MIRADAS CERVANTINAS: 

Miguel de Cervantes o las huellas de lo amado

María Zambrano

 

PARA SALIR del laberinto de la perplejidad y del asombro, para hacerme visible y hasta reconocible, permitidme que, una vez más, acuda a la palabra luminosa de la ofrenda: gracias1.

Gracias por concederme, en esta hora de España y en la Universidad Alcalá de Henares, la ocasión de haber sido la primera mujer galardonada con el premio Cervantes. Y gracias, asimismo, por otorgarme la oportunidad de compartir la siempre leal penumbra de algún recuerdo claro o, a lo menos, íntimamente verdadero: el recuerdo de los espacios, pues mal puedo olvidarme de todos ellos; y el recuerdo de las palabras, pues desdecirme de ellas tampoco quiero.

Por amor a tales recuerdos y a vuestra generosa compañía, seguidme hasta una hermosa ciudad de México, Morelia, cuyo camino no busqué, sino que él mismo me llevó a ella, igual que a tantos otros españoles recién llegados al destierro. Allí me encontré yo, precisamente a la misma hora que Madrid ‒mi Madrid‒ caía bajo los gritos bárbaros de la victoria. Fui sustraída entonces a la violencia al hallarme en otro recinto de nuestra lengua, el Colegio de San Nicolás de Hidalgo, rodeada de jóvenes y pacientes alumnos. Y, ajena desde siempre a los discursos, ¿sobre qué pude hablarles aquel día a mis alumnos de Morelia? Sin duda alguna, acerca del nacimiento de la idea de la libertad en Grecia.

Era una forma natural de acordarme de España y del ya melancólico, resignado y esperanzado fracaso. Era la forma de situarse en aquella hermandad de una cultura que anunciaba la España del fracaso: la más noble tal vez, la más íntegra. La que forzosamente tuvo que fracasar porque había ido más allá de su época, más allá de los tiempos. Y es que posee la historia un ritmo inexorable que condena al fracaso a todo aquello que se le adelanta o que le desborda. Fracaso en razón de su misma nobleza y de su insobornable integridad; también, porque en el fracaso aparece la máxima medida del hombre, lo que el hombre tiene tan desprendido de todo mecanismo, de toda fatalidad, y que nada puede quitárselo. Lo que en el fracaso queda es algo que ya nada ni nadie pueden arrebatarnos. Y este género de fracaso era entonces y sigue siendo ahora la garantía de un renacer más completo. El que adviene cada vez que un hombre íntegro vuelve a salir, al alba, al camino.

«Sería la del alba», dice Cervantes que era cuando don Quijote salió al camino. «Sería», dice, con la incerteza propia del alba, del alba que cuando alguien la mira y la sigue es un alborear. No un estado de la luz, una hora fija del día, como lo son las otras horas del día, aun las del crepúsculo, cuando es largo. Y las horas, según vienen del alba, van ganando tiempo. El alba se diría que no lo tiene; que ese su alborear no se lleva tiempo, no lo gasta ni lo consume; que es su aparición, que, tratándose del tiempo, no puede darse más que así, en una especie de labilidad como de agua a punto de derramarse. Como si el océano del tiempo y de la luz‒del tiempo-luz‒ se asomara de par en par al filo del desbordarse y del retirarse. Pues, por clara que sea, el alba es siempre indecisa.

El alba de la certeza del tiempo y de la luz, y la incerteza de lo que la luz y el tiempo van a traer. Es la representación más adecuada que al hombre se le da de su propia vida, de su ser en la vida, pues que el ser del hombre también siempre alborea. Ante el alba, el hombre se encuentra consigo y ante sí, en ese su ir a desbordarse e ir a ocultarse, en esa su indecisa libertad semisoñada. Y ante el alba, la suya, la del día, se despierta yendo a su encuentro. En su primaria, su primera y trascendental acción.

Don Quijote se pone en camino a la hora del alba. No podía ser de otra manera en ese personaje que padece, de manera ejemplar, el sumo de la libertad, ese sueño que, en cierta hora, tan incierta, se desata en el hombre.

