Una entrevista a Benjamín Carrión

Henriette Hurtado

Realizada en 1975, este valioso documento testimonial realizado y registrado por la investigadora Henriette Hurtado Neira, quien mantuvo una estrecha relación con la familia Carrión Eguiguren, conserva la frescura, amenidad y vigencia de una historia contada acerca de la creación y la gestión de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, entrelazada por la memoria privilegiada de su fundador, Benjamín Carrión Mora.
Agradecemos a Henriette Hurtado por habernos facilitado este valioso documento testimonial para la difusión del pensamiento del maestro Carrión y el legado de uno de los hitos culturales del país.

 

H.H.: La creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana1, ¿tiene alguna influencia de una institución similar?

B.C.: En el ámbito nacional no tiene ninguna influencia, nin­gún precedente. Es una cosa original, como lo he dicho ya en mis informes anuales y en Trece años de cultura nacional. Digo yo que fue producto de la angustia que se produjo en el país por la derrota del año 1941-42 frente a los peruanos, en que de­cayó la esperanza nacional en un plano verdaderamente desobligan­te y no había qué rumbo tomar y ocurrió un poco lo que les ha ocurrido a casi todos los pueblos, insisto yo frecuentemente.

Lo que le ocurrió al mismo Perú. Después de su situación con Chi­le tuvo aquella gran expresión de Manuel González Prada, que era necesario volver a te­ner patria.

Porque en realidad las juventu­des quedaron un poco, pudiera decir, desilusionadas de la mentira en que ha­bían vivido res­pecto de mu­chas cosas y del engaño en que se las había te­nido respecto de las posibilidades de defensa y sobre todo, también, de la lla­mada fra­terni­dad latinoamericana.

En realidad, en ese momen­to to­das las naciones latinoamericanas en una sola voz, apa­sionada­men­te, se dolie­ron de lo que le ocurría al más grande de todos, a los Estados Unidos, cuan­do Japón le dio el gol­pe en ­Pearl Harbor. Y en cambio lo que le ocurría a uno de los iguales, a uno de los hermanos me­nores, no le im­portó a na­die. En el mismo momento, en ese mismo momento todos los países, sin excepción, uno por uno y juntos, protestaron por el ataque japonés a Pearl Harbor, se con­sideró, eso sí, un ataque a un país americano. Pero el ataque de un país americano a otro país ameri­ca­no, dentro de las conven­cio­nes existentes, no le importó a nadie.

Esto produjo una desilusión generalizada en la juventud, sobre todo a la juventud de clase me­dia que había tenido, más o menos, una educación falsa­men­te pa­triótica y que quería algo, una estaca o lo que sea de qué asirse, de qué aga­rra­rse, para lanzarse al porvenir.

En­tonces yo creí que no había otra cosa que crear un insti­tuto de esta naturaleza que cubriera todo, por­que en realidad no se pudo llegar a todas las realizaciones, por falta de dinero, por falta de tiempo, pero cubría absolutamente todo. Yo creí entonces, como Karl Mannheim, por ejemplo, que cultura no es simplemente el culti­vo de las facultades superiores del hombre, que cultura ‒así estaba ya deter­mi­nada inclusive en las denominaciones que tienen casi todas las ciencias y las artes‒ es todo. Hay agricultura como avicultura y todas las cosas relacionadas con esto tienen el cognomento o el terminal de cultura, porque lo comprenden todo.

En realidad es la operación humana ‒la que siendo dirigida, or­de­nada y llevada por un camino tal o cual que lo ordenan la circunstancias ecológicas, el clima, etc.‒ la que constituye la cultura, que es muy diversa de la civilización. Un país siempre tiene cultura, puede no tener civi­li­za­ción.

La civilización ya es producto de la marcha del tiempo, de la mar­cha de la historia, en cambio la cultura es algo inherente a cada pueblo, al menos eso fue a lo que llegaron en la famosa reu­nión de Madrid; cuando concurrieron ahí casi todos los espíritus más altos del pensamiento universal, en que llevó la voz cantan­te, espe­cial­men­te, el gran español don Miguel de Unamuno.

