Ensayo/reflexión:
La fugacidad tiene alas
Julio Pazos
EL AUTOBÚS avanzaba y al borde de la carretera se veían cañadulzales y sembríos de malanga. Conocía los colores de esas plantas, porque los sembríos de mi lugar natal fueron de caña de azúcar y papa china, nombre este último, de la malanga. Los colores eran verdemar y verde oscuro. El destino era la provincia de Pinar del Río, a un hotel situado en Viñales.
Pudieron la voz y el ritmo de Omara Portuondo constituir el sentimiento caribeño que mucho antes voló en pueblos y ciudades andinos y que se completó con versiones cinematográficas, pero además un aire de camaradería fue eliminando el inicial recelo que invade a las personas que no se conocen o que se ven por primera vez.
Roberto Fernández Retamar fue el anfitrión. Me puse a sus órdenes. Conocí a Fernández Retamar en Cuenca, en un congreso de Literatura, pero él apenas me recordaba, en todo caso, preguntó, con ese acento habanero característico, sobre Humberto Vinueza, «excelente poeta», dijo. Se encuentra muy bien, respondí. En Cuenca, en una tarde que se prolongó hasta la media noche, un grupo de autores intervinimos en un recital y también Fernández Retamar, que leyó al último, pues era la estrella. Se notaba su cansancio.
Para entonces, yo había leído algunos libros del autor cubano y tenía, en mi mente, sobre todo, el ensayo «Antipoesía y poesía conversacional en Hispanoamérica», publicado en Para el perfil definitivo del hombre1, de 1981. A raíz de esta lectura escribí un ensayo crítico sobre el poema de Fernández Retamar intitulado «Y Fernández». Mi ensayo partió de unas ideas del poeta cubano sobre la poesía hispanoamericana, muy claras y convincentes. Fernández Retamar sostenía que en esos años dos tendencias líricas se encontraban en el ámbito literario, una era la antipoesía, liderada por el poeta chileno Nicanor Parra, y la otra, la poesía conversacional, cuyo autor emblemático era el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Fernández Retamar advertía que las dos tendencias irían «abriéndose paso a una poesía nueva que se nutre de ellas», que recoge «el lirismo objetivo» de la poesía conversacional y «lo menos retórico» de la antipoesía. Esta nueva poesía, decía Fernández Retamar, respondería al nombre de «nuevo realismo».
Quise, en mi ensayo, verificar la aseveración del poeta cubano, en un texto que vendría a ser una muestra del «nuevo realismo». Adopté la perspectiva crítica que en la década de 1990 tenía todavía cierta vigencia, el método analizaba la estructura del texto2. Para examinar la métrica me remití a Francisco López Estrada3, cuyo metalenguaje incluía los términos: «líneas poéticas cerradas» y «líneas poéticas fluyentes». El poema de Fernández Retamar contenía 51 líneas poéticas cerradas y 43 líneas fluyentes. En efecto, el ritmo predominante del poema es el de la entonación que simula una confidencia o, en ciertos momentos, un monólogo interior. En cuanto al significado, los datos realistas evocan la biografía y la muerte del padre. Es evidente el nuevo realismo. He aquí el fragmento que evoca a la madre, comprendido entre las líneas 45 y 56: «De la casa de huéspedes ya no existía, aquella trigueñita/ A la que asustaba caminando por el alero cuando el ciclón del 26;/ La muchacha con la que pasó la luna de miel en un hotelito de Belascoaín,/ Y ella tembló y lo besó y le dio hijos/ Sin perder el pudor del primer día;/ Con la que se les murió el mayor de ellos, ‘el Niño’ para siempre,/ Cuando la huelga de médicos del 34; La que estudió con él las oposiciones, y cuyo cabello negrísimo se cubrió de canas,/ Pero no el corazón, que se encendía contra las injusticias,/ Contra Machado, contra Batista; la que saludó la revolución/ Con ojos encendidos y puros y bajó a la tierra/ Envuelta en la bandera cubana de su escuelita del Cerro, la escuelita pública de hembras».
