Ensayo/crónica:
Jugando a sobrevivir
Margarita Borja
Quisiera mirar atrás y poder decirme ya pasó. Sabiamente, reflexionar sobre lo ocurrido y alegrarme, junto a la humanidad, de que una vez más hayamos sobrevivido. Pero cumplimos ya siete meses de pandemia y al horror inicial le ha seguido un terror diluido en incertidumbre y resignación.
Me pierdo entre las calles de mi barrio y me encuentro ante una ventana a la que he regresado varias veces desde que escuché la historia de ese apartamento cuyo único residente se suicidó hacía tiempo: las cortinas amarillentas de encaje barato, esa planta abandonada y aislada del mundo tras esa ventana que se ha convertido en vitrina de su tragedia. Algunos pasantes hemos asistido, día a día, al espectáculo de su muerte lenta. La mayoría no se ha percatado de nada.
Pienso en todas esas plantas víctimas, cómplices y compañeras de nuestras soledades urbanas. Cada una en su propia maceta, dependientes de una mano que las riegue, atados los pies a un mínimo espacio de tierra cercado por murallas, sobreviven a la merced de una caricia que desempolve sus hojas: condenadas a la penumbra de los seres que no saben, o no pueden, bailar bajo la lluvia.
En La vida secreta de los árboles, Peter Wohlleben explora la asombrosa vida del reino vegetal que, así como los seres humanos, prospera gracias a la comunicación, compañía e interacción con sus pares y dispares. Desde que leí este libro me entristece el aislamiento de las plantas «de interior»: sus hojas empolvadas, sus raíces atrofiadas, su dependencia absoluta de sus «dueños».
Mi madre solía conversar con sus plantas, les hablaba con una ternura reservada para ellas, los perros y los gatos. Viví décadas recelándolas, envidiándoles ese amor. Hasta que llegó el 2020 y un solo golpe pandémico nos arrancó la alfombra bajo los pies. De espaldas sobre el suelo, sin aliento y con la mirada nublada intentando descifrar las grietas en el cielo raso, se nos reveló lo obvio: es hora de vivir de otras formas. Fue en la primavera de 2020 cuando sembré mi primera planta: un árbol de papaya al que cuido con la devoción supersticiosa de una migrante latina en Alemania y de una jardinera recién iniciada en los misterios del mundo vegetal.
Siete meses de pandemia nos han llevado a rediseñar los mapas de nuestras vidas. Nos hemos lanzado a conquistar nuevas profesiones, oficios y pasatiempos que nos ayuden a sobrevivir. Con el paso de los meses se han ido transformando las cosas a nuestro alrededor y también nuestra forma de mirarlas. Yo he vivido este extraño viaje desde la escritura, jugando a observar el mundo desde distintos ángulos y con diversos lentes. Así nacieron los fragmentos que hallarán a continuación, los cuales fueron escritos como parte de este juego, el de esas niñas que se disfrazan de doctoras, hechiceras y madres para explorar el mundo desde las posibilidades ilimitadas de la imaginación.
Intérprete de sueños y matemática
Noche tras noche he soñado con esta pandemia: masas de gente enferma andando por la calle, hombres con sombreros, mujeres con vestidos, como salidos de algún siniestro cuadro de Ernst Ludwig Kirchner. Veo de cerca sus rostros contraídos en un rictus que se aprieta con cada espasmo de tos. La calle estrecha y repleta: imposible evitar el contagio. Quiero correr, quiero escapar, pero estoy atrapada entre la multitud. Me despierto casi sofocada, como si se hubieran acabado los respiradores y una enfermera se hubiera visto obligada a dejarme morir.
Soy la causante de mis propias pesadillas porque paso los días informándome obsesivamente sobre las cifras de infectados y muertos de Covid-19 alrededor del mundo. Justo antes de acostarme, repaso una última vez las cifras. En la oscuridad, los números resuenan en mi cabeza. El 24 de marzo en Ecuador hay 1.049 contagiados y 27 muertos: un contagiado más que en Sajonia, el Estado Federal donde vivo, donde ese mismo día contábamos 1.048 contagiados y 7 muertos (¿será cruel decir «solo 7 muertos»?). En toda Alemania hay 36.000 infectados, en España 47.000, en Italia 64.000, pero en Alemania han muerto «solo» 186 personas (¡186!) mientras que en España ya sobrepasaron los 3.400 y en Italia los 6.000 fallecidos. Hay una diferencia desproporcionada en la tasa de mortalidad, me digo, y en el sopor de un primitivo alivio egoísta, al son de la cálida respiración de mis hijas, finalmente me quedo dormida. Y sueño pesadillas.