Todo el Quijote es una revelación humana, mas no demasiado todavía, que también en esto se encuentran, novela y protagonista, en el lugar y momento del alba; de la permanente alba que aún no ha traspasado la novela de la humana libertad. El alba ante la cual el hombre, a veces, se fatiga de ir al encuentro.

Y lo más revelador, quizá, de este libro revelador, sean esas tan simples y puras palabras que enuncian la hora de la salida de don Quijote. Se destacan del resto del libro como si fueran palabras sagradas, cuando, al parecer, declaran algo que no tiene mayor importancia: la hora en que don Quijote sale al camino. Mas ello es cosa esencial, como lo es también el que don Quijote «saliera» al camino y que no se pusiera o se dispusiera. Estas palabras, como todas las en un modo y otro sagradas, manifiestan la unidad, son la unidad. La hacen y la actualizan, la crean, aunque, claro está, ellas solas no podrían crearla. Pues que todo el Quijote se aparece con ellas. Todo el Quijote está en ellas. Y basta recordarlas para que todo el libro se presente entero. La unidad que reside en ellas es solo suya; se diría que se han individualizado. Actualizan el personaje y su acción, el libro todo, cifra de unidad de la multiplicidad de los diversos planos de la novela, de la realidad y el ser, de la vida y la historia que en el Quijote, quizá como en ningún otro libro, se despliegan.

Una unidad tal trasciende la novela misma y hace de su tiempo, tiempo sucesivo, el tiempo del proceso de la libertad, un tiempo uno; lo lleva a un instante uno y único del que ha partido y al que vuelve en un círculo que no es el del eterno retorno. Es el círculo del cumplimiento total de una vida personal en que la vocación ha acabado liberándose de toda ansia novelera. La novela de la libertad ha sido vencida por la vocación de un «más» que se esconde tras la libertad y que desde ella llama. Ese «algo» que hace ir al encuentro del alba.

Y, cuando este género de unidad aparece, la novela entra en el reino de la poesía. Es un poema. Poema, siendo apurada novela, porque todo lo que es humana creación entra en la poesía cuando se logra. Lo que quiere decir tan solo que el originario sueño inicial ha entrado en el orden de la creación, en el renacer de la integridad máxima.

Cervantes era así, un hombre íntegro: había nacido enamorado. Y por eso anduvo tan perdidizo, sin errar. Un día erró por insistir; al fin, hombre íntegro. Lo había sido siempre: hombre, varón y hasta un tanto enamoradizo, a lo errante. Insistió cerca, no de una imagen ‒que hubiera sido el mayor peligro, ya casi a la vejez, hechizarse‒, sino de una realidad tangible, algo que entró como la realidad misma en su mundo de ensueño, donde la realidad más real se hundía como en un nido. Encontró así la identidad de la persona amada. Y aquella mujer, Aldonza, tenía más realidad que ninguna de las que había visto y entrevisto; era arisca, irreductible, exenta; nunca se ausentaba; diríase que estaba privada de algo tan común a todos los seres y cosas como la ausencia.

No podía ni soñar en hacerla suya; era algo desconocido y que no sabía cómo tratar; ninguna de las mujeres lo había sacado de su distracción, de su ensimismamiento; ninguna le había dado una sacudida brusca, que es el despertar del sonámbulo en la semivigilia. Lo que llega en ese instante rompe el ensueño; y aunque sea una sombra, el rumor del ala de una mosca, es real del todo.

Aquella mujer, Aldonza, nada tenía de sombra ni de alas; su risa, nada de rumor; todo era preciso, estaba, estaba siempre; más que existir, estaba, y no había modo de acostumbrarse a esa presencia. Ni la mirada, ni la distracción, ni siquiera la intimidad inevitable, conseguían amansar el hecho de su estar; no había en ella esa docilidad de todas las presencias; aun de las peñas y muros que acaban por adelgazarse cuando son mirados largamente, cuando se les ha tocado. Pues sucede, sin que de ello nos demos mucha cuenta, que el ver y tocar los cuerpos los usa y los gasta, hasta los idealiza un poco; el uso de los sentidos consigue una cierta desmaterialización de ciertas corpóreas realidades. Con Aldonza no sucedía así; ella seguía estando ahí, con la brutalidad del hecho, sin más, como un hecho irreductible, pues que nunca se despojaba de nada; una fiera sin caverna. Una realidad sin ese hueco del que todo lo real parece emerger.

