Ensayo/reflexión:
Acerca de la generación del 27
María Zambrano
UNA PRUEBA de la cualidad de un pensamiento, filosófico en este caso, es la claridad que resulta de la no aceptación de algunos y a veces de todos sus lugares, como es el caso de la teoría de las generaciones de Ortega y Gasset. Y cuando el suceso se da en un discípulo, como es mi caso, es motivo de meditación inacabable. No me es posible ofrecer aquí el camino que me condujo a la no aceptación de que sea la generación la medida del cambio histórico y que cada generación, por tanto, sea portadora de algo al par inédito y condicionado por la situación dejada por la anterior. De ser así, la historia ofrecería una perfecta continuidad como la de un desfile o procesión de acordado paso. Mas la historia, y muy especialmente la de España, es a veces pavorosamente discontinua.
No le viene la discontinuidad al proceso histórico tan solo de las catástrofes que lo sumergen violentamente como a una Atlántida para ser luego afanosa e incompletamente rescatada, lo que lleva a las generaciones, a las que esta faena toca en suerte, a mirar el pasado, no ya hacia atrás, sino hacia abajo, sumergido. Más en virtud del futuro, es decir, por exigencia de la misma historia que no puede proseguir cercenada en sus ayeres. Ya que el hombre necesita verse en el espejo de su historia, su inexorable quehacer, dice Ortega. Y ¿cómo ha de verse y sobre todo cómo proseguir su quehacer en una situación que va desde lo ahistórico a lo anti-histórico?
Algo por fuerza hay de esto en la situación actual de España, especialmente en lo que en aquellos entonces se podían llamar «generaciones venideras». No es de hoy esta situación. Pues que se podría señalar a la generación aparecida en los años cincuenta como la primera en que esta inexorable tarea de rescatar la palabra sumergida se manifiesta. Y de ello hay por fortuna espléndidas pruebas. Ya esta discontinuidad abrupta habla de épocas y más a menudo y concreto de «momentos históricos». Dentro de las épocas marcadas de un modo bastante convencional por los historiadores, se abren los «periodos», especie de remansos donde brilla la continuidad, donde la mayoría de las gentes se siente instalada, aunque sea a medias. La herencia tiene lugar en forma aceptable; el cambio traído por cada generación o por un par de generaciones produce una cierta modulación como la de los cerros y altozanos en la llanura.
El «momento histórico», por su parte, puede dar señal del acabamiento de una época, de la ruptura de un periodo, porque en él es donde aparece verdaderamente algo inédito o habido mucho tiempo atrás y semiolvidado. Una cierta revelación, pues, se ha de dar privilegiadamente intemporal, supratemporal por sí misma como toda revelación, aunque sea meramente humana, ha de encarnar o corporeizarse para que realmente modifique o aporte algo a la conciencia histórica. Y ello comporta siempre una cierta toma de poder, drama hasta ahora inevitable o quizás inevitado simplemente, de todo aquello que es obra del espíritu –para entendernos–, es decir, de lo que hace que haya trascendencia.
Se hace evidente, pues, que un momento histórico necesite de varias generaciones. Y que comporte una cierta revelación y alcance a ser indeleble o trascendente.
¿Es que es una sola la generación del 27? Creo, en virtud de lo tan rápidamente apuntado, que el 27 marca algo así como la cumbre afilada de un momento histórico, un despertar y un ponerse en marcha no solo de la poesía misma –¿en España solamente?– en sus hacedores, sino en el modo de recibirla los necesitados de ella, poetas a su modo. Y esto último, sí, bien lo supieron los poetas que por virtud de varias causas aparecen como protagonistas de la generación del 27. Y por otros que no aparecen y lo son igualmente. ¿Dónde empieza y acaba la generación del 27? No he visto señalados estos confines con precisión cuando de ella se habla. Mas desde el punto de vista aquí apuntado tendría yo que preguntarme: ¿cuál es el momento histórico del 27 y por qué está señalada su manifestación? En lo que hace al «hecho», pues que alguno siempre ha de haber, está señalado y sin discusión admitido: el homenaje a Góngora. Admitámoslo pues. Mas no sin señalar que a últimos del 26 apareció en Málaga la revista Litoral fundada por Emilio Prados y por Manuel Altolaguirre, los dos casi olvidados. Su actual reaparición nada tiene que ver con la atención prestada a la generación del 27. No deja de ofrecer interés para los que a fondo se dediquen a estudiar estas cosas, y aun para aquellos que simplemente quieran entender lo que pasa en la historia, aunque de la poesía se trate.