Madre y economista
Paso el día en casa con mis hijas: la bebé alimenta a su conejo de peluche con frutas de madera, la mayor estudia en Google Classrooms. Me comunico con familiares y amigos dispersos por el mundo, todos con sus vidas en pausa, con sus planes derrotados, atorados en la misma situación de incertidumbre y temor. Pero la situación no es la misma, solamente el mismo virus. Así como varía desproporcionadamente la mortalidad por Covid-19 entre Italia o España y Alemania, así también difieren las circunstancias en que la gente está viviendo esta crisis. Alemania acaba de aprobar un paquete de 750.000 millones de euros para salir al rescate de pequeñas y grandes empresas, trabajadores independientes, familias y desempleados. Hasta septiembre está prohibido desalojar a inquilinos que no puedan pagar el arriendo. También habrá 3.500 millones para el sistema de salud y 55.000 millones disponibles para prevención y lucha contra pandemias. Escucho que en Ecuador será la gente la que estará obligada a dar dinero al Estado: bono solidario le llaman. Mierda.
Comediante e historiadora
Ya de qué tenemos miedo si estamos todos enfermos, contagiadísimos. Por las orejas, los ojos y la boca nos entra y sale el virus a todas horas: corona de desayuno, de almuerzo: corona, cenando frente a la pantalla, hasta la pizza nos sabe a virus o a desinfectante. Si el coronavirus fuera una infección ocular, lingüística o auricular ya estaríamos todos agonizando, con pus hasta el cerebro. Causa de muerte: proliferación descontrolada de noticias tituladas «corona».
Cada uno vive el miedo a su manera. En el supermercado me encontré con un señor llevando en su coche una Torre de Pisa construida con decenas de paquetes de papel higiénico a punto de desplomarse. Me lo imaginé ya en casa, sentado en un sofá recuperándose de la agotadora compulsión de las compras mañaneras, rodeado de la escenografía de su nueva vida, protagonizando esa obra de teatro llamada Pandemia que ha secuestrado nuestras vidas, acompañado de todo ese papel higiénico que de alguna manera lo hace sentirse seguro. «Herr Rotter-Waterkortte, el coronavirus no causa tanta diarrea», le advertiría yo desde los graderíos.
Al menos no tanta diarrea como la bacteria del cólera que cundía en el Ecuador de mi infancia. Todavía recuerdo las campañas musicales que nos incitaban a lavarnos las manos y no tomar agua puerca. Y recuerdo a mi papá cuya vida giraba en torno a una obsesión: inculcarnos la costumbre de lavarnos las manos. Al llegar a casa de la guardería: a lavarse las manos, antes de comer: a lavarse las manos, luego de hacer pis: a lavarse las manos, al bajarse del bus: a lavarse tres veces las manos. Un verdadero guardián de la higiene, mi papá: ¿te lavaste las manos, mija?, sí, papi, ¿con jabón?, sí, papi, ¿te remangaste, te frotaste bien, hiciste bastante espuma? sí, papi… a ver, ven que te huelo.
Etimóloga
Es hora de hacer justicia histórica con la mal llamada «gripe española», pandemia global que desde 1918 aprovechó el horrendo caos hacia el final de la Primera Guerra Mundial para matar a más de 50 millones de personas. La prensa española fue la única que en ese momento, por ser su país neutral, tenía la libertad para informar sobre infectados y fallecidos, mientras que los medios de otros países estaban controlados y censurados desde el gobierno para evitar cualquier información que pudiera bajar aún más la moral o generar pánico. A España se la castigó por su honestidad llamando al virus como si allí hubiera surgido, aunque probablemente vino de Kansas, EEUU.
