigo. El poeta es el hombre ausente-presente, el Hijo Pródigo que siempre regresa. Por ello, dice Segovia, «el tiempo de la poesía es el tiempo del Hijo», y su modo de operar es la anagnórisis (el reconocimiento). Es decir, la segunda fundación.

Como se ve, el exilio para Segovia tiene un valor ontológico: hace posible las nuevas fundaciones del hombre. Tema de reflexión y, como lo veremos, también de creación poética, hay que decir igualmente que el exilio forma la trama vital de Segovia. Nacido en España, a muy corta edad tuvo que emigrar. Llega a México a los trece años de edad; en este país se forma y escribe su obra. Su poesía, aunque a veces de ascendencia española en las formas, es esencialmente americana; por cierto impulso telúrico, así como por su voluntad de fundación. Es, además, una poesía muy distinta a la de los españoles en exilio; conserva el fondo dramático de la historia de su país, pero se desplaza a un ámbito más metafísico y alegórico, a un plano más universal.

Anagnórisis parece ser el libro que resume todas las experiencias y todas las tentativas creadoras de Segovia; es, en cierto modo, su suma poética. Tiene, para ello, y en primer lugar, una vasta estructura. Esta estructura se corresponde con los movimientos de la memoria, una memoria doble: de lo ancestral y de lo vivido individualmente. Por ello el libro discurre en un doble plano: uno mítico y otro existencial. Por una parte, el poeta incursiona en los orígenes y en el tiempo («el tiempo es una inmensa y silenciosa diáspora») y se adentra en las materias nutricias del hombre: evoca a Eurídice (el amor y la fatalidad, la madre, la muerte), a Mnemósine (la memoria). Por otra parte, evoca las incidencias de su vida, sus desplazamientos en el mundo. Uno y otro plano se superponen continuamente; no corren paralelamente: se fusionan. Es así como el segundo plano de la vivencia personal se ve penetrado por la dimensión legendaria y mítica del primero. Podría decirse incluso que esta dimensión es la que da relieve a todo el libro. Segovia vive su exilio como una fatalidad, pero justamente esta fatalidad lo inserta en un contexto más amplio; siente que cumple un destino que el hombre, en cualquier tiempo, también ha sobrellevado. Esta lucidez le permite enfrentarse a su destino con firmeza: «exilio, agrio deber, te quemo tu mentira/ con estos ojos que escaparon a tu imperio». El exilio se convierte así en una nueva aventura, en una búsqueda dramática pero también jubilosa. La aventura del hombre que sabe que puede fundar una nueva morada reconociéndose en los seres y las cosas que aparecen en su itinerario. Este reconocimiento toma dos caminos: la memoria y el amor. «Memoria,/ acaba de decir el nombre,/ pronuncia entera la palabra,/ detente que te vea un momento,/ álzame que domine el panorama…». En la memoria está la clave, pero aun esa clave no le basta. No quiere simplemente un tiempo acumulado; no quiere pasarse la vida, como la memoria, contando «míseras monedas manoseadas». Aspira a un tiempo puro, ser un nuevo Ulises: «la travesía vuelve a Itaca/ todo es Itaca todo es el presente/ detrás de la memoria». Aspira a ser el heredero. Justamente el último poema del libro se titula así, y es el poema de la ya conquistada plenitud y del reconocimiento. Escrito en prosa, dice en el pasaje final:

Ahora sé abrir mis ojos anegados en aire, mirar desde su fondo distancias luminosas, y hasta reconocer, allá, tranquilas y arraigadas, las belicosas costas desde donde vine.

Desnudos horizontes, ni fueron esas hondas playas las primeras, ni era el norte del nuevo derrotero un río remontado.

Fui puesto, debatiéndome, en marcha hacia un retorno, y era a perderlo adonde navegaba. No era de allí mi origen y de él era la misma pérdida lo que perdía. Ahora avanzo, he extendido por fin a todas partes el suelo que sostienen padre y madre con huesos confundidos, y sé bien qué camino me espera, cómo he de recordar la festiva paciencia que me irá haciendo el familiar del mundo.

Poema último, no es, sin embargo, el final de la aventura que encierra el libro. Significativamente al concluir el poema hay una señal que nos remite a páginas anteriores: estas páginas se inician con «Alborada de los amantes». Es decir, nos remiten a los poemas sobre el amor, quizás los más luminosos del libro. Y es que el amor constituye una de las fuentes de energía más poderosas en Segovia. «No hay que esperar a que el amor nos traiga la salvación (platonismo moderno). Al contrario: estamos encargados de salvar al amor», había escrito en La piedra y el fuego. De ahí el erotismo que circula en sus poemas: un erotismo ávido de realidad, capaz no de fundar un mundo sino de iluminarlo y esclarecerlo, de darle un sentido.

Anagnórisis es el libro de nuestro tiempo, y está fuera de él. Acude a la historia y la trasciende. Da testimonio de una experiencia personal y la transfigura en un viaje mítico. Es un libro de un hombre que ha hecho de su exilio un modo de reconocerse en el mundo, de ser «el familiar del mundo». Ese reconocimiento no se alimenta simplemente del entusiasmo, pero lo supone y propone. Un entusiasmo que es, al mismo tiempo, terror. En el prólogo de Poesía en movimiento, Octavio Paz define la actitud de Segovia a través de dos palabras: terror y transparencia. «Busca –dice– una claridad y presiente que esa claridad es idéntica al vacío e idéntica a la realidad. Por eso la transparencia es aterradora». Ciertamente, estos dos términos es lo que confiere verdad a la poesía de Segovia. Esa verdad le viene del mundo mismo («El día/ está tan bello/ que no puede mentir:/ comemos de su luz nuestro pan de verdad»). De ahí también su carácter de destino, que es lo esencial en esta poesía.

Foto inicio: Guillermo Sucre retratado por Roberto Matta / Prodavinci.

El poeta, crítico, traductor y ensayista venezolano Guillermo Sucre (1933) murió en julio de este año, a los 88 años de edad.

Autor de uno de los libros críticos más relevantes del siglo veinte sobre poesía hispanoamericana, La máscara, la transparencia (publicado en 1975 y reeditado en 1985) es un notable conjunto de ensayos sobre poetas hispanoamericanos del siglo veinte, vinculados por la búsqueda e indagación estética de la palabra, en tanto creación verbal, y su relación con la moderna poesía de Occidente, de la que es parte excéntrica pero ineludible.

Autor, entre otros estudios y ensayos, de Borges el poeta (1967), «La nueva crítica», en  América Latina en su literatura (1972), Poetics of Vivacity (sobre J. L. Borges,  1977), «Inventar una imagen o fundar una experiencia», en Simposia (1980). En poesía publicó Mientras suceden los días (1961), La mirada (1970), En el verano cada palabra respira en el verano (1976) y La vastedad (1988).

Publicamos esta reseña crítica, aparecida en el semanario Imagen, de Caracas, en julio de 1968, como un homenaje a la memoria y valoración de uno de los mayores críticos e intérpretes de la poesía latinoamericana del siglo veinte.