No lejos de la carretera aparecieron los mogotes, esas curiosas formaciones geológicas con terrazas verdes y paredes de tonos marrones que evocaban un paisaje surrealista. En las paredes del salón principal del hotel se veían grandes fotografías de Haydeé Santamaría, Benjamín Carrión y Miguel Ángel Asturias. Ellos se reunieron en este hotel para discernir el premio Casa de las Américas, en la primera convocatoria. Ganó, en el género lírico, el poeta Jorge Enrique Adoum con su poemario Dios trajo la sombra, que era el tercero de la serie Cuadernos de la Tierra5.
Jurados Premio Casa de las Américas, 1960: Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Miguel Otero Silva, Benjamín Carrión, Roger Caillois y Miguel Ángel Asturias.
Los poetas convocados para discernir el premio Casa de las Américas de 1990, Pablo Armando Fernández (Cuba), Eduardo Langagne (México), Omar Lara (Chile), Julio Pazos (Ecuador) y Antonio Cisneros (Perú), salvo este último que llegó días después, nos enteramos que la última convocatoria, en este género, se declaró desierta. Con este antecedente y a la vista de los 375 poemarios concursantes, no quedaba otro camino que acertar con el misterioso tesoro que es la auténtica poesía.
En las mesas instaladas junto a la piscina, los jurados lanzaban sus dardos, de cuando en cuando, interrumpidos con los haces de luz que rompían la superficie del agua. Lentamente, flotaban acuerdos y si el cansancio podía atentar con las valoraciones, se suspendía el discurso. Se prefería salir del hotel para observar los gansos blancos que marchaban con dirección a una caverna visitada por espeleólogos. Recuperada la calma, se retornaba al despliegue de argumentos. Finalmente quedaron tres poemarios para la calificación, uno de la poeta venezolana Jacqueline Goldberg, otro del ecuatoriano Humberto Vinueza y otro del argentino Carlos Patiño. Se resolvió calificar con puntos y el mayor puntaje obtuvo del poemario Esquinas silenciosas de Patiño.
Quien inicia la lectura del libro de Vinueza6 se desconcierta, no identifica al protagonista, es decir, a la voz poética. Es como un río de la conciencia y únicamente en la página 19 el lector encuentra un indicio: «propenso a la sátira/ y al arte de esconderme/ entre metonimias y metáforas/ (mis seudónimos por ejemplo/ los personajes que soy y que he creado)»; sin embargo, no es suficiente y solo en la página 33 el indicio es revelador: «y en la paja húmeda/ mi infancia ninacuro escarabajo libélula/ mi infancia mariposa/ que me visita desde el congo (sic)/ o desde el bisel roído del Tahuantinsuyo». Así, pues, se trata del precursor de la Independencia del Ecuador, Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Los colegas jurados no sabían quién era Espejo y hubo que informarles que el precursor utilizó seudónimos y que era un mestizo que, por el lado materno, era mulato, y por el lado paterno descendía de indios. En verdad, Alias Lumbre de Acertijo es una dislocación del lenguaje y como antes digo, es un monólogo interior. Con este poemario, Vinueza ganó el premio Jorge Carrera Andrade que otorga el Municipio Metropolitano de Quito. Vinueza, con su poemario Un gallinazo cantor bajo un sol de a perro, inició la antipoesía en el Ecuador. Más tarde, en 2012, por su mérito literario, recibió el premio José Lezama Lima que confiere la Casa de las Américas de Cuba.
He aquí un corto texto de Jacqueline Goldberg, del libro Trastienda, publicado en 1991: «Pertenezco/ al otro lado del cuchillo/ a la memoria/ de ciertos pudores// Mi viaje es la ebriedad/ del desalmado// Herida dispuesta// Carne que se echa a dioses»7. Gran transparencia con una sorprendente acumulación semántica en la última línea.