De manera que la Casa de la Cultura nace de esto, tal vez nace en mí de eso, pero encontró una respuesta, una acogida generalizada y hubo un momento en que en realidad todas las cosas de la vida nacional se referían en una u otra forma a la Casa de la Cultura.

Si se revisara, un poco, las actividades de los primeros años, se vería que se realizaron allí congresos de agricultura, de me­cáni­ca, de artes populares. Por ejemplo, el despertar, casi se puede decir descubrir la capacidad manual de este pueblo, se lo hizo en el seno de la Casa de la Cultura, cuando se hizo aquella organi­zación para la primera exposición de artes populares y ma­nuales. No fue como apareció ya cuando se la presentó, sino que se enviaron comisio­nes a todos los lugares del país presididas por artistas, por so­ciólo­gos, pero principalmente por los artis­tas plásticos, que en­contraron que este país en realidad había tenido –en los comien­zos de su historia, que se estaba cubrien­do, que se estaba tapando– una gran capaci­dad, una gran habili­dad para las artesanías, para las artes populares.

Esa primera exposición, que como no teníamos local adecuado la realizamos en la tampoco ter­minada Universidad Central, re­veló que en casi todas las posibili­dades en manualidad estábamos en un plano en que solo nos superaban, probablemente, México y Guate­ma­la. Eso lo continuamos en dos exposiciones más.

Felizmente tuvimos un apoyo y una receptividad muy grande. Re­cuerdo yo, mucho, que en el plano, por ejemplo, de las alfombras tejidas por los indios de Guano, en un momento dado fueron ellos (que habían cubierto todo el edificio de la Universidad) a decirme que to­das la alfombras tenían interesados y qué ha­­rían, y yo les con­testé: «Si vuelven a poner otra vez, si vuelven a cu­brir otra vez todos los lugares con nuevas al­fombras, véndanlas».

Y lo que era una cosa importante para ese tiempo, los in­dios de Guano sacaron un millón trescien­tos mil sucres en al­fom­bras en el año 1946, cosa que hoy representa, por lo menos, diez veces más.

Esto hizo surgir una cierta curiosidad sobre esta habilidad espe­cífica que existe.

Yo creo en la vocación de los pueblos. La vo­cación de los pueblos está comprobada, inclusive porque la historia europea demuestra que el reconocimiento de esta vocación fue aceptado en una forma exclusivista, casi delimitada con fron­te­ras impa­sables: los relojes te­nían que ser hechos en Suiza, los casimires tenían que ser he­chos en Inglaterra, los perfumes te­nían que ser hechos en Fran­cia y era casi una traición de un país a otro el que qui­siera invadir el uno las habili­dades o las especialidades a las que se había dedicado el otro. Sin nin­guna ley, sin ningún con­venio, sin nada, con la simple operación de los pue­blos.

Eso nosotros no lo habíamos sabi­do y estábamos con­vencidos de que en general los pueblos de América Central, especialmen­te de Méxi­co y Guatemala, eran casi los úni­cos. Porque veíamos que los pue­blos cercanos, incluyendo al Perú –excepto ciertas regiones–, tenían una muy pobre posibilidad de artesa­nía po­pular.

Después ya se ha ido desarrollando, resulta que inclusive es una fuente de ingresos muy notable.

Entonces el pueblo se interesaba, sabían de la Casa de la Cultu­ra y le hacían confianza a la Casa de la Cultura.

El pri­mer año no, el primer año tuvimos que pedir el respaldo al Banco Cen­tral, por ejem­plo para los orfebres de Cuenca. Nos dijeron: «Quién nos responde? ¿Quién nos responde de nuestras jo­yas, de nuestras cosas? Que nos la vayan a devolver. Nosotros no po­demos ir a estarlas cuidando.»

