Ensayo/homenaje:
Eliécer Cárdenas Espinosa, literatura y amistad
Julio Pazos Barrera
I
EL DISCURSO de Eliécer Cárdenas Espinosa que pronunció con motivo de su ingreso a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, en 2016, es una obra singular. Habló en él de sí mismo sin la pedantería que suele ser el vicio de los intelectuales que presumen de erudición y acaban por no decir nada de sí mismos ni de los libros que han leído; no fue ese el caso de Eliécer Cárdenas. A partir del título Escribir es una vida, se refirió a sí mismo sin nombrarse, en una suerte de reminiscencia de episodios biográficos combinados con una poética o arte de escribir relatos. Entre los primeros, diseña la imagen de su madre como suscitadora vocacional, continúa con los incitadores del arte de escribir, las radionovelas, en las que el oyente debía colocar escenarios, figurarse los ropajes de los personajes; un importante suscitador vocacional fue el cinematógrafo. Enlaza estos episodios con las lecturas tempranas de libros de la editorial argentina Tor, baratos, no costaban más de 2 sucres. Eran novelas de aventuras. Títulos de Alejandro Dumas: El Conde de Montecristo, El collar de la reina, etc. Su afán de juvenil lector de novelas culminó con la lectura del clásico francés Los miserables.
Según Eliécer, su vocación de narrador se debió a las sagas familiares transmitidas por los dos lados, el paterno, festivo, mágico y picaresco; el otro, el materno, saga «seca, casi conventual, desarrollada a la manera de una tragedia griega». Se entiende que no fueron únicamente narraciones, sino participaciones en episodios reales.
Cumplidos los catorce años, definió su vocación de escritor. Inició una doble vida: la de muchacho común y corriente, un poco de juego y otro poco de bar, y la vida secreta de escritor. En este tiempo sus maestros fueron Blasco Ibáñez, Valle Inclán, Azorín, Galdós. En su accidentada trayectoria de estudios secundarios «se acercó a la izquierda estudiantil», a la par que descubría a Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias, Roa Bastos, Rómulo Gallegos, José de la Cuadra y Jorge Icaza.
A los dieciocho años de edad, se entusiasmó con la lectura de Albert Camus y Jean Paul Sartre. Empero, otra vertiente de interés era la política: dirigencia estudiantil que le llevó a la cárcel de Quito. Una vez libre retornó a Cuenca y después de deambular en colegios obtuvo el grado de bachiller. La definición de escritor se aclaró, dejó la actividad política y se entregó a la literatura. Eran los años del Boom: García Márquez, Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Juan Rulfo. Estas lecturas juveniles marcaron el rumbo del futuro narrador, lecturas que se sumaron a las aludidas en su primera juventud. Eliécer marchó a Quito e ingresó a la Universidad Central del Ecuador. Estudió y se licenció en Ciencias Sociales. Trabajó en la oficina de un pariente y el dinerillo del sueldo le sirvió para mantenerse.
Para entonces, Eliécer buscaba su propia expresión o como él afirma: «Había que encontrar filamento personal de aquel mar de Sargazos de la narrativa». Se encontró con lo que llaman los teóricos de la literatura, la poética. En el discurso citado declara la complejidad que significaba la manipulación del tiempo, noción que se alarga o contrae según las necesidades del narrador y del personaje. Dice Eliécer: «el cuento es una verdadera lucha contra el tiempo». Este combate lleva el nombre de arte de narrar y, en sentido muy amplio, poética. Eliécer hablaba de la historia y del argumento, nociones tomadas del formalismo ruso, pero sumaba un elemento desconocido en la teoría: «empatía», el autor o autora deben «enamorarse» del tema que tratan, «volverlo parte suya, considerarlo su centro vital, su preocupación primordial y predominante mientras dura el proceso de concepción de la obra y su ejecución». En otras palabras, el arte de escribir narraciones es una actitud que no solo se manifiesta en el texto acabado, sino también en la vida. El escritor es un ente destinado a la meditación y cuando merodea por allí, en la realidad, parece –como escribió Baudelaire en El Albatros– un pájaro perdido en la dureza de la tierra y en la desequilibrada sociedad, siempre inclinada a la molicie y al vicioso anhelo de acumular dinero para emplearlo en fatuos caprichos.