Únicamente una muestra del poemario de Carlos Patiño. Se trata del poema que abre el conjunto. La muestra expone la poética:
PARA GANAR EL PAN
el poeta no
encuentra
el poema en el aire y lo caza
el poema no es un pájaro / el poeta no
recibe visitas clandestinas de númenes graciosos
que se instalan en su egregia cabeza
iluminándola / el poeta es
como un viejo minero solitario y muy terco
que arrastrando su mula
penetra cada día al socavón pico pala esperanza
golpe y golpe a la piedra tras la eterna quimera
e igual que los mineros
son muy pocos los que dan con la dorada veta / pero
una vez y otra vez pico pala esperanza
tras la eterna quimera
golpe y golpe a la piedra jornada tras jornada
pisoteando palabras el aire enrarecido
polvo sobre la frente
sudor lucha trabajo / el poeta es
como el viejo minero
que acostumbra morirse
abrazado a su mula a su pico a su pala.8
El texto no se ha escrito con signos de puntuación, salvo el punto final en cada poema, pero se usa la raya oblicua para separar la oración. Está presente la pausa versal y luego aparece el encabalgamiento abrupto. Estas modificaciones se suman a la repetición de palabras y segmentos. El significado es el recuento de la infancia y el exilio, organizado en ocho secciones. El autor, exiliado de Argentina en los años de la espantosa dictadura de militares, se radicó en México. Pero, Esquinas silenciosas fue enviado desde Buenos Aires, ciudad en la que, en ese entonces, residía el autor.
Para descansar, el color agua marina de las aguas del Golfo de México resultó un nepente. Un pescador sacó de la profundidad una langosta roja. Al llegar al destino, la comida de la tarde consistió en cerdo horneado con azúcar, grandes galletas de harina azadas a la brasa y tostones. El postre fue tocino del cielo.
En otra ocasión, en Pinar del Río, observé que algunas mujeres envolvían hojas de tabaco aplicándolas al muslo. Un suave olor se expandía en el gran galpón. Mirar el artificio era pensar en el país del ron, el tabaco y el azúcar.
Ilustración de cubierta de libro-memoria: Casa de las Américas: 1959-2009.
En el hotel de La Habana esperaba una larga lista de libros que se podían solicitar. Flotaban los nombres de Martí, Carpentier, Lezama Lima, Eliseo Diego, etc. En uno de esos días, quise hablar con el poeta Raúl Rivero. Con este propósito, me valí de la profesora universitaria Dyoni Durán; ella hizo la gestión, pero, en el último momento el deseo de hablar con el poeta Rivero se frustró porque, según se dijo, el poeta se encontraba en un centro de reposo. Este es su poema Casa de empeños: «Me cuesta tanto verte/ tantos abismos y desfiladeros/ tantos ríos crecidos y revueltos/ tantas fieras salvajes y amaestradas/ han puesto entre nosotros/ que hoy vengo a empeñar otro poema/ para amarte».9 Cuánto se puede decir con pocas palabras bien ubicadas, «empeñar otro poema» es una afirmación insólita, solo realizable en un territorio que aprecia la poesía a pesar de los embates de la realidad.
En las comidas que compartíamos en el hotel surgían largas conversaciones sobre libros y autores. Me sorprendió saber que Langagne hizo amistad, en la ciudad de México, con Fernando Nieto Cadena. Me preguntó que si yo conocía su dirección porque no sabía de su paradero. Yo desconocía su dirección. Comenté al poeta mexicano que Fernando fue mi compañero en la universidad, pero que sus cartas me llegaban muy de tarde en tarde.
Puedo llamar altercado el episodio que protagonizamos Antonio Cisneros y yo. Trataba él con mucha displicencia al personal del restaurante del hotel; el servicio era, en realidad, muy lento y el conjunto musical repetía el repertorio en cada ocasión. Reprendí con la sorna que me acompaña al poeta peruano muy estimado de Roberto Fernández Retamar. Cisneros me encaró y me retó a encontrarnos fuera del hotel. Cisneros tenía más cuerpo que yo, pero, para que no mengüe la honra, salí. Para sorpresa mía, Cisneros dijo: «a la calle». Fuimos a la acera del otro lado de la avenida. El asunto iba atemperándose con la brisa del mar. Cisneros miró a los lados como para asegurarse que nadie nos seguía y comentó que no podía hablar en el hotel por los micrófonos ocultos. Su displicencia era el resultado de su cansancio de la Revolución Cubana. Opiné que los empleados no tenían la culpa y que él, Antonio Cisneros, era muy apreciado en Casa de las Américas. Noté que algo había cambiado en la actitud del poeta peruano. Meses después, en El Comercio de Lima, Antonio Cisneros declaró que se distanciaba de Cuba. Pensé que el discurso político en los artistas se enmarañaba en contradicciones y censuras. Yo me encontraba fuera de la plataforma que podía terminar en tragedias o en arrepentimientos, pero nunca fuera de la condición de poeta que concluye en el muro misterioso del silencio.