Militante socialdemócrata
El nuevo rey de este mundo no necesita corona, le basta su nombre. Destructor de vidas y economías por igual, nadie le advirtió que vendría a un mundo precario, donde entre el trabajador y el consumidor solo existe un agujero negro. A millones de costureras en Bangladés las despidieron de la noche a la mañana, condenándolas a ellas y a sus familias al hambre, porque en Europa y Estados Unidos nadie compra hoy los vestidos que ellas producen por una centésima parte de su precio final. El agujero negro se lava las manos, absorbe imparable, insaciable, todo lo que acumula.
El nuevo rey se encontró con un mundo desprevenido, que vive del día a día. Acostumbrado a extenuar el vientre de la tierra en busca de su sangre negra para quemarla y dispersar en el aire que respira las toxinas de sus excesos, se quedó preñado de barriles sin fondo, con los churos hechos pero sin fiesta.
El nuevo rey del globo descubrió que no puede herir a todos por igual: unos sufren desde sus torres y otros ni casa tienen. La muerte y la pobreza que siembra no la cosecharán todos sino los de siempre. Se acabó el mito de la Danza macabra.
Filósofa sin escuela
Quizá evolucionaremos para adaptarnos a la vida actual, a la distancia, al temor del contacto humano. Adictos pandémicos, pre y pospandémicos al internet, quizá naceremos con ojos más poderosos, capaces de reconocer caras y letras en formatos mínimos, con deditos que controlan interfaces incluso antes de agarrar la cuchara. ¿Se atrofiarán el olfato, el tacto, el gusto?
Ya nos presentaron a un bebé a través de una pantalla y no pudimos sentirlo entre nuestros brazos: el peso mínimo de su cuerpo y enorme de su presencia, su olor dulce, el hilo de aire que entra y sale de su naricita elevándole el pecho, esa respiración serena y constante con que se manifiesta la vida. Aprendimos a conformarnos con voces que arrastran interminables trenes de palabras cuando lo único que anhelamos es esa caricia posándose como mariposa sobre la piel. Ya vimos demasiadas imágenes de amigos y familiares, sus gatos, sus barbas encanecidas de repente. Nuestros ojos cansados, obligados día y noche a mirar, a unir fragmentos inconexos, a descifrar palabras desmembradas. Abruma el ruido visual que nos rodea. El mundo se transforma cuando apagamos las pantallas: renace en silencio. Prefiero añorar a mi gente en la memoria, apagar los aparatos y abrir la ventana: escuchar los pájaros celestes ocultándose entre la hiedra, beberme el rocío de la madrugada temblando ante la mirada de los primeros rayos, respirar el olor de tierra mojada y ciudad adormecida, sentir en mis manos el calor del café, la tersura de la porcelana rosa, descansar mis ojos en ese paisaje que me abraza, entregarme a las pocas voces que llegan a mis oídos como pan fresco: estar presente en un momento y un lugar, como si existiera.
Migrante
Cuando empiecen a reabrir los aeropuertos, me pregunto quién se arriesgará a volar. Y quién, por Dios quién, tendrá todavía dinero para viajar. Pero para los migrantes, que viajamos menos por gusto que por necesidad, impulsados por la añoranza, por regresar a los paisajes de la infancia, a los olores y sabores imposibles de recrear lejos del vientre que nos vio nacer, para los migrantes que somos tantos y aun así tan pocos (tan solos entre tanta gente que entró a nuestra historia tarde y por la puerta trasera, como nosotros a la suya, siempre medio intrusos e invisibles); para los migrantes, ¿qué significa este mundo en modo de pandemia, qué significa la incertidumbre: podremos volver, cuándo?
Los migrantes vivimos planificando, taladrando huecos en nuestras agendas para insertar en ellos, aunque sea a la fuerza y a costa de excesivos sacrificios, nuestra próxima visita. Nos alimentamos de la ilusión de volver para abrazar a todos, para llenarles de regalos con etiquetas en idiomas desconocidos mientras hermanas, tías, abuelas y amigos nos llenan la panza de locro y ceviche, y el corazón de memorias, viejas y nuevas. Tengo esa ilusión atorada en la garganta.
