Ensayo:

Elisa Ayala González, precursora del cuento ecuatoriano

Morayma Ofir Carvajal

 

ELISA AYALA GONZÁLEZ es la primera cultivadora del cuento, entre nosotros. Ella es quien recoge no solo la voz de la naturaleza para transparentarla en castellana prosa, en cantos nítidos de dulcedumbre y sensibilidad; no solo la esplendidez de sus paisajes en sus instantes apoteósicos de poniente para estamparla en el lienzo generoso, sino que con devoción recoge y aprovecha la leyenda, la fábula, el rastro imborrable de la reminiscencia tradicional, la voz familiar de la conseja y el apólogo, los que la fantasía popular, en el afán de conservar el sabor hogareño del pasado, mantiene latentes, generación tras generación. El pueblo, todo pueblo, desde la remota antigüedad del mundo, fue siempre y sigue siendo un venero de inspiración y de filosofía, y en su folclore palpita con fuerza de perdurabilidad, con calor votivo, su emoción, su sangre, su historia, sus experiencias, su propia alma, con transparente ingenuidad…

Elisa Ayala González supo escuchar esta nativa voz de su pueblo y entregarla al mundo en bellos cuentos. El ingenio de esta mujer tomó un cauce tan interesante y novedoso que le llevó derecho al triunfo. Buceó en el alma y la tradición popular, extremadamente rica en el litoral, en el ambiente montuvio supersticioso y encontró motivos permanentes para su fantasía y entregó un aporte magnífico a la literatura del Ecuador y del continente. Con la misma penetración psicológica y expresiva belleza con que Anatole France evocó el medievo de Europa con sus supersticiones pintorescas. Siguiendo la estela de Perrault, Grimm, Alfonso Daudet, Maeterlinck, Rudyard Kipling, Elisa relievó los argumentos sencillos, la fantasmagoría, con gran originalidad en el relato y floridez en el estilo.

Nació Elisa Ayala González en la ciudad de Santiago de Guayaquil, en febrero de 1879. Tenía ocho años cuando partió con sus padres a la provincia de Los Ríos y en una de sus haciendas se radicó. Allí estudió, bajo la sabia dirección de su padre, don Arcadio Ayala, eminente médico-químico y autodidacta quien supo educar perfectamente a su hija y aprovechar las dotes excepcionales de su talento. Tenía una rica biblioteca con selección de obras filosóficas, históricas, literarias, etc., las que ampliaron su horizonte interior y orientaron su género literario. Además, deseando don Arcadio estar informado de los sucesos mundiales y de los últimos descubrimientos científicos, habíase suscrito a las mejores revistas francesas, inglesas y norteamericanas, y en una de estas últimas, Elisa, a los quince años, hizo su aparición en el campo de las letras con su cuento La maldición, inspirado en un suceso acaecido, por entonces, en la hacienda y al que la fantasía campesina atribuía el carácter fatal de una paterna maldición y un horrible castigo. Tratábase de un muchacho que había sido destrozado y devorado por un caimán de los que infestan nuestros esteros. Dicho trabajo fue remitido a la revista América, de New York, la que había promovido un concurso de cuentos y poesías entre los literatos del continente. Desde luego, por deficiencias del servicio de comunicaciones internacionales, el cuento de Elisa llegó muy tarde a su destino, y, no obstante, el director de América, don Rafael Zayas Enríquez, la aceptó e hizo publicar fuera de concurso. Esta publicación le dio prestigio y varias revistas de los países hermanos le ofrecieron sus páginas y solicitaron sus colaboraciones, entre otras: Nubes Rosadas y la Revista Argentina, de la República del Plata, Sucesos y El Nacional, de Chile, Adelante del Uruguay, Hero y Cosmos de Cuba.

Estaba en el apogeo de su labor intelectual cuando murió su padre, el sabio maestro suyo, por tal motivo retornó a la ciudad natal donde se radicó definitivamente. Su anhelo de perfeccionamiento, su amor a la belleza, hicieron que se decidiera a tomar lecciones de pintura en el Colegio de la Inmaculada, y desde el principio Elisa comienza a sobresalir en esta otra expresión artística. Todo el caudal de belleza de su alma y el que se había saturado de la contemplación exultativa de la naturaleza en su soberbia esplendidez, en la fuerza de su fecundidad, vertíase en sus creaciones. Llegó a ser una gran paisajista. Pero no olvida que es ante todo una escritora y es así como se enrola en el grupo literario que en 1916 llevaba la égida del movimiento cultural del Guayas y el Ecuador, el mismo que publicaba La Ilustración, una de las mejores revistas que se ha publicado en el país. Elisa colabora, asiduamente, con sus cuentos. El interés que despierta en los públicos es enorme, se la lee con deleite y aplaude sin reservas. Su poder de creación, el acierto de la trama, la amenidad y riqueza de su estilo llaman la atención de propios y extraños. Voces de estímulo y aplauso le llegan de todas partes.

