MIRADAS CERVANTINAS: 

Paisajes interiores en El Quijote

Luis Moscoso Vega

 

LA NATURALEZA como paisaje o el paisaje como naturaleza, como asidero, fue adversa al Quijote. La tierra negó a Cervantes ventajas: le negó como hombre y le negó como escritor. Más propicias le fueron su palabra hablada de narrador que reunía grupos incontables para escucharle y su lógica de hombre de experiencia. De tal manera que Cervantes estuvo casi siempre con los ojos distantes del paisaje: los tenía más bien dicho fijos en su paisaje interior, en aquel lleno de símbolos y recuerdos. De símbolos que nacieron del maltrato recibido de la tierra y que asomaron en las bellas locuras de su Libro Inmortal; y de recuerdos venidos incluso de sus adoloridos y frustrados amores, para traslucirse en reflexiones y páginas eróticas de sus novelas.

Don Quijote anda empolvándose con la tierra y recibiendo de sus guijos y terrones cortes y cardenales. Su ideal le precipita y obliga a perder el goce de los panoramas. Para el Quijote su paisaje-ambiente se reduce a golpes recibidos en las peñas y a rasguños de los zarzales del camino. Y El Quijote en esto del paisaje-ambiente está de acuerdo en cierto modo con las circunstancias de la época dentro de las bellas artes. La literatura hacía caso omiso del paisaje y reducía su acción a entes humanos y si alguna vez era un río que actuaba o el viento que tomaba parte en la escena, desde los tiempos de Homero, estos estaban personificando a uno u otro individuo, pero jamás asomando en la obra de arte como río actor o como viento actor. En la pintura acontece igual cosa: el paisaje apenas si se advierte como complemento, como fondo a lo más de la acción netamente humana. Y esto mismo constituía escándalo: Leonardo con la Gioconda sobre el paisaje eglógico asombró mayormente que con la sonrisa enigmática de su modelo.

Por todo esto el paisaje de El Quijote fue más interior y a veces se quedó al fondo de su entraña como con miedo de aflorar al sentido objetivo para servirle de halo al movimiento de sus personajes. Así pues, el paisaje le sirve como fondo inadvertible o se transforma en personaje distinguido. Y no es solamente el paisaje: son las mismas gentes aldeanas que se le asoman como encarnación de otras superiores, como en la escena de la Maritornes que en el lecho de don Quijote se le imagina «fermosa y alta Señora y diosa de la hermosura». Se transforma el paisaje y una polvareda, v. gr., es para el Caballero Andante «cuajada de copiosísimo ejército» y un rebaño, caballería y sonar de armas.

Mas, el Quijote se hunde a veces en el paisaje. Como es caballero andante se ve forzado a recorrer la tierra y escurrirse entre las frondas. Es entonces que hace un alto a su manía simbólica y reconoce al árbol como árbol y al río como río. Pero, entonces sufre, sufre el Quijote porque piensa que hasta su triste figura será ofensa al paisaje. En Sierra Morena exclama: «¿Para qué quiero tomar trabajo ahora de desnudarme y dar pesadumbre a estos árboles que no me han hecho daño alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara de estos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana».

Cuando se hunde en el paisaje, meditar pasea, llora y graba en las cortezas de los árboles y escribe muchos versos acomodados a su tristeza:

Árboles, yerbas y plantas,
que en aqueste sitio estáis
tan altos, verdes y tantas,

si de mi mal no holgáis,
escuchad mis quejas santas…

Hace pues un esguince y en lugar de cantar al paisaje le comunica su pesadumbre y le encuentra motivos para desahogar su corazón atormentado. «Otros muchos versos escribió –se añade en el mismo capítulo–, pero, como se ha dicho, no se pudieron sacar en limpio ni enteras más de estas tres coplas. En esto y en suspirar y en llamar a los Faunos y Silvanos de aquellos bosques, a las Ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiesen, consolasen y escuchasen, se entretenía y en buscar algunas hierbas con que sostenerse en tanto Sancho volvía…».