En este mismo sentido, comento que años atrás leí el libro de Ernesto Cardenal, En Cuba10, publicado en 1972. Me abrió una amplia perspectiva sobre la realidad cubana, en lo positivo y en lo negativo. Desde la lectura de Oración por Marilyn Monroe11, que leí en un número de El Corno Emplumado, la obra de Cardenal me apasionó y también creció mi confianza en su personalidad. El libro del poeta nicaragüense no se publicó en Cuba.
El Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de La Habana me invitó para que leyera mis poemas. Como siempre, pensé que no tendría público. Grande fue mi sorpresa, puesto que el salón se encontraba lleno de asistentes cubanos y de profesores ecuatorianos que visitaban Cuba.
En esos días, el arquitecto Hernán Crespo Toral era el representante de la UNESCO en el Caribe y la Región Andina. Su esposa, la profesora universitaria Esther Bermejo, también ensayista, y Hernán me distinguían con su amistad. Ellos me condujeron por la Habana Vieja. Antes, en mi clase de Literatura Hispanoamericana y entre los libros de ensayos, yo comentaba Tientos y Diferencias12 de Alejo Carpentier. Prefería detenerme en dos textos del libro: «Problemática de la novela latinoamericana» y en «La ciudad de las columnas». Del primero recordaba la lista de contextos, y de uno de ellos el contexto de la luminosidad en el paisaje americano. Desde entonces no he dejado de observar el fenómeno, al extremo de constituirse en una bendición de la vida. En el cerebro llevo instalado, entre muchos, el color del cielo en las altas montañas que se desploma entre azulinos haces al atardecer y sobre la red de amarillas luminarias en los barrios altos. Dice Carpentier que se da un efecto de ilusión óptica y que los valles se estrechan; que se tiene la impresión de tocar con las manos las laderas de las montañas. Desde las altas carreteras se observa a las nubes apoltronadas más abajo, en los valles. Uslar Pietri fue el primero que escribió de realismo maravilloso. Carpentier, en cambio, es el realismo maravilloso en persona, basta mencionar El siglo de las luces, La consagración de la primavera, El camino de Santiago, Concierto barroco, El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El arpa y la sombra, etc.
La Catedral de la Habana, dedicada a la Virgen María de la Inmaculada Concepción, es de estilo barroco de inspiración toscana. Tiene tres puertas y es de dos cuerpos, el primero luce diez columnas con capitel dórico y el segundo contiene seis columnas, también de orden dórico. Una cornisa, a modo de guirnalda, separa los dos cuerpos. Torres asimétricas resguardan los costados de la fachada. El segundo cuerpo muestra volutas barrocas a cada lado. Dijo el arquitecto Crespo que la iglesia se ha construido con piedra viva, puesto que son bloques sacados del mar atravesados con restos calcáreos de moluscos.
Del mismo material es el Palacio de los Capitanes Generales, de estilo barroco: el primer piso presenta cuatro arcos de medio punto y uno, escarzano, en el centro. Los arcos se sostienen con columnas con capiteles dóricos y basas cúbicas. En la segunda planta hay un balcón y una baranda de metal. Detrás, se abren tres puertas con saledizos. Este palacio y la Catedral barrocos pudieron originar el barroco literario de Carpentier. En este caso, más que barroco es neobarroco, estilo que se inició en España con los poetas de la generación del 26. En Cuba y América Latina, uno de los exponentes del neobarroco es José Lezama Lima.
La diferencia con el arte de Góngora radica en la claridad del contenido frente a la complejidad de la expresión, en comparación con la del neobarroco que es oscuro en el contenido y menos oscuro en la expresión. Para palpar la poesía de Lezama Lima se transcribe un soneto
SONETO A LA VIRGEN
Deípara, paridora de Dios. Suave
la giba del engañado para ser
tuvo que aislar el trigo del ave,
el ave de la flor, no ser del querer.
El molino, Deípara, sea el que acabe
la malacrianza del ser que es el romper.
Retuércese la sombra, nadie alabe
la fealdad, giba o millón de su poder.
Oye: tú no quieres crear sin ser medida.