El Banco Cen­tral, fe­liz­men­te, en­tendió la cosa y dijo que sí: «Nosotros damos el aval a todo a­quel orfe­bre que preste sus obras, sus joyas y si no las vende le son devueltas al final de la exposición».

Entró desde ese momento el Ecuador, por ejemplo, a altura del año 1957 –estaba yo en México– el Ecuador ya estaba considerado como el cuarto país de ar­tesanías populares en América Latina y eso nadie lo había desper­tado, sino la Casa de la Cultura Ecuato­ria­na.

Desgraciadamente tenemos que confesar que, por razones difíciles de interpretar, no éramos especialmente aptos para la música, no teníamos posibilidad ni capacidad para la música, está hoy des­pertándose esto. Pero fue la lu­cha para mí más dura; siendo como he sido un melómano incorregible, el ver que en realidad no se podía. Ya casi todos los países hermanos de América La­tina, ya sea en el plano de la composición o en el plano del virtuosismo y de la ejecución habían llegado a tener figuras fundamentales y una música propia, pero nosotros no.

De las realizaciones en que más empeño pusimos, al nacimiento de la Casa, fue el de encon­trar­le un camino al desarrollo musical, que lo encontramos bastante pobre. Pero en realidad, yo por lo menos, en todo el tiempo que estuve, no pude llegar a triunfar en ese plano, ni siquiera media­namen­te.

En primer lugar, teníamos, de acuerdo con el estatuto de la Casa, un delegado de la música como de las demás actividades científico-artísticas y ese delegado de la música, pues, casi siempre, tenía dificultades con los músicos, porque en este caso sí juega el dicho: ¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio. Eran un poco pe­leados casi todos ellos y se hacía muy difícil la cuestión.

La realización un poco obvia, fácil y agradable que en este campo pude tener fue la constitución del Coro. Fue precisamente porque en ese momento se produjo la traición de Castillo Armas al régi­men de Arbenz en Guatemala y nos llegaron aquí ochenta y cuatro guatemalte­cos desterrados, a quienes el doctor Velasco Ibarra les envió dos aviones para traerlos y les ofreció la permanencia en el Hotel Europa, un hotel que quedaba en la Plaza del Tea­tro, pero solo por un mes y mien­tras tanto él mismo y los ami­gos de Guatemala traicionada, nos empeñamos en buscar.

Yo llegué en un primer mo­men­to a emplear hasta nueve, pero de ellos solamen­te que­dó uno, Óscar Vargas Romero, para la dirección del Coro y en ese plano sí se triunfó am­plia­mente, hasta el punto de que aun en México llegaron a convenir que el Coro de la Casa de la Cultura, dirigido por Vargas Romero, era superior al me­jor coro me­xicano que era dirigido por el profesor Santos Sandi.

Fue esta una realización plena, pero de una índole un poco pasaje­ra, un poco inestable, porque eran simplemente las chicas y muchachos aficionados al canto que disponían de un poco de tiempo. Se les pagaba cinco sucres por concurrencia a los ensayos, que solamente representaban la posibilidad de ir en vehículo, en au­tobús, a la Casa de la Cultura, es decir era absolutamente gratuito el concurso de hasta sesenta gentes, que compuso la prime­ra épo­ca del Coro.

Cuando había que hacer una gira del Coro de la Casa de la­ Cultu­ra, yo tenía o que hacer vi­sitas o que hacer, por lo menos, veinte a treinta telefoneadas a los distintos patronos de los ­miembros del Coro que eran comer­ciantes, empresarios, oficinistas públicos, etc., para que les den permiso para una salida.

Pero el Coro si­guió viviendo, se hicieron cosas importan­tes, como los primeros discos, que resul­taron maravillosamente bien hechos y que hasta ahora tienen vi­gencia y el Coro mismo sigue, bastante disminuido en número, pero sigue manteniéndose. A pesar, y esa fue la prue­ba más dura para mí en esta línea, a pesar de que le hicieron imposible al maestro Vargas Romero la vida aquí, en un momento dado de nuestra política, en que las co­sas se fue­ron tre­mendamen­te hacia la derecha y, pues, le acusaban de comunis­ta y no tuvo más que irse y se fue a Cuba y estuvo más de dos años en Cuba.