El Quijote rehúsa el paisaje como paisaje: no se detiene en él, no le hace parte integrante de su emoción sino para que le sirva de escalón hacia su ideal. Entra y sale de él, le teme a veces, idolatra en él otras, pero, al fin, le utiliza solo como medio para llegar a su meta de caballero y de creyente. Y exclama con Garcilaso de la Vega:

Por estas asperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento, 

do nunca arriba quien de allí declina.

El paisaje en El Quijote sigue siendo interior y se lo advierte a través de sus aventuras. Pero donde con más claridad se descubre es en el episodio de la cueva de Montesinos, cuando, perdido en la penumbra de la mazmorra, se duerme y luego despierta, viendo entonces con la sola imaginación que se encuentra en «un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados…».

En realidad, el lugar de la mancha de cuyo nombre no quiso acordarse, no conquistó al Caballero Andante y la naturaleza se le presentaba demasiado hostil para que el paisaje tuviese asidero principal. El Quijote soñaba con algo superior a los tortuosos caminos y a los prados encendidos por el sol: el paisaje no llegó al Quijote; el cielo no le ganó a su partido con el azul quemado de la mancha; la tierra no le brindó con el gris sabroso de las vendimias ni con el verdal de los herbazales que alimenta el Tajo: fue más bien el Quijote que tenía en su propio pensamiento bastante de azul y bastante de rojo para, con estos elementos fundamentales de la paleta y cuerpos precisos para la exaltación y la altura, componer un  tercer cuerpo: el violeta del ideal que está por sobre todas las miserias del paisaje-ambiente. Fue El Quijote mismo paisaje esencial, fue su pensamiento campo de composición y creación paisajística en el sentido de complemento de la naturaleza. El Quijote fue en esto más soberbio y si alguna vez miraba el tesoro del medio circundante, era únicamente para la eterna ironía de ofrecer a su Escudero la ínsula: «¿Ahora te vas –le dice en cierta ocasión a Sancho– cuando yo venía con intención firme y valedera de hacerte señor de la mejor ínsula del mundo?».

Por ese desinterés de la realidad no tuvo El Quijote más tiempo sino para ser su propio paisaje interior con el cual sí holgó sobremanera y se enorgulleció porque sobrepasaba al tangible que pudo encontrar en la Mancha.

El Quijote, identificado con Cervantes, estuvo lejos del paisaje puramente corpóreo y por esto afirmaba al comienzo que acaso fingió un paisaje a su modo, un paisaje subconsciente, un paisaje que si pudiera representarse aparecería exótico, revolucionario, subjetivo en extremo. El Quijote o Cervantes, en este caso, se encontró con que todo en su vida fue ilusión o desilusión. Bruno Franck, el discutido y vapuleado biógrafo, en su libro Un tal Cervantes ya lo dice: «Más de una vez creyó tener oro en sus manos y al abrirlas encontró una basura».

El Quijote crea el paisaje

El Quijote no estuvo en el paisaje real, tuvo por consiguiente que crear uno, un paisaje a su manera. Y lo creó porque Cervantes podía crearlo: si creó una figura, ¿con cuánta mayor razón podía crear el paisaje? No porque haya supremacías de la una sobre el otro dentro de la elaboración artística, sino porque estamos considerando a este como complemento de aquella.

