Ensayo/reflexión: 

Intimidad de Quito

Rosa Arciniega

 

QUITO –es necesario volver a repetirlo– es una ciudad recogida, íntima, espiritual, introvertida como el alma de un poeta. Acaso –en gran parte– por influencias de su cielo, de su clima y de esas repentinas y frecuentes lluvias que fuerzan al ciudadano a hacer una vida nocturna de hogar.

Porque, en Quito –explicación natural de sus permanentes paisajes verdes– la lluvia no puede considerarse como fenómeno, sino como un espectáculo casi diario que formara parte de la vida misma de la ciudad. Sus mañanas son de una belleza incomparable. Un sol suave e ingenuo –sol que acaricia y que parece recién salido de un baño en aguas claras– pone notas primaverales en el aire, en las colinas circundantes, en las calles, en los espíritus. Pero allá, pasado el mediodía, un cortinaje de nubes encapota de pronto la gasa azul del firmamento serrano; el día queda a media luz y, casi sin transición alguna, comienza a caer la lluvia…

Vuelven otra vez a desgarrarse las nubes. Asoma el sol. Rebrillan los campos y los parques bajo el frescor de su reciente ducha. Vuelve a llover otra vez…

Y acaso ese glú-glú de la lluvia que envuelve nocturnamente a la ciudad durante tantos días del año es lo que crea esa atmósfera de intimidad en que aparece envuelta Quito. Porque así como el individuo, cuando encuentra resistencias exteriores acaba por encontrarse en sí mismo formándose en mundo cerrado y bello, así también las ciudades se clausuran en sí mismas cuando las condiciones climatológicas las interceptan el camino en una bulliciosa externidad.

Y las tardes de Quito –pero especialmente las noches de Quito– invitan al recogimiento, a la vida del hogar, a ese íntimo calor de los locales cerrados que fructifica en esencias espirituales. Las calles permanecen entonces solitarias; pero, a través de los ojos luminosos de las ventanas, se adivina una intensa vida interior en muchas casas quiteñas. Es la hora amable de las tertulias familiares, de la lectura apasionada, de las hondas producciones literarias. La hora acaso en que esa brillante falange de poetas y escritores, que destacan su originalidad y su pujanza por todo el continente desde Quito, se entrega a una labor sosegada de creación o de engarce del poema que aparecerá mañana. La hora, por lo menos, en la que entre el gotear de la lluvia desciende hasta tantos espíritus la luminosidad de la Idea, la sombra del sentimiento, el fulgor de una palabra.

Más que en ninguna otra ciudad del Continente, la intimidad de Quito se manifiesta por la interna distribución de las viviendas. En tanto que en las poblaciones de vida extravertida y bulliciosa la casa no es más que un pretexto, un obligado punto de reunión familiar para comer y dormir, carente, por consiguiente, de superfluidades, de adornos y de todas esas cosas que hacen amable la entrada en ellas, en Quito, por el contrario, la vivienda lo es todo: punto de reunión con los amigos, rincón donde se han de desgranar muchas horas, refugio para las tardes lluviosas, taller, fábrica, «estudio», aula…

Y, por eso, al entrar en cualquiera casa quiteña de pobre aspecto exterior quizá se encontrarán  con un saloncito primorosamente  cuidado y dispuesto siempre a recibirlos. Gruesas alfombras acarician los pies y una mullida butaca los acoge mansamente. Repisas con artísticos adornos ponen una nota de alegría en el ambiente. Penden de la pared retratos de antepasados que vienen a simbolizar el culto por los penates familiares. Espesas cortinas borran, si es de noche, la presencia de las ventanas. Y una luz artificial, tamizada por pantallas de colores, se desliza por la estancia.

Y en este ambiente de quietud, las conversaciones se hacen sosegadas, mansas, tranquilas, confiadas. No hay afuera chillones anuncios ni estrependos de sucesos que desvíen nuestra atención. No ruge en la calle ese torbellino monstruoso de los hondos dramatismos políticos que extravierte toda intimidad en las ciudades europeas, por ejemplo. Y si al salir de ese saloncito amigo, se siente la tentación de lanzarse a recorrer las calles quiteñas bajo las sombras nocturnas, las encontrarán también sumidas, en un silencio propicio, envueltas en uno como halo poético de indescifrable sabor.

Quizá si el visitante que llega por primera vez desde otras latitudes a Quito encuentra este silencio nocturnal de la ciudad, extraño y triste. Quizá si las dos primeras noches se siente un poco acongojado en su cuartito de hotel… Pero esto no es más que hasta que haya empezado a percibir vagamente la íntima espiritualidad quiteña; hasta que llegue a regustar el recóndito sabor de Quito, ese sabor recóndito y esa íntima espiritualidad de Quito…

Pero, aunque apartado materialmente de los terribles choques dramáticos que estremecen en la actualidad a otras ciudades, Quito no deja de vivir por eso la agitada hora actual en la zona del pensamiento. Por el contrario: en punto a posiciones de extrema avanzada mental, pocas ciudades americanas podrán disputar la capital de la República ecuatoriana un anticipo de fechas o de lugares. Tanto ideológicamente como artísticamente, la intelectualidad quiteña vive al día, sabe de los magnos problemas político-sociales de la hora, registra en su termómetro las oscilaciones todas de la intensa fiebre mundial.  Y produce y crea de acuerdo con estas angustias de la hora presente. Acumulando, día a día, una obra valiosísima que las editoriales de Chile y la República Argentina se encargan de difundir por todo el Continente.

Porque Quito podrá ser una ciudad quieta y mansa, pero, en modo alguno es una «ciudad conventual», una de esas ciudades que viven replegadas en el pasado y sin sensibilidad manifiesta por el presente y el porvenir. No; la quietud y el sosiego íntimos de esta urbe andina son sosiegos e inquietudes «activos», como, en otras épocas, los de un Weimar, los de una Salamanca, los de una Florencia, los de cualquiera de esas ciudades que, caracterizándose por su ausencia de aventuras externas, vivían en cambio una profunda agitación interior, incursionando por los campos –fructíferos– del Pensamiento y el Arte.

Testimonio del homenaje a Rosa Arciniega ofrecido por un grupo de intelectuales, encabezados por Benjamín Carrión, en su residencia de La Granja, cerca de Quito, en 1937. Acompañan a la escritora, entre otros, B. Carrión, Humberto Mata Martínez, Humberto Salvador, Clemente Vallejo, Manuel Agustín Aguirre y Miguel Ángel Zambrano.

Rosa Arciniega, la novelista, biógrafa e historiadora peruana visitó Quito en 1937. En la ciudad mantuvo varias reuniones con escritores, artistas y la intelectualidad quiteña. Producto de esta visita escribió el presente texto y el ensayo «Quito artístico y monumental», un homenaje a la arquitectura y arte quiteños. «Intimidad de Quito» finalmente se publicó en 1938, en el libro Guía espiritual de Quito, una compilación de Eliécer Enríquez.