Eliécer comentó sobre los personajes novelescos, dijo de ellos: «En definitiva, el personaje no quiere ser un mero títere o un portavoz de las experiencias y obsesiones del autor. Exige su vida propia, y cuando no se la concede se convierte en criatura que se venga del escritor al conseguir que la obra sea mala. Los personajes son gente de cuidado». ¿Pudo ocurrirle al escritor lo dicho? No lo dijo.
Relata, Eliécer, que a la edad de veintiocho años encontró un personaje, a quien hizo vivir en la novela Polvo y Ceniza. El texto es un clásico de la literatura del Ecuador, las numerosas ediciones confirman lo manifestado. Vuelve a la poética e insiste en la calidad de una obra, asunto que significa no contentarse en la redacción del texto, pues se trata de un lento proceso de revisión; en las relecturas comienza el verdadero trabajo, es decir, en la eliminación de lugares comunes, de tratamientos facilongos, de convencionalismos. Esta revisión obliga al autor a cambiar el texto y en ocasiones a «descartar el texto entero». Este calvario debió sufrir cuando producía Polvo y Ceniza. Por cierto, el resultado fue un personaje vivo, que se movió más allá de las páginas.
Eliécer continuó, siempre ocultándose en la tercera persona, con estas palabras: «A veces el escritor siente envidia por aquel personaje, sin duda mejor que él y que le va a sobrevivir cuando el autor sea polvo y ceniza. ¿Por qué era mejor que él? Talvez porque ayudaba a los pobres. Tal es la función de Naún Briones, tomada del mito y de alguna influencia extranjera. En verdad, el pensamiento de Eliécer Cárdenas no fue inferior al del personaje; en sus ideas y sentimientos desfilan los exiliados, los trashumantes, los más pobres de la sociedad. Aunque, en el tiempo que vivimos, las bienaventuranzas sufren el acoso de la injusticia social, el ataque de la enfermedad alucinógena, la violenta acometida del becerro de oro. Supo el escritor cañarense que la escritura sobrevive al autor, no la que contamina con sofismas éticos, sino aquella que conjuga luz, paisaje, belleza, humanidad. En ese sentido, la mayor parte de los escritos de Eliécer superarán el cruel oficio del olvido.
Sobre la lectura, Eliécer, comentó las suyas, en el enorme arsenal literario encontró que los temas de los textos artísticos eran «el amor, la soledad, la muerte». El propósito era, por parte del escritor, el de añadir a esos temas alguna peculiaridad, alguna nota diferenciadora. Leer significa descubrir esas peculiaridades, pero, además, significaba agradecer a los autores que leyó: Julio Verne, Alejandro Dumas, William Faulkner, maestros, a su vez, de García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Cortázar y de tantos otros.
II
La poética de la obra de Eliécer Cárdenas contiene una declaración sobre la política. Dice: cuentos, relatos, novelas son políticos porque el ser humano es político y sus obras, en general, no pueden ignorar la política. La opción política es latente en el escritor y en su obra. Si llegara a cambiar su idea central sería un traidor. Eliécer Cárdenas fue candidato a asambleísta y perdió la elección. La literatura, en cambio, ganó un autor. Me parece que se debe diferenciar el pensamiento político de la práctica política, aunque los límites no están muy claros. Los escritores no lo ven claro, un caso es el de Vargas Llosa.
Otro componente que interviene en la poética es la mediación de hechos cotidianos: «objetos, olores, sabores, un paisaje, una persona, una conversación escuchada por casualidad, las sensaciones que evoca algún poema, el claroscuro de una habitación rememorada de la época en que éramos niños, todo aquello y muchísimo más entra en la trituradora de la creación». Todo se convierte en texto.