Hechicera
Por los niños maltratados, por las niñas que sufren a manos de quienes deberían protegerlas, para que nunca pierdan la ilusión y hallen un tierno refugio que sane sus heridas. Por los migrantes y refugiados a quienes esta pandemia agarró sin hogar, despojados, doblemente vulnerables ante la enfermedad y la pobreza, para que encuentren una mano generosa, un camino sin tantas piedras. Por los que han perdido su empleo o gastan lo poco que ganan en el café y la electricidad que consumen mientras trabajan, para que unidos construyamos una economía que funcione para todos.
Por los que esperaron en vano a la ambulancia, víctimas de un sistema de salud deficiente y colapsado, por los muertos sin nombre, para que sus almas vuelen libres de dolor y angustia, para que la paz y el perdón iluminen también a sus familias que aún lloran su pérdida. Por el personal médico y hospitalario que día y noche atiende a enfermos exponiéndose al contagio, para que la vida les devuelva multiplicado su sacrificio, para que al aplauso siga un salario justo y condiciones de trabajo seguras. Por los honestos, por quienes no viven de lo que suman restando a los otros. Por los que generan conocimiento, por los emprendedores cuyos proyectos crean un mundo más sano y equitativo, por los que venden frutas y libros, por quienes trabajan de sol a sol para alimentar nuestros cuerpos y almas, para que apoyemos hoy y siempre el negocio del vecino en lugar de llenar los bolsillos sin fondo de multinacionales sin conciencia.
Por las maestras de escuela que trabajan desde casa mientras sus hijos derriten chocolate en la tostadora, por quienes están descubriendo el infierno paradisíaco del teletrabajo en combo familiar, para que hallen media hora diaria de paz, aunque sea encerrados en el baño con una tarrina de helado y una novela. Por quienes en lugar de sufrir por los enfermos, los muertos, los aislados, los empobrecidos de esta pandemia, sufren porque no pueden ir y venir a su gusto, para que reconozcan que la verdadera libertad respeta por sobre todo la vida y la dignidad humana, para que comprendan que estamos todos en una misma arca y sobreviviremos remando en equipo. Por los que dicen «chinos de mierda», para que nunca los juzguen a ellos por los errores de sus gobernantes, para que no los condenen por crímenes ajenos, para que los traten como seres humanos y no se convierta en maldición su pasaporte. Por los que difunden «grandes revelaciones», para que aprendan a discernir entre información y manipulación, para que entiendan que el conocimiento es un proceso largo y trabajoso: la verdad no desciende hacia nosotros vía YouTube en forma de video de dos minutos con efectos especiales de película barata de ciencia ficción. Por todos nosotros, abrumados por la incertidumbre y el sufrimiento propio y ajeno, para que transformemos la desesperación en esperanza, la carencia en caridad1.
1. «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.2 Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia; y si tuviese toda la fe, de tal manera que traspasase los montes, y no tengo caridad, nada soy.3 Y si repartiese toda mi hacienda para dar de comer a pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, de nada me sirve.4 La caridad es sufrida, es benigna; la caridad no tiene envidia, la caridad no hace sinrazón, no se ensancha;5 No es injuriosa, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal;6 No se huelga de la injusticia, mas se huelga de la verdad;7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. […]12 Ahora vemos por espejo, en obscuridad; mas entonces veremos cara a cara: ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.13 Y ahora permanecen la fe, la esperanza, y la caridad, estas tres: empero la mayor de ellas es la caridad.» (1 Corintios 13, La Biblia, Edición Reina-Valera Antigua). En las versiones más modernas se reemplaza la palabra «caridad» por «amor». Por ello y por el uso cotidiano que damos al término, muchos hemos olvidado la complejidad de esta virtud presente en distintas formas también fuera del cristianismo.
Margarita Borja (Quito, 1983) es autora, traductora y profesora de lenguas. Desde 2007 vive en Leipzig, Alemania, donde nacieron sus hijas, Isabella y Alma, y su libro Una latina en Alemania: historias de dos mundos (2015) que recoge sus columnas de opinión internacional para diario El Universo, donde escribe desde 2012. Es licenciada en Comunicación y Literatura por la Universidad Católica del Ecuador y máster en Literatura General y Comparada por la Universidad de Leipzig.
Como ensayista, ha publicado numerosos textos en libros y revistas. Actualmente trabaja en la escritura del libro Siempre conservamos solo lo perdido que narra la vida de la actriz rusa María Orska.