El Quijote y Sancho fueron obra no solo de su pensamiento en cuanto a símbolo de individuos existentes, sino que fueron también producto de su mano. Me explicaré mejor. Cervantes los dibujó, los trazó con lápiz después de mirarse a un espejo de latón pulido en la cárcel donde imaginó su obra inmortal. Cervantes dibujó sus personajes, pero el paisaje, su paisaje, se quedó en el corazón, atestado de colores turbios o florecido en tonos brillantes. Y, como para la armonía del cuadro se requerían grises y sombras, se las dio generosamente, guardándose las luces al fondo de su alma. ¿Qué hubo el paisaje en El Quijote porque le rodeó de sombras y grises únicamente? No quiero afirmar tal cosa. Pudo haber paisaje adolorido, pero, repito, no hubo ni abrillantado ni brumoso porque siendo el paisaje expresión de la naturaleza, gesto, actitud, agria a veces cuando dominan los grises, acariciadoras otras, cuando subyugan los azules puros, y no estando El Quijote identificado realmente con nada de esto, el paisaje de cualquier índole desaparecería ante otra intención extraña quizá al fruto de líneas y colores. Esa intención es el ideal que llega a la sublimidad y toma de todo lo ecléctico una parte inconfundible. Quiero aclarar lo de no identificado con la naturaleza en el sentido de que Cervantes no hizo mera imitación de hechos sino alta y prodigiosa deducción de ellos, para el símbolo castigador y para el mandato inmortal de la caballerosidad en su más diáfano sentido. Juez, crítico, cronista o censor, tiene necesariamente que colocarse en escenario superior. Y El Quijote, como desfacedor de agravios, significó aquello, ya que en su alma había pureza y superioridad, el azul componiendo el dombo iluminado para asidero del ideal.

Toma El Quijote los colores a capricho, los mezcla, o quizá no los toma: posee él el cuarto color primario, lo crea, lo acrisola y con él baña su horizonte preparando el hechizo que no se ha quebrado en cuatrocientos años y no se quebrará seguramente, porque los servidores del color apenas presumen el descubrimiento del cuarto color en las realizaciones del paisaje que diríamos material. Ese color no puede estar en las manos: está única y precisamente en el pensamiento.

Estilo del ser y estilo del parecer

Se ha hablado con insistencia acerca de lo pintoresco de las figuras en El Quijote; pero, antes de reflexionar sobre esta característica que la han extendido al paisaje y que sería por lo tanto complemento de exposición en el presente estudio, falta hacer conciencia respecto del significado máximo de pintoresco. El crítico Wolfflin, quien es personaje aludido incluso por comentadores literarios para arrancarle explicación perfecta y cumplida, dice, entre otras cosas, al estudiar lo pintoresco: «No se recoge más que la apariencia de la realidad, algo enteramente distinto de lo que figuraba el arte lineal con su modo de ver, forzosamente plástico, y precisamente por esto los trazos que utiliza el estilo pintoresco no pueden tener relación alguna directa con la forma objetiva. El uno es un estilo del ser; el otro, un estilo del parecer… El hecho de ceñir una figura con línea regular y determinada conserva algo en sí todavía del hecho corporal de acariciar o agarrar. La operación que ejecuta la vista aseméjase a la operación de la mano que se desliza por la superficie del cuerpo y el modelado, que con la gradación de la luz evoca lo real, se dirige también al sentido del tacto. Toda representación pintoresca, de meras manchas, excluye, por el contrario, estas analogías. Nace del ojo y se dirige al ojo exclusivamente; y así como el niño pierde el hábito de tomar las cosas con las manos para ‘comprenderlas’, así se ha deshabituado la humanidad a examinar la obra pictórica con sentido táctil… Esto quiere decir –añade el mismo autor alemán– no solo que queda siempre un misterio por aclarar, sino que al complicarse las formas surge una figura total que es algo muy distinto de la mera suma formada por los componentes».

Un sentido del parecer se descubre pues en el paisaje quijotesco y para entenderlo, para comprender en forma con la percepción de la inteligencia, habría quizá que mirar el paisaje de España, de La Mancha, del Ideal, en una palabra, en escorzo, moviendo la pupila de los planos usuales que solo dan la inteligencia del paisaje realista y no pintoresco en ese sentido wolffliniano del misterio por descubrir. Así, escorzados el cielo y el suelo, se podría advertir la composición quijotesca y entrar a la verdad interior sin caer en la mera expresión material que llamaba Durero «engaño de la vista».