Comentan con entusiasmo sus producciones, Manuel J. Calle, Modesto Chávez Franco, José Antonio Campos, María Piedad Castillo de Leví, Zoila Ugarte de Landívar.

Elisa continúa airosa en su labor y llega a la cima con el Primer Premio que obtiene su cuento titulado La procesión de las ánimas, en el concurso internacional abierto en España por el periódico La Voz de Valencia. La revista Patria, que hizo época en los anales de las letras nacionales, El Guante y El Independiente de Guayaquil, se hacen eco del triunfo de nuestra compatriota y le dedican páginas enteras. Elisa Ayala González conquista así nuevas palmas para la corona gloriosa de la patria. El Centro de Estudios Literarios de la Universidad del Guayas y varias otras instituciones de prestigio de dentro y fuera del Ecuador la nombran su socia de honor y prestantes publicaciones engalanan sus columnas con sus cuentos sugestivos. Se la conoce y se la admira más aún en el exterior: España, Chile, Cuba, Estados Unidos, rinden pleitesía a su talento.

Aquí, en tanto, sobre todo en estos tiempos en que apenas si hay sitio para las inquietudes generosas del espíritu y alguna tolerancia para los grandes atributos de la inteligencia, se la recuerda poco… Vive aún, pero ya no escribe. Sumida en la evocación de los paisajes que decoraron los albores de su juventud y de su inspiración, paisajes en los que el alma de la naturaleza se entrega luminosa bajo ábsides de follaje de los cuales parece escaparse uno como incienso vegetal que eleva hasta una especie de éxtasis litúrgico a los espíritus apasionados por la belleza… Escuchando la voz de sus montañas tropicales, como sinfonía de cristales que remozara la marchita lozanía de su alma con un invisible aliento de fuerzas vastas y consoladoras. Mirando desde sus persianas su golfo tal que un «sendero de ámbar florecido, temblando entre un marco de follajes». Viendo alzarse entre las sombras el cortejo de los personajes y los motivos de sus cuentos. Como escuchando con deleite la voz dulce, nostálgica y lejana de sus mejores años, esa que debe llegar como un puñal de luz al corazón en sombra de los seres que ya ven muy allá el orto y el cenit de sus sueños, mientras ellos se van hundiendo en el ocaso; ese corazón solitario y triste tanto como grande y dilecto tal que urna de cenizas hechas cálidas bajo los recuerdos del ayer; de la evocación y la añoranza, del regreso imaginativo por los derroteros ya distantes en el tiempo, vive hoy la escritora Elisa Ayala González, en su casa de puertas entornadas, un poco sombría, como vigilada por fantasmas, por aquellas figuras espectrales que adquirieron sitio y perduración en la urdimbre de los gobelinos tejidos por su fantasía. Allí, en su pequeña mansión, en uno de los viejos barrios de la ciudad porteña de Guayaquil, se le encuentra a la cuentista ecuatoriana: sola, hilando en la rueca de los días grises e iguales el blanco vellón de sus quimeras irrealizadas. Quizá con esa hebra sutilísima va a tejer el más hermoso y sugerente cuento de su vida, de su propia vida que recogió en el fino cendal de su inspiración y de su genio, la ingenua y limpia voz de su pueblo, de su folclore montuvio, para inmortalizarlos en hermosos, vernáculos argumentos.

Elisa Ayala González vive aún su austero refugio de soledad y de melancolía, de esa melancolía del mar y los jardines a la hora del ángelus, allá en el propio corazón de su ciudad bullente. No escribe ya. Pero acaso algún día nos entregue una última página rielada con su pluma como en vía de reivindicación ante la posteridad, por su largo silencio, por esa extraña sensación que él creó en nosotros, como de algo trunco, inconcluso, impreciso de esa imprecisión de las formas que dibujan las olas, las espumas o las nubes en las playas y los cielos dormidos…

Elisa Ayala González, con su renunciamiento a la gloria cuya caricia de alas conoció ya su frente, cierto que ha defraudado las letras nacionales. Cómo habría enriquecido con su pluma el haber literario de América, en uno de los más generosos de sus géneros: el cuento, de auténtica y remotísima cepa oriental; pero lo poco que escribió, por su calidad y contenido, basta para la consagración plena de su nombre como el de una descollante figura femenina del Ecuador. No importa que ahora esté medio olvidada por las generaciones últimas de pioneros del arte que aún no aciertan a definir su derrotero, ni la cabalidad de su destino. No importa, digo, que las generaciones nuevas, iconoclastas, insatisfechas, cuyo lema demoledor es la sistemática negación del pasado en lo noble y rotundo de sus afirmaciones y sus valores inmutables y eternos, apenas sepan que ella, la primera y la máxima cultivadora del cuento entre las literatas de mi patria, existe aún, medio escondida entre las brumas del anonimato y del olvido. Elisa Ayala González escaló ya, en la tempranía de su edad, sitial indiscutible.


 * Publicado en Galería del espíritu. Mujeres de mi patria, de Morayma Ofir Carvajal (Thoa), Quito, Editorial Fray Jodoco Ricke, 1949. El título para esta versión digital es nuestro.