También como poética pueden considerarse las recomendaciones que expresó Eliécer en el discurso de la Academia, aquellas que fueron sus normas de conducta literaria: «desenvolverse con una especie de rito sacerdotal de la palabra»; «no escribir para el éxito por el éxito»; «no andar a la caza de las modas»; «el escritor debe entender que él no es importante y que ojalá sus libros, alguno de ellos cuando menos, tengan cierta importancia»; «el escritor debe, sobre todo, cuidarse de ser parecido a otro escritor […], no parecerse a nadie, ni a él mismo en anteriores obras». Duras, pero al mismo tiempo complejas normas. Para quien tanto escribió, estas normas resultan ser expresiones de sus experiencias.
La poética es una abstracción teórica de los componentes verbales involucrados en la composición literaria. La polisemia innata del texto artístico permite innumerables interpretaciones, algunas inmanentes y otras abiertas. Las primeras se concentran en las descripciones de los elementos y en las sugestiones que provocan los efectos estéticos; quizá puede considerarse inmanente la estilística avanzada cuyo modelo, en español, es la lectura crítica de Dámaso Alonso; de las segundas, una de ellas, la decodificación, que es el comentario que surge de los componentes narrativos vinculados con infinidad de historias, anécdotas, citas de obras de autores, definiciones y deslumbrantes revelaciones humanísticas.
De hecho, la poética es una parte de la vida de Eliécer y, al margen de ella, me queda preguntar cuántos personajes, cuántas técnicas narrativas, cuántos escenarios se fueron con Eliécer. No habrá respuestas, solo habrá un enorme acantilado de silencio delante del mar, delante del enigmático sobrecogimiento que produce la irreparable distancia.
III
La recopilación de reminiscencias de episodios vitales, apenas pergeñados en el discurso de la Academia, ocuparía algunos volúmenes. Llenarlos significaría interrogar a su familia, a su esposa Carmen Patiño Ullauri, a sus hermanos, a los funcionarios del diario El Tiempo, a los funcionarios de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Núcleo del Azuay, a los funcionarios de la Biblioteca Municipal, a los miembros de la Academia Ecuatoriana de la Lengua; significaría buscar y leer documentos jurídicos, revisar los pasajes aéreos, los artículos diversos, entre ellos, los de crítica literaria, ponencias y la crítica sobre la obra de Eliécer Cárdenas; significaría entrevistar a sus amigos y aunque se realizara todo este trabajo, mucho quedaría en las horas de dolor, placer, temor, tristeza, delirio que son la vida misma.
Me asombra y duele amalgamar estas palabras sobre la amistad que mantuve con Eliécer. Nuestras conversaciones siempre surgieron de la narrativa o de la poesía lírica. Recuerdo que en la casa de Alfonso Chávez Jara y María Eugenia Lima, en Riobamba, largamente se habló del ensayo Tientos y diferencias de Alejo Carpentier y de la novela La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. Del cubano se trajo al comentario el tema de los contextos hispanoamericanos raciales, económicos, ctónicos, políticos, burgueses, ideológicos, de distancia y proporción, de desajuste cronológico, culturales, culinarios y de iluminación que son el sustrato de la narrativa. En los cuentos, relatos y novelas de Eliécer, estos contextos son evidentes. De la novela La muerte de Artemio Cruz de Fuentes, se habló de la interpolación de tiempos históricos, tal como ocurre en Que te perdone el viento de Eliécer, novela en que se entrecruzan los tiempos de Eloy Alfaro y del arzobispo Federico González Suárez.
En cierta ocasión, en Baños de Agua Santa, fuimos a un lugar llamado El balcón del Pastaza, sitio ubicado al borde del abismo, atendido por amables personas que molían caña de azúcar. Eliécer miraba la agreste montaña y el trabajo de la molienda. ¿Eran, acaso, materiales para alguna narración? Eliécer se identificaba con este ambiente que no era urbano ni rural y que iba muy bien con su aire campechano, ajeno al aspaviento, nada vanidoso; en verdad, no le oí alardear de sus entronques familiares de importancia social.