Don Quijote de la Mancha se situó en plano desacostumbrado para mirar el paisaje y no solo percibió las novedades del escorzo, que ya le abrían un enorme campo para el descubrimiento de la belleza íntima y subjetiva, sino que atravesó el plano vertical y llegó al fondo, a la esencia misma, olvidándose por consiguiente de la expresión exterior dentro de la cual jamás podría concebirse el concepto del paisaje en el Quijote, cuyo tema me ha sido señalado para este brevísimo estudio. Hube de pensar, aclaro, que estuve a punto de negar la posibilidad de un descubrimiento y la potencia de un discrimen semejantes. Pero, reflexionando y cayendo en la cuenta, di conque había el paisaje, un bellísimo paisaje que estaba empero oculto y para llegar al cual era preciso adentrarse en la maraña de lo puramente objetivo hasta dar con el panorama espiritual rico de formas fantástico y espléndido que quisiera traducirlo a perfección, pero que es tan difícil y complejo, tan egoísta y tan íntimo, tan de el Quijote y de Sancho, tan de España y de todos los tiempos, que se niega a ser personal y se queda como sombra al fondo de mi entendimiento y como agente productor de resonancias, en el mismo palacio medular y en el mismo arcano del Caballero Andante. De ahí que el paisaje desaparece a veces como conjunto de composición, a veces solo como complemento. Se diría que el movimiento pictórico del cuadro no está en la línea plástica que pudo inspirar a Cervantes: está en la ausencia y el retorno, en la aparición y desaparición del paisaje, del paisaje considerado aún como gesto, como expresión, como continente de los actores castigados en cierto modo con un movimiento universal a través del tiempo.

Paisaje argumento y paisaje lugar

Entro ahora un poco más a la esencia del paisaje, al tema material, considerado como generador de la obra. Apartémonos del concepto de paisaje como lugar: locus, dice el latín; topos, el griego, que es raíz igual para lugar como para argumento. ¿Hubo paisaje-argumento en El Quijote? ¿Tierra como prueba, como razón, siquiera como conjetura? Cervantes estuvo fuera del tiempo susceptible de mensura, y fuera de la tierra considerada como lugar limitado. Luego, argumento, fuente, lugar de limitación desaparecen para constituir tiempo como existencia total y tierra como medio, como útil o vehículo para la expresión. De ahí que El Quijote está fuera, enfrentando dos principios que no pueden contenerse en sitio dado, sino que necesitan espacio universal: pensamiento de elevación que rebasa la condición humana, representado por El Quijote; y contacto íntimo con la materia, amor y radio de acción que termina en el suelo, encarnados por Sancho: el primero, espíritu; el segundo, carne; El Quijote como fuente de creación, lo intangible de la vida, y el segundo, aferrándose a lo tangible, a la ínsula, al locus, al paisaje-tierra. Por ello, el paisaje que contiene a las dos figuras y las hace parte integrante e integral; por ello, diríamos, el escorzo para lo pintoresco con sentido de misterio; por ello, el Caballero-argumento y el Escudero-tierra; por ello, esa mitad de evasión y esa otra mitad de presencia. Huyendo, el primero; fugándose al reclamo del ser, el segundo, y redescubriéndose, queriendo constituir el antípoda del parecer-Quijote. Y, sin embargo, juntos, juntos necesariamente para el escorzo pintoresco donde tiene que haber lógicamente escape de unas líneas y unos matices y plasticidad, presencia reconocible de otras que parecen llegar a lo netamente táctil. A veces en El Quijote se tiene la sensación de pasar las manos por sobre la dimensión definida de la forma: lo táctil; pero a veces va a la visión de pensamiento a pensamiento y vuelve asimismo dejando sensación contraria, la de una evaporación constante: lo mental.

A modo de conclusión

El paisaje en El Quijote hay que mirarlo con visión integral, es decir con todo el efecto que produce la causa-retina en el pensamiento-resultado. Y así, entonces, aunando follaje y cerro, cielo y camino con las figuras que llenan y concluyen el cuadro, tendremos que los primeros participan de las segundas y viceversa, tal cual sucede en la creación netamente plástica donde las figuras, no obstante tener colorido propio, participan del reflejo ambiental y este de aquellas al imitarlas en la sombra.