Eso ocurrió en el 62, aproxi­mada­mente, ha­bría que pregun­tarle a Vargas Romero… Fue en el tiempo de Ponce, en la época esa pero no muy al final por­que Ponce estuvo del 60 al 64, calculo que fue en el 61 o 62. Tuvo que marcharse, fue a Cuba donde estu­vo un poco de tiempo.

Yo también tuve que abandonar la Casa de la Cultura por una se­rie de vicisitudes y volví nue­vamente y también el Coro.

Pero en los demás as­pectos en realidad era bas­tante difícil. Lo que no se podía hacer era tra­bajar en asocio con la Filarmóni­ca.

Yo tuve que hacer una cosa. Dentro de mi pensa­miento huma­no y po­lítico pen­saba y sentía que más importan­te era la música para el pueblo que la música para las comu­nida­des o gru­pos pri­vilegiados y la Or­­questa Sinfónica Nacional en ese mo­mento resultaba esto: una institución en la cual no po­dían benefi­ciarse sino las gentes de Quito y muy poco las otras. Y el proyec­to que se presentó en el Congreso, que yo tuve que irlo a combatir, en contra de la Casa de la Cultura, en contra de la Sinfónica, era porque era un gravamen durísimo a los discos.

A mí me parecía que más posibilidades de llegar con música –se­lecta o no, pero principalmente selecta, que era importada del exterior– era por medio de los discos, de los casetes, que con la Sinfónica Nacional. Así que no había que matar una cosa para enriquecer otra.

Luego lo que han hecho, felizmente, en esta última época, durante el actual gobierno, es darle un aporte masivo, que era lo que necesitaba en ese momento.

Yo tuve una cotización de Inglaterra para el instrumental de la Orquesta Sinfónica, formada con músicos que tenían que ganarse la vida tocando en los cabarets con sus violincitos viejos y esos mismos violines eran los que servían para la Sinfónica y nunca llegó a tener más de veintisiete miembros, que fue el máximo en aquel tiempo.

De manera que no he de olvidar que un embajador inglés, muy inte­ligente y muy melómano, me pidió audiencia especial para pedirme que por Dios no hiciera más pre­senta­ciones públicas de esa sinfóni­ca porque era sumamente mala. Y la verdad que era sumamente ma­la.

En materia de música no hemos hecho nada, estamos haciendo. Convengo yo que, puede decirse, el año y medio último ha sido bas­tante fecundo y se está enderezando en esto del tipo de música, sinfónica principalmente, aunque no en el resto.

Muy poco se ha hecho en la música escolar, en la enseñanza de mú­sica para el pueblo. Hay unas bandas militares bastante buenas. Pero he de confesar, en música estamos muy mal, estamos realmen­te –todavía– muy mal y que creo que somos país que, desgraciadamen­te, no hemos producido ningún tipo de música.

Yo dis­cutía con el hombre que más ha sabido de estas co­sas, que es el maestro Segundo Luis Moreno, un hombre verdaderamente sabio, desgraciadamente ya murió, era muy anciano él. Yo le dije: «Pero maestro Moreno (él sostenía esa teoría, que el Ecuador no ha pro­ducido música), pero cómo no, el cachullapi». Me dijo: «Pero mi Doctor, usted se está dando de muy guagua, usted no conoció al viejito cachullapi», que era un hombrecito que tocaba en la es­quinas y de ahí tocaba estas cosas tristonas aprendidas de los huaynos, música de la cordillera y él las tocaba con su vio­lin­cito porque era medio ciego y entonces a esta música se la llamó la música de ca­chu­lla­pi. Pero el cachullapi no es un género musi­cal, como se ha querido decir, no tenemos un género musi­cal.