Ya en la noche, después de conversar con los espectros de Juan Montalvo, Juan León Mera y Luis A. Martínez, contemplamos la quebrada que baja del volcán Tungurahua y absortos miramos la luz de millones de luciérnagas que inundaban el espacio abierto entre los declives rocosos de las laderas.
La amistad creció desde 1978 en que conocí a Eliécer. Carmen nos recibía en su casa con una exquisita torta de yuca. Eliécer sonreía y la visita se convertía en intercambio de ideas literarias. Recuerdo que me faltaban palabras para ponderar el maravilloso relato Las lagunas son los ojos de la tierra, texto que después de leerlo deja un incontrolable sentimiento de tristeza.
En muchas oportunidades alternamos en Quito, cuando él y yo éramos miembros del consejo directivo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Las sesiones eran mensuales. Terminada la sesión, íbamos a mi casa. Mi esposa Laura ponía en la mesa quesos, aceitunas, empanadas y tortillas de maíz. Concluida la conversación brindábamos el último vino y lo dejábamos en el hotel Tambo Real.
Cabe decir que los hechos cotidianos son vida que pasa sin darnos cuenta; no nos damos cuenta, pero en esos hechos hay una semilla de añoranza que matiza el recuerdo. Oigo reír a Eliécer; oigo sus modismos generosos; oigo sus preguntas. En alguna velada comenté que su novela Háblanos Bolívar era tan buena como Polvo y Ceniza. Él quiso que dijera mis razones, así lo hice: la creación de la atmósfera de una pequeña ciudad de provincia era formidable, pudo ser cualquier ciudad situada en el callejón interandino en los momentos de una modernidad marcada por los viajes a Estados Unidos y por la consabida necesidad de contar con pasado histórico, todo visto entre la tragedia y el humor. La sombra de Polvo y Ceniza, dijo un amigo, no dejaba ver con claridad los valores de los textos posteriores. Mi discutible capacidad crítica no pudo ser tan reducida cuando comenté que Las humanas certezas era un magnífico texto. El animismo de vieja raigambre andina se presenta en este texto que involucra la tensión moderna entre comuna y cooperativa. Cosas y animales dialogan y no se trata de un remanente del realismo social de los años treinta.
Por causa de mis trabajos relacionados con arte, en varias ocasiones he visitado Cuenca con alumnos universitarios, colegas jubilados de la Universidad Católica, alumnos de arte del Museo Jacinto Jijón y Caamaño, socios de la Corporación Cultural Grupo América. Entre tanta cosa que ver, el interés era conocer el refectorio del Carmen de la Asunción; conocer Pumapungo, desplazarse a Ingapirca, etc., pero yo dejaba un espacio para provocar una lectura de textos de mis queridos amigos Eliécer Cárdenas, Jorge Dávila Vázquez y Catalina Sojos. Fueron sesiones inolvidables.
En 1999 estuve en Jerusalén. En la basílica del Santo Sepulcro, delante del sitio en donde se plantó la cruz de Cristo. Mientras observaba el desfile de peregrinos que subían las gradas, algunos de rodillas, y miraba el gran mosaico bizantino que representa a Jesús en la cruz acompañado con Juan, Magdalena y la Virgen María, recordé las palabras de Eliécer, dichas poco después de su viaje a Jerusalén, en 1992. Dijo que observaba a los peregrinos de diversos países y que pensó en las generaciones de sus antepasados católicos que hubiesen deseado estar en ese lugar santo. Comentó que se turbó tanto que se deshizo en lágrimas. Entendí que me habló de su fe. Yo me encontraba en el mismo lugar, con el pensamiento de Eliécer que me hacía meditar en este privilegio y en las generaciones de mis antepasados. Brillaba el mosaico por el resplandor de las lámparas en las teselas de cristal y las lágrimas que ofrendaban los creyentes.