Pero ya se observó que El Quijote salía del paisaje y lo negaba a veces, estableciendo campos precisos y hasta contradictorios. No obstante, para el sentido íntimo de causa-retina y pensamiento-resultado, los dos componentes se hallan siempre juntos, siempre mezclados, confundiéndose hasta producir con la visión integral un todo, un paisaje que empero estar formado de dos partes capitales asoma unificado y si se evapora lo hace sin dejar huella de lo táctil para convertirse únicamente en reacción mental y total. Y así como, al decir del propio Wolfflin, luz y sombra constituyen algo unitario, así también personajes y escenario en El Quijote se totalizan, sea para crear la emoción del paisaje como paisaje, sea para suscitar inquietud puramente psíquica. De aquí que hay que convenir más que con el modo de ver con el modo de sentir el paisaje en El Quijote. Ese paisaje es propio, original, porque siendo Cervantes un personaje creador tuvo necesariamente que valerse de un estilo nuevo, el estilo cervantino, que es preciso incorporarlo incluso dentro del campo plástico, donde, como hemos dicho, fue un precursor. Cervantes no fue pues una lente reproductora de los objetos que le rodeaban; tuvo, si se me permite, un prejuicio bien hondo antes de abordar sus obras. «Es una creencia dilettantesca la de que el artista se puede poner frente a la Naturaleza sin ideas previas. Y, desde luego, lo que él adoptó como concepto de representación y la manera de seguir trabajando en el dicho concepto es mucho más importante que todo lo que obtiene de la observación directa. La observación de la naturaleza es un concepto vacío mientras no se sabe bajo qué formas hay que contemplarla…».

Huelga, por consiguiente, extender el discrimen sobre el concepto emitido aquí de que El Quijote fue pensamiento-resultado más que causa-retina…

Y, para terminar, sigamos viendo con los ojos dirigidos a la mente y el corazón ese paisaje interior producido al contacto del arte-emoción y del dolor-vida en torno a todos los hombres y todos los tiempos. Mirémosle en su evasión, en su levantarse sobre la tierra. Cuando las aspas de los molinos de viento arrojaron al caballero de su cabalgadura, fue como un bautizo de eternidad impuesto al ideal y cuando el Clavileño le hizo suponer un viaje por el éter, sintiendo la bofetada de las corrientes altas y la mordedura del sol en sus carnes, fue sencillamente el símbolo de las alas interiores que despegaban al Quijote del vientre de la tierra.

Mirémoslo hacia arriba y descubrámosle en su altitud, que si aguzamos la retina en las sombras de la Mancha, no hemos de distinguir sino a Sancho sentado sobre la hierba y ahíto de manjares que rechazara su amo porque iban contra la disciplina del cuerpo y la esencia del espíritu. En cambio, si la aguzamos en el horizonte del pensamiento que no se delimita con árboles ni montañas, ni contiene la venta donde saciará su hambre el Escudero, distinguiremos un pasar de estrellas empeñadas en regar de luz las almas todas de los hombres.

Hay que levantar los ojos y hay que levantar las manos y hay que levantar el corazón porque la paradoja de la inmortalidad contiene la verdad de que El Quijote se nos está escapando a cada momento. El vuelo de la inmortalidad al fin no es sino explicación irrefutable del retorno a la altura inmensa de Dios. El peso de la carne irá sobre lomos clavileños, mas el espíritu se acercará sin requerir de ellos cuando se haya purificado suficientemente en la aventura sin par de desfacer entuertos y sembrar el bien sobre la faz de la tierra. Bien, que se ha de traducir por paisaje de altura y que se lo ha de comprender pleno de color, del cuarto color que no existe en la plástica pictórica. El paisaje en El Quijote, señores, no es sino intuición de la superexistencia y no está propiamente en las páginas cervantinas sino entre líneas y por encima de la cabeza de los hombres.

Luis Moscoso Vega (Cuenca, 1909-1994) ofreció esta conferencia en 1947. El escritor, filólogo, dramaturgo y pintor ecuatoriano participó con este texto en unas jornadas realizadas en ese año por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, al conmemorarse cuatrocientos años del nacimiento del autor madrileño, con el título Homenaje a Cervantes. Reproducimos este estudio con un título ligeramente revisado para esta versión del Boletín Casa Carrión.