Cometió Cervantes el error de insistir; nunca se había encontrado así frente a un hecho. Y el hecho ‒era algo horrible‒ era una mujer. Acostumbrado como estaba a ensoñarlo todo, empujándolo hasta el confín del horizonte invisible, acabando por hundirlo en él, no podía resignarse; y no sabía cómo tratarlo, qué hacer. Aquello se le resistía totalmente, se le fue haciendo como un foco de desmentido, como la prueba de la no-existencia… ¿De qué? De lo que más le importaba.

Era la denegación de aquel horizonte hacia el cual convergía todo, que le sostenía, que le hacía posible moverse, pues le movía el corazón y le hacía fluir hasta desbordarse. Era la negación que lo confirmaba, que lo contenía. Y pronto comenzó a darse cuenta de que la realidad, la de su propia vida, también se le resistía al igual que su propia obra. No es que sus obras fuesen como aquella mujer, Aldonza, pero algo en ellas había de hecho, de simple hecho; no habían crecido, no habían transformado su cárcel, ni se habían alzado hasta las estrellas llevándole consigo. En verdad, no le habían llevado a ninguna parte.

Y así se vino a encontrar, rodeado de hechos por todas partes. Se le ofreció la visión de su propia vida, y sintió su degradación al verla compuesta de hechos; su vida degradada en una serie de hechos, hazañas incluidas. Había pasado por la vida suspendido sobre ella, y ahora se le apareció algo peor que el mismo vacío: el desierto de los hechos. Y desfalleció sintiendo que tenía que contarlos, sin que se le pasara ninguno; que los tenía que hacer pasar uno a uno; los tenía que hacer pasar, porque el cáliz estaba más lejos.

Y así se vino a encontrar, rodeado de hechos por todas partes. Se le ofreció la visión de su propia vida, y sintió su degradación al verla compuesta de hechos; su vida degradada en una serie de hechos, hazañas incluidas. Había pasado por la vida suspendido sobre ella, y ahora se le apareció algo peor que el mismo vacío: el desierto de los hechos. Y desfalleció sintiendo que tenía que contarlos, sin que se le pasara ninguno; que los tenía que hacer pasar uno a uno; los tenía que hacer pasar, porque el cáliz estaba más lejos.

Más lejos y más hondo, allí, en su corazón, estaba el cáliz: un espacio sagrado, una palabra derramada frente al fracaso. Y hubo de beberse su amargura, a solas, solo de verdad, como nunca lo había estado. El cáliz a solas, en lugar de aquella entrevista única con un ser único, una mujer que ni siquiera se había atrevido a soñar, para no invadir con su sueño su eterna verdad; esa verdad que le estaba prometida.

Entonces acabó por sentirse libre, libre de su amor, y, al fin, entrevió. De lo visible y reconocible pudo brotar el desprendimiento. Y aquello fue, en verdad, un desprendimiento. Sintió que se le desprendía el corazón, que se quedaba en las puras entrañas, como un ser que no ha vivido nunca. De lejos, desde más allá de lo visible, llegó hasta él una imagen blanca.

Al amparo de esa blancura, permitidme un inciso para acordarme de otra imagen de España: la imagen blanca que nos dio Zurbarán, en la que el hecho de ser blanca se sobrepone a todo, a la creación y al fracaso, y nos mueve a quietud. Es la blancura, esta que Zurbarán tan porque sí nos regala, la blancura en estado naciente. Entre las tinieblas y los pardos colores de la pobreza, nace algo blanco, un amplio hábito de esa enigmática y singular Orden de la Merced, liberadora de cautivos, o un paño de uso, o una nada, y ella sola ‒la blancura‒ en su ser abismal. Nace como una criatura venida «desde el fondo de las edades», sombra del Cordero, ilimitada palabra que se derrama y hunde, blanca sangre del sacrificio, nitidez de la llama del fracaso, balido, llanto, aliento que se infunde.