Inmóvil, dormida y despertada, oíste
espiga y sistro, el ángel que sonaba,
la nieve en el bosque extendida.
Eternidad en el costado sentiste
pues dormías la estrella que gritaba.13
El neobarroco se queda con su misterio mientras me embeleso con las pinturas de Wifredo Lam, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Parece que se trata de la naturaleza vegetal humanizada. La fugacidad impide ir más allá. No obstante, en la Casa Museo Oswaldo Guayasamín, la fuerza del artista quiteño en esos retratos pugna entre los arcos de medio punto que, según dicen, era la casa del pintor José Nicolás de Escalera, del siglo XVIII.
El obsequio del comandante Fidel Castro fue un habano; en el brindis se ponderó la calidad del ron. Los invitados conversaban con escritores y artistas cubanos. Conversé sobre Quito con el artista de cine Sergio Corrieri, protagonista de Memorias del subdesarrollo, filme que circuló en las salas de países latinoamericanos y que dio lugar a diálogos en cine-clubes.
Las imágenes se desvanecen y más cuando, inicialmente, son fugaces. Desde la ventana de la habitación del hotel miré el rostro del Atlántico y no olvidaré su tono plata o del color del aluminio. Entrada la noche, la negrura del mar se mezclaba con fragmentos de lecturas, visiones de cuadros, rostros de seres queridos. Una luz roja, ¿tal vez una boya?, me pareció la pupila de un ojo que vigilaba y que daba lugar a un aletear incesante de imágenes fugaces en el trayecto de la vida.
En Cuba, 1960. En animada conversación, entre otros: Haydeé Santamaría, Pablo Armando Fernández y Benjamín Carrión.
REFERENCIAS:
1 Roberto Fernández Retamar, Para el perfil definitivo del hombre, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1981.
2 Marcello Pagnini, Estructura literaria y método crítico, 2a. ed., Madrid, Cátedra, 1978.
3 Francisco López Estrada, Métrica española del siglo XX, Madrid, Gredos, 1974.
4 Roberto Fernández Retamar, «¿Y Fernández?», en El guacamayo y la serpiente N° 31, Cuenca (1991), Núcleo del Azuay, Casa de la Cultura Ecuatoriana, p. 61.
5 Jorge Enrique Adoum, joregenriqueadoum.com/Works/loscuadernosdelatierra/
6 Humberto Vinueza, Alias Lumbre de Acertijo, Quito, Eskeletra Editorial, 1991.
7 Jacquelinegoldberg-poesía.blogspot.com/ 2007/08 /trastienda-1991-uno-acaba-por.html
8 Carlos Patiño, Esquinas silenciosas, La Habana, Ediciones Casa de las Américas, 1990.
9 Raúl Rivero, «Casa de empeños», en Cierta poesía, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1982.
10 Ernesto Cardenal, En Cuba, mislibrosconnotas.blogspot.com/2014/10/Ernesto-cardenal-en-cuba.html
11 Ernesto Cardenal, c/users/usuario/downloads/dialnet-oracionpormarilynmonroedeernestocardenal-4920542.pdf
12 Alejo Carpentier fdocuments.ec/document/tientos-y-diferencias-alejo-carpentier.html
13 José Lezama Lima, Muerte de Narciso. Antología poética, Madrid, Alianza Editorial, 1988, p. 43.
Julio Pazos Barrera (Baños de Agua Santa, 1944). Poeta y catedrático ecuatoriano. Doctor en Literatura. Fue profesor de la Universidad Católica del Ecuador y profesor invitado de la Universidad de Nuevo México en Albuquerque.
En 1971 ganó el primer premio otorgado por la Fundación Conrado Blanco de Madrid en honor de las capitales hispanoamericanas, con el poema Quito Quinde. Ha publicado 19 poemarios, entre los que constan: La ciudad de las visiones (1979, Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit), Levantamiento del país con textos libres (Premio Casa de las Américas, Cuba, 1982) y Mujeres, que recibió el Premio de Poesía Jorge Carrera Andrade, del Municipio de Quito, en 1986.
En 2010, obtuvo el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo. Es autor, además, de Versos y dichos de la provincia de Tungurahua; Arte de la memoria; El sabor de la memoria. Historia de la cocina quiteña y Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador. Es miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.