El pasillo nos viene en gran parte de Colombia y la ma­rinera nos viene principalmente del Pe­rú, de Chi­le, etc. Esta es la par­te en la que estamos un poco flo­jos, bas­tante flojos mismo.

Las demás manifestaciones de tipo científico tuvieron posibilida­des bastante importantes. Tenía en aquella época diecisiete revistas de la cultura ecuatoriana y, entre ellas, probablemente, las de mayor difusión y aceptación, generalizada en todo el exterior, eran las secciones científicas.

En realidad es la operación humana ‒la que siendo dirigida, or­de­nada y llevada por un camino tal o cual que lo ordenan la circunstancias ecológicas, el clima, etc.‒ la que constituye la cultura, que es muy diversa de la civilización. Un país siempre tiene cultura, puede no tener civi­li­za­ción.

La civilización ya es producto de la marcha del tiempo, de la mar­cha de la historia, en cambio la cultura es algo inherente a cada pueblo (…) De manera que la Casa de la Cultura nace de esto, tal vez nace en mí de eso, pero encontró una respuesta, una aco­gi­da gene­ralizada y hubo un momento en que en realidad todas las co­sas de la vida nacional se referían en una u otra forma a la Casa de la Cultura.

En la I Exposición de Artes Manuales Populares de la CCE, Quito, 1952. Constan, desde la izq.: José Ricardo Chiriboga, José María Velasco Ibarra, Benjamín Carrión y Leonardo Tejada.

H.H.: Papamín2, con respecto a eso: ¿Tuvo alguna colaboración con las uni­versidades? ¿Con centros de educación superior?

B.C.: Sí, una colaboración permanente, no una colaboración institucio­nal porque queríamos que la Casa de la Cultura sea, su particularidad es no ser docente, que no tenga clases propiamente dichas, pero la relación sí, nunca dejó de estar el rector de la universidad como miembro titular de la Casa. Los decanos de la Universidad Central y los de todas las universidades del país formaban parte de la Casa de la Cultura y la interrelación era sumamente estrecha. Sobre todo durante la permanencia, bastante larga, de tres períodos de cuatro años seguidos, del Dr. Alfredo Pérez Guerre­ro, el rector que tal vez más haya durado, solamente salió porque se murió, no fue pro­ducto de una mo­vilización de orden estudiantil, sino que en un momento dado fue acusado por la Junta Militar anterior de cosas verdaderamente infames y el hombre era un hombre muy sensible, tuvo un colapso cardíaco y mu­rió.

A la muerte le han correspondido poniéndole [su nombre] a la mejor avenida, la avenida Pérez Guerrero, que va directamente hacia la parte cen­tral de la Universidad.

Así que había una estrecha colaboración­ con los estudiantes. Lo mismo y en realidad uno de los signos curiosos de la popularidad que goza­ba en todos los am­bientes, para todas las cosas, era que por ejemplo la proliferación de galerías de arte se producía en momentos en que la Casa de la Cultura no inspiraba confianza. Volvía una época en que inspiraba confianza, las galerías se ce­rraban. Casi siempre.

Yo nunca tuve frente a mí, en las épocas en que yo fui presidente de la Casa, ni una sola gale­ría porque ahí se ­prestaba albergue como quiera que sea, arriba, abajo, en todos los sitios a todas las manifes­taciones de las artes plásticas, de la música…

H.H.: ¿Se intercambiaban locales? ¿Tanto de la Casa de la Cultura como de la Universidad?

B.C.: Exacto. Absolutamente, tan es así, como le decía, la prime­ra exposición de artes manuales populares fue en la Univer­sidad. Después que ya tuvi­mos el local que estábamos cons­truyen­do, lo utilizamos para la segun­da y la ter­cera que fue­ron las que se hicieron en mi tiempo.