La imagen que llegó hasta Cervantes parecía también la blancura, la luz misma emblanquecida para hacerse visible, una condensación de luz que tomó figura de mujer; su corazón salió a recibirla y estuvo a punto de írsele para siempre. Mas sucedió lo contrario; volvió a su pecho, se reintegró a su oficio de mediador con las entrañas que, por un instante, habían sido abandonadas. Y ahora nació ya hombre, pues la imagen dejó tras de sí un vacío; el horizonte invisible quedó flotando en él, sin llamarlo, y, más allá, abriéndolo. Y, al mismo tiempo, se hundía en el fondo de su corazón.

En aquel horizonte revelado comenzaron a sucederle de nuevo los hechos; pero, como él era ya libre, podía transformarlos, no a su antojo, sino según la ley de sus entrañas, que, al mismo tiempo libres, pedían llorar y reír. Y todo lo que había estado dormido en él despertó, comenzó a vivir según su ley. No tuvo necesidad de olvidarse ni de desdecirse de sus obras ya escritas; eran sus hijas, que correteaban por allí, y ahora le alegraban; todo ahora le servía, hasta Aldonza, la real, y todas las mozas, sus hermanas, que de criadas y algo más le habían servido. Y una extraña piedad se le derramó sobre todas ellas y sobre sí mismo.

No tuvo necesidad de olvidarse ni de desdecirse de sus obras ya escritas; eran sus hijas, que correteaban por allí, y ahora le alegraban; todo ahora le servía, hasta Aldonza, la real, y todas las mozas, sus hermanas, que de criadas y algo más le habían servido. Y una extraña piedad se le derramó sobre todas ellas y sobre sí mismo.

Comenzó a percibir un movimiento que le había estado escondido, pues que lo había tenido envuelto; y ahora, fijo, lo seguía y lo podía medir; se hizo de repente matemático, de esa matemática total que es la música, la música de los hechos que se transforman en sucesos vivientes, la música de los números que mueven el pensamiento, como venidos de las estrellas. Las leyes del cielo regían ya para él, conducían su historia, que comenzó enseguida a escribir. La escribió en un abrir y cerrar de ojos, como si ella sola se escribiese. Le estaba pasando el mayor suceso de amor que hombre antes viviera. El corazón, vuelto a su sitio, se le desprendía una y otra vez, cuando entrevía aquella blanca forma, que a veces se precisaba en figura de mujer. Creyó que le iba a caer muerta en sus brazos; iba a abrazarla en un definitivo silencio. Pero ella había nacido ya suspendida, por encima de la vida y de la muerte; creerla muerta fue un espejismo de su corazón de hombre, y aun esto le fue negado; no caería en sus brazos, ni muerta.

No era suya ni de nadie. Pero él, sí, tendría que pasar por un momento junto a ella, para atravesar el extraño cielo donde ella respiraba y que ‒lo sabía ya‒ no era tampoco el suyo. No era el cielo último, sino ese inalcanzable cielo que se ve desde la tierra, espejismo sin engaño del paraíso; el cielo inexistente. Él venció la tentación de sepultarlo, de llevar, como otros finos amadores llevan, el cielo sepultado en su alma, fatalmente endurecida.

El amor y la muerte aparecen siempre juntos, y para algunos que no alcanzan a disociarlos ‒el amor o la muerte‒ lo suyo es el decir: «el amor o muero». Y al fin obtiene el amor; el amor inexistente; la inexistencia de lo amado, y del amor mismo ‒libre de muerte. Y así le sucedió a Cervantes. A punto ya de morir sin amor, se le apareció al fin la imagen, la verdadera imagen del amor en su inexistencia.

También el Cántico espiritual, de san Juan de la Cruz, es el canto de la ausencia del amado. Aquí explicable, asimismo, porque su amado no es visible. Pero en la poesía profana de este tiempo y del anterior se vería también constantemente este motivo de ausencia y de continua búsqueda de las huellas de lo amado. La naturaleza entera se transforma: ríos, árboles, prados y hasta la misma luz conservan la huella de la presencia amada, siempre esquiva e inalcanzable.