El significado del homenaje a Góngora, y no al de las Letrillas y Romances precisamente, sino sobre todo al de las Soledades, es bien patente. Se trata de la liberación de la poesía. De que apareciese ella, la poesía misma con su presencia total: luminosa y oscura y fuente escondida que se derrama inagotable por cauce imprevisible en laberintos que aprisionan dando libertad. Laberintos también de astros y constelaciones que se entremezclan con la tierra de la que hacen su casa. Ella, la poesía con su perenne enigma, esfinge que se presenta en la encrucijada del hombre en su soledad para recordarle que nunca estará del todo solo ni será del todo libre. Entraña misma de lo humano en su conjunción con los universos y entraña que da compañía última en la desolación de la quimera, según Luis Cernuda. Se venía preparando ya, como se sabe, Juan Ramón Jiménez «sacrificado». Machado, con su pensamiento. Y esa «sombra» que desde el Romanticismo alumbra: Augusto Ferrán, Bécquer, la sin par Rosalía, aunque no se les tuvieran presentes como tampoco a Miguel de Unamuno, poeta ante todo, estaban ahí. Juan Ramón Jiménez, padre inmediato y, por tanto, inevitablemente combatido.
Era la revelación propuesta ya por la conciencia, sin duda histórica, a la que había que sostener. ¿Puede acaso sorprender la aparición de expresiones tales como «poesía pura», pureza que denota la exigencia de una pureza nueva, en vela? Y el «creacionismo» dentro del cual se albergaba en forma eminente, aunque no única, algo esencial de esta aparición de la poesía: la meditación sin salir de ella misma que ha ido dando, y por ventura sigue, Juan Larrea.
Y la presencia del poeta en tanto que tal en la vida diaria –el acontecimiento no limitado a la aparición de las revistas y de ciertos libros, sino dado también en la aparición de la figura del poeta sin corona de laurel, sin juegos florales, sin sujeción a las normas gastadas de una sociedad que le había ido confinando y aun expulsando de sí a medida que no se avenía a ser «poeta áulico»–, aunque fuera del aula «Progreso», o «Agricultura», o de la misma libertad tergiversada o de la patria hueca. El poeta a solas, fuera de las bambalinas entre las cuales solamente se le aceptaba. Presencias las había bien diversas hasta las lejanas, como la de León Felipe, con su «Oración de caminante», guía del exilio en acecho. Y rezo callado de un José Bergamín que acabó ofreciendo en Cruz y Raya recinto y aire cálido a poetas como Miguel Hernández y que no por azar, en la víspera de la tragedia histórica, recibió el manuscrito de Poeta en Nueva York, publicado luego en el exilio.
Y el drama, tragedia encuentro sea más exacto y esperanzador –pues que la tragedia es la forma más aguzada de la ardiente esperanza–, estaba no solo en las circunstancias políticas y sociales, sino en ella misma, en la poesía que es palabra en soledad en busca de su pureza –en alguna parte he dicho, «de su inmaculada concepción»– y que nace para darse. Para darse en verdad y en principio a todos los hombres, al Hombre. Y por ello se escinde y hasta se desgarra. La «poesía compartida», la «social», han de verse a la luz del nacimiento de la poesía misma, es decir, de la palabra que solo se cumple cuando se da.
Y esta presencia del poeta en cuanto tal en la vida –en la historia– por fuerza tenía que dar, en esta historia todavía sacrificial, su «víctima» de sacrificio, sus corderos sellados y que sellan por todos: Federico García Lorca en muerte cruenta, Miguel Hernández en su interminable, oscura agonía. Y los olvidados en los repliegues de cárceles frías y en los desiertos de los muchos exilios.
¿Dejarán de pertenecerle, si de la «generación del 27» se habla, Miguel Hernández y José Herrera Petere que acaba de morir en exilio, y Juan Rejano, y tantos otros cuya voz sería bueno se rescatara o volviera a sonar?
Como todo lo que tiene núcleo, el momento histórico significado, presente por la llamada «generación del 27», da lugar a una forma estrellada, al par ideal y viviente. Los rayos o radios se alejan cada vez más divergentes y luego pueden entrar en disputa, en serio disentimiento entre sí. Mas solo la claridad del núcleo podrá, se me figura, dar razón de ellos.
Y, por último, ¿será necesario señalar que este momento histórico y por tanto esta generación con sus predecesores, padres en verdad, y con sus consecuentes, es el de la República, la del 14 de abril de 1931, se entiende?