En la obra editorial realmente tuvimos una falla sustancial que no se ha corregido todavía: es la de la difusión. Ese es un pro­blema muy difícil, creo yo haber tenido oportunidades, facilida­des para conocer de muy cerca, pero así casi íntimamente las fór­mulas edi­toria­les de países que han avanzado más en este plano como son México, Argentina, Chile, Venezuela, actualmente. Noso­tros no hemos podido.

Es algo bastante difícil, es ya un pla­no de comercialización; que, en realidad, quienes lo descubrieron, puede decirse, fueron este grupo fami­liar cata­lán de los Seix Barral, este grupo de Car­los Barral y su familia que crearon aquella editorial catalana que fue la que lanzó lo que han llama­do el Boom.

El Boom no es en realidad un producto, convienen en ello, de una excelencia extraordinaria.

Entonces le decía que en el aspecto editorial no hemos tenido capacidad de difusión porque esto es sumamente caro, es tre­menda­mente caro. Las editoriales de significación, muchas veces sin que la gente se dé cuenta, mantienen una especie de viajeros, de agen­tes viajeros que recorren todos los sitios y andan instalan­do, inclusive, sucursales en diferentes países. Por ejemplo, hoy el Fondo de ­Cultura Económica tiene tres lugares en donde edita libros; la misma cosa está ocurriendo con la Joaquín Mortiz; Chile estaba entrando muy seriamente; hoy, me parece quien va a entrar muy fuerte en el plano editorial es Venezuela.

Este aspecto de la difusión editorial no tuvo éxito. La publica­ción, la presenta­ción mejor del libro nacional y extranjero se realiza y se realizó en una forma que, comparativamente a la an­te­rior, tuvo un avance muy grande.

Los contactos con el país fueron permanentes. Primero –una cosa que saltando sobre la ley y estatutos–, yo me responsabilicé de crear los núcleos provinciales. Es decir, que en un momento dado (cosa que me quitó todas las posibilidades de carácter académi­co) la Casa de la Cultura tenía núcleos provin­ciales en todas las capitales de provincia, desde el Carchi hasta Loja.

Algunas de ellas, como la de Guayaquil y Cuenca, de suma impor­tan­cia y casi todas con edificios propios y varias de ellas con imprentas y con salas de cine –que no tenía ni siquiera la de Quito–, como tienen la de Guayaquil y Cuenca, que tienen salas de cine que las ayudaban con los ingresos que eran sumamente pe­que­ños.

Es decir que es­taba cumplién­dose el sueño de que la Casa de la Cultura sea lo que antes había sido la casa del cura, o la casa del obispo en las capitales provin­ciales, en las parroquias de estos países latinoamericanos. Ya no era la casa del cura, o del obispo ahí donde se hacía, se reali­zaba la obra de cultura, era en la Casa de la Cultura Ecuato­riana.

Esos núcleos continúan más o menos funcionando todos y como le digo muchos, casi todos ellos tienen sus edificios propios, algu­nos extraordinariamente bonitos, como el de Latacunga por ejem­plo, y otros muy buenos y caros, mayores a la central de Quito, como Guayaquil y Cuenca. De manera que allí conver­gía, se puede decir, toda la activi­dad y la curiosidad.

Las publicaciones del núcleo de Guayaquil y del núcleo de ­­­Cuenca son en cierto mo­mento hasta superiores a las que se rea­lizan en la Casa Matriz.

La otra cosa –que era un poco teoría del General Alfaro– era la atracción de cultura: es indiscutible que hasta se puede prescin­dir –era la teoría de Alfaro– de la atracción de capitales, pero no de la atracción de cultu­ra.

El mundo ha cami­nado ya muchísimos milenios, no solo siglos sino milenios, en los que ha fragua­do una cultura a la que nosotros no nos hemos acercado; hay que buscarla y la forma de buscarla tie­ne dos vertientes, dos caminos: o enviar o traer.