También el Cántico espiritual, de san Juan de la Cruz, es el canto de la ausencia del amado. Aquí explicable, asimismo, porque su amado no es visible. Pero en la poesía profana de este tiempo y del anterior se vería también constantemente este motivo de ausencia y de continua búsqueda de las huellas de lo amado. La naturaleza entera se transforma: ríos, árboles, prados y hasta la misma luz conservan la huella de la presencia amada, siempre esquiva e inalcanzable.

Cervantes conoció, pues, la inexistencia del amor: la inexistencia del amor en forma de mujer inexistente. No podía ser suya ni de nadie: solo tenía que aparecer, que mostrarse, que ser llevada a la inexistencia del arte, lugar donde se es revelado sin ser poseído, en un remedo humano de la comunión. El hombre puede revelar tan solo la verdad pura, en su inexistencia y en una especie de renuncia a existir también él. Y a esto último Cervantes estaba acostumbrado. ¿Había existido él acaso? Había vivido y no del todo, o quizá sí, quizá él había vivido en la forma más pura, desviviéndose, para no entrar del todo en la muerte antes de haber nacido: «Que yo, Sancho, nací para vivir muriendo». Y la muerte, en este caso, espera.

Espera la muerte y se retira ante los que de verdad quieren nacer del todo, dispuestos a cuanto haga falta. Y les da a padecer la inexistencia: la doble inexistencia de lo amado y del que ama. «La verdad o la vida», dice ella. Y a los que eligen la verdad no les deja vivir, pero les deja el tiempo.

Cervantes había vivido bastante ya, o más bien, no había podido vivir enteramente en momento alguno, pues que ese instante se la había negado: verdad y vida, vida verdadera. Le dieron tiempo, un tiempo único; un instante, el del suceso que hubiera podido llamarse «el desprendimiento»; le duró tanto como fue necesario para que lo dejara siempre; para que ese instante tan doloroso y activo como fuego, como espada, no quedara escondido, para que se abriera y de él se derramaran los mil granos de su historia.

Una extraña, doble y única historia: la de los hechos transformados en sucesos y la historia no escrita de la inexistencia de la verdad. O sea, tanto como decir: la verdadera historia de la verdad. Su corazón ayunó sin esfuerzo. Escribía al alba, con la luz que precede al sol, con su silencio. No se desdijo nunca. No tuvo que corregir nada. Solo una frase en la que mencionaba un lugar de la Mancha ‒un resumen de España o del mundo entero‒ de cuyo nombre no quiso acordarse. Un punto oscuro, un rencoroso olvido que acusaba, bajo su propio peso, que aún seguía habitando la tierra.

Al amparo de aquel olvido, yo no he querido olvidarme de un lejano y hermoso lugar: Morelia. Para no desdecirme de mi desvivir. Para acordarme, con la palabra en blanco de Cervantes, de los presentes y de los ausentes, de los que conocieron el fracaso o insistieron en el error.

Y ojalá que a esta misma hora, que bien pudiera ser la del alba, alguien pueda seguir hablando ‒aquí y allí o en otra parte cualquiera‒ acerca del nacimiento de la idea de libertad.

Mientras tanto, y una vez pronunciada la de la ofrenda ‒gracias‒, voy a seguir buscando la palabra perdida, la palabra única, secreto del amor divino-humano. La palabra tal vez señalada por aquellas otras palabras privilegiadas, escasamente audibles, casi como murmullo de paloma:

Diréis que me he perdido,
Que, andando enamorada,
Me hice perdidiza y fui ganada.

María Zambrano (Málaga, 1904-Madrid, 1991) ofreció este discurso durante la recepción del Premio Miguel de Cervantes, en 1988, en Alcalá de Henares. La filósofa y ensayista española fue la primera mujer en recibir este importante reconocimiento en el orbe hispanoamericano. Vale recordar que la pensadora española nació un 22 de abril, coincidentemente un día similar al de la muerte del mayor escritor español de todas las épocas, Miguel de Cervantes, que murió entre el 22 y 23 de abril de 1616. El título del texto para esta entrega del Boletín Casa Carrión es nuestro.