Cuando Raúl Vallejo pronunció su discurso con motivo del nombramiento de miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, en mi discurso de recepción me referí a una de las cinco novelas que Vallejo escogió para estudiar. Era El Pinar de Segismundo de Eliécer Cárdenas. Fuera de las disquisiciones teóricas opiné que esta novela entrelazaba ironía y humor. Desfilan en ella los personajes más circunspectos de la intelectualidad del Ecuador, de los años cincuenta; en ella aparecen artistas nacionales y extranjeros. Se trata, quizá, de un texto postmoderno. Hablé con Eliécer sobre este tema, fue la última ocasión en que oí su voz.
Viajaron los académicos de la Lengua a un congreso en Sevilla; Eliécer integró el grupo. En esa oportunidad leyó su ponencia intitulada «Léxico del sombrero de paja toquilla», publicada luego en Academia Ecuatoriana de la Lengua. Memorias, número 79, Tomo II, 2020. No comento el texto, pero aludo a las palabras del académico Diego Araujo Sánchez, que intensificó su amistad con Eliécer, en las caminatas por las calles sevillanas. Diego encontró en él saberes y sencillez, virtud, esta última, escasa en otros escritores.
IV
Sentenció Efraín Jara que antes de escribir de penas se las debe dejar reposar en el alma durante un tiempo; posteriormente, puede hacerse con ellas un templo lírico. Sin duda, Efraín tenía razón, pero en mi caso, más dominado por la emoción, volveré a la pena y a su humedad de lágrimas. Escribo estas líneas con tinta sepia
En su memoria
entrego palabras coloridas con ámbar de /distancia
ofrezco un ramo de sonidos,
ecos de perdidas alegrías;
pronuncio delgadas frases,
similares al rocío de corta duración
en las hojas de ancianos olivos.
En memoria de Eliécer Cárdenas
envío estas palabras al infinito.
Retornaré con su sombra
a la neblina azul,
madre de largos y secretos ríos;
insistiré en los libros más durables que los /hombres;
volveré a la ofrenda del pan fresco
con madores que lloran remotos trigales;
escucharé el diálogo familiar,
atrapado en el silencio de las ventanas,
y renacido con azahares de limón;
iré con su sombra cosechando, si es posible,
el rumor de campanarios y cascadas.
Entre tanto, regresaré
con su guía a la palma de los cuatro ríos,
a las piedras
de Ingapirca y Pumapungo.
Por allí y de pronto,
a la hora del intento de luz,
seguiré sus huellas
hacia el silencio sagrado
del infinito.
Inicio: Detalle Retrato de Eliécer Cárdenas. Marco Martínez.
I: Foto Internet
III: Acuarela, Pedro León. Archivo CCBC
IV: Retrato de Eliécer Cárdenas. Marco Martínez, 2021.
Julio Pazos Barrera (Baños de Agua Santa, 1944). Poeta y catedrático ecuatoriano. Doctor en Literatura. Fue profesor de la Universidad Católica del Ecuador y profesor invitado de la Universidad de Nuevo México en Albuquerque.
En 1971 ganó el primer premio otorgado por la Fundación Conrado Blanco de Madrid en honor de las capitales hispanoamericanas, con el poema Quito Quinde. Ha publicado 19 poemarios, entre los que constan: La ciudad de las visiones (1979, Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit), Levantamiento del país con textos libres (Premio Casa de las Américas, Cuba, 1982) y Mujeres, que recibió el Premio de Poesía Jorge Carrera Andrade, del Municipio de Quito, en 1986.
En 2010, obtuvo el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo. Es autor, además, de Versos y dichos de la provincia de Tungurahua; Arte de la memoria; El sabor de la memoria. Historia de la cocina quiteña y Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador. Es miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.
Agradecemos la gentileza del artista ecuatoriano Marco Martínez (Cañar, 1953) al proporcionarnos imágenes del retrato que realizó de Eliécer Cárdenas Espinosa, «Gran escritor de América», en meses pasados, y que acompaña este homenaje.