Entonces yo traté de practicar en lo posible ambas con la ex­cep­ción de Eins­tein y de Freud. Freud porque ya se había muerto an­tes y Einstein porque murió habiendo aceptado la invitación de la Casa.

Prácticamente vinie­ron todas las figuras fundamentales de la cul­tura occidental euro­pea y continental. No faltó nadie, casi na­die. Estuvo aquí Rivet, estuvo aquí Linus Pauling, estuvo Julian Huxley, Toynbee estuvo bas­tante tiempo. El doctor Rivet además hizo muchos estudios sobre cues­tiones arqueoló­gicas.

Y al mismo tiempo mandamos al exterior –por combinaciones, por arreglos, por aprovechamiento de becas– a casi todos.

En las ar­tes plásticas por ejemplo. Ahí me acusaron de eso: que yo le daba una preferencia muy marcada a las artes plásticas, tal vez haya razón, porque yo creo –este rato que estoy hablando–, creo yo que la vocación principal del pueblo del Ecuador es hacia las artes plásticas.

Honradamente creo que literariamente no somos una posibilidad muy grande, ni lo fuimos. Salvo en el ensayo, en el ensayo polémico con Espejo, con Montalvo. No fuimos una potencia de primer orden en la novela.

Pongamos el siglo actual, en el que ya yo he tenido participa­ción –por edad–, el Ecuador no ha producido un Pablo Neruda ni un César Vallejo, ni en la novela ha producido un Rómulo Gallegos o un Miguel Ángel Asturias, ni un Jorge Luis Borges o un García Márquez o un Juan Rulfo o…

En cambio, no creo que los demás países latinoame­ricanos hayan producido ni lo que produjo Quito en la época lla­mada Escuela Quiteña de pintura, ni lo que produce actualmente.

Actualmente tenemos una afloración pictórica fundamental. Estamos muy pobres, en cambio, en escultura.

En escultura tenemos muy escasos cultivadores. Será porque es menos móvil, menos comercial la escultura o no se la aprecia para la decoración. Porque, en definitiva, usted sabe que el incitati­vo económico está detrás de todas las cosas. Y si una cosa no garan­tiza la vida del productor, el productor tiene que abando­narla o si no se muere de hambre.

De manera que yo creo que en artes plásticas hemos enviado a to­dos, no sé de los posteriores a mi época. Pero hasta mi época fueron todos los pintores a los lugares a donde ellos intentaban ir. Generalmente, en proporción muy grande a Europa, a París, a México, etc.

De manera que la atracción de cultura la hicimos por los dos ca­minos trayendo gente y mandando gente.

Hicimos que ya sea posi­ble eliminar aquello que era el «arco». Un «arco» que nos avergonzaba a las gentes jóvenes de aquel tiem­po.

Visita del científico Julian Huxley, director de la Unesco, a la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1947. Constan, entre otros, desde la izq., José Enrique Guerrero, José María Vargas, Julian Huxley, Benjamín Carrión y el filósofo mexicano Samuel Ramos, que era parte de la comitiva del científico inglés.

Sa­bíamos que llegaba a Bogotá fulano de tal, la compañía tal o el recitalista tal, de piano o de violín y saltaba a Lima­ y si venía del sur, Santia­go, Buenos Aires, y llegaba a Lima y de Lima salta­ba a Bogotá­. Esto se lo ignoraba. ¿Por qué? Porque no pagaban. Porque no había quién los re­ciba a esta gran gente.

Yo me acuerdo que no había Casa de la Cultura ni nada y llegó –por­que al fin y al cabo era de por aquí cerca, digamos así, de los nuestros–, llegó Claudio Arrau que ya tenía una reputación de ser, si no el primero, uno de los dos o tres primeros que hay en esto en el mundo y le pusieron «El distinguido pianista chileno Claudio Arrau»­. Y la gente no fue porque creyeron que un distin­guido pianista chileno era como cualquiera de nuestro distingui­dos pianistas.

Pero la siguiente vez que vino Claudio Arrau, yo le puse «el pri­mer pianista del mundo», así de frente, sin estar con cosas, en­tonces se llenó, absolutamente se llenó, el Teatro Sucre.

En eso, por ejemplo, sola­mente no han venido los dos grandes rusos principalmente: Ricther y Gilels. Además, ellos salen muy poco, casi no salen, andan en dificultades con la política de su país y todo eso. Ellos no han venido y creo que no han ido a México mis­mo­, al menos en los largos tiempos que yo he estado no ha ido ninguno de los dos. Tuve la oportunidad de estar en Mos­cú, para comprar, allá, discos de ambos.

Pero los demás sí: Rubinstein, Skoda y todos los de­más.

De manera que era una de las cosas que ya nos libraba un poco de ese complejo de inferioridad, de que se nos trate como tierra desier­ta, como tierra de nadie: que se llegue a Bogotá y se pase a Lima y que se llegue a Lima y se pasen a Bogotá.

Yo llegué a traer a los dos grandes conjuntos rusos: el Mosa­yev y el Berioshka, que para ese tiempo –treinta años casi– se pagaba 200 sucres en el teatro Bolívar y la gente llenó, absolutamente, con los dos grandes conjuntos del teatro Bolshoi de Moscú.

Después ya se han a­costum­brado un poco, ahora veo que están pa­gando cantidades fabulosas por Julio Iglesias o cosas así. Pero yo sí traje todo lo mejor que tenía la música porque era otra de mis grandes pasiones.

Creo que eso es casi todo lo que tengo que decirle…

En una recepción ofrecida en los exteriores de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en septiembre de 1967. Constan sentados: Águeda Eguiguren, Benjamín Carrión y su hija, Pepé Carrión, entre otros.
NOTAS:
[1] La Casa de la Cultura Ecuatoriana se fundó en 1944. El decreto de fundación fue expedido por el presidente J.M. Velasco Ibarra el 9 de agosto de ese año, último día del ejercicio de sus poderes supremos, y refrendado por el ministro de Educación Pública, Alfredo Vera. Dice Benjamín Carrión respecto a las motivaciones de creación de la Casa: «La Casa de la Cultura Ecuatoriana es la ‘respuesta’ a la ‘incitación’ producida por la poda que el país sufrió en 1941-42. Respuesta positiva, ajena a toda clase de sentimientos vengativos. Respuesta alegre, optimista, como del árbol joven, seguro del poder de sus ramas y de la fecundidad maravillosa de la tierra en que se halla plantado».(En «Trece años de cultura nacional», en Re/Incidencias 3, revista del Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito, Municipio Metropolitano/CCBC, año III, diciembre de 2005).
[2] Apelativo utilizado por sus nietos y familiares más cercanos para referirse a la figura familiar y afectiva de Benjamín Carrión.
Fotografías: Archivo Fotográfico del Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito.

Henriette Hurtado Neira. Nació en Santiago de Chile en 1952. Estudió Arquitectura y Urbanismo en Santiago, en la Universidad de Chile. Como consecuencia del golpe militar de 1973, abandonó su país y vino a vivir a Quito, donde formó su familia y terminó sus estudios en la Universidad Central del Ecuador.

Cofundadora e integrante del Centro de Investigaciones CIUDAD desde 1977, donde trabajó por más de treinta años hasta 2011. Ha realizado trabajos de investigación y asesoría técnica, ejecutado y coordinado talleres, programas, proyectos, consultorías y ha integrado redes temáticas. Entre sus publicaciones constan artículos, algunos ensayos y un libro de memorias Recuerdos de Mamaniña (Quito, CCE/CIUDAD,1998).

La entrevista a Benjamín Carrión, realizada para un trabajo de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo en 1975, fue la primera conservada en forma textual por medio de una grabación magnetofónica. Fue parte de un ciclo de entrevistas e investigación con el fin de integrar conocimientos y experiencias personales en la vida de un lugar, un hito o una nación.