Ensayo/reflexión:
Quito, sub specie aeternitatis
Gonzalo Escudero
ACONTECE con la ciudad lo que con el libro. Menester es leerla y releerla, en trance de vigilia y sublimación del yo. Lectura esotérica de piedras, naipe de panoramas, con tiempo, humo, sol y lluvia, fatigadas imágenes de la eternidad.
El transeúnte del mundo es una antena viajera. Con el transeúnte del mundo, y solo con él iremos, para medir los cuatro siglos de Quito en la cinta métrica de la angustia. Con el transeúnte del mundo, y solo con él volveremos, para rumiar esos cuatro siglos de humanidad perezosa en el bosque de chimeneas urbanas. Artillería de las chimeneas. Última pólvora de los arcabuces, dientes de plomo en la piel india. Techos de bermellón descolorido que, al fin, copiaron el color de la piel india. No de otra manera, la ciudad se parece al hombre. No de otra manera, el hombre se transubstanció en la ciudad.
Georges Duhamel, buzo de ojos limpios, ensaya la duda: decadencia de la eternidad. Máquina y técnica devoran –a dentelladas truculentas– los residuos de eternidad. Las palabras de Duhamel no se murmuraron para Quito, urbe muerta desde que nació, y por ello, urbe en eternidad. La eternidad –vale decir la muerte– arropó a Quito en liturgia y ahí, la ciudad, amurallada por la montaña y el alcor que nunca abjuró de su destino de torre y de cúpula sobre el almácigo de las casas chatas. Y ahí, la multitud feudal que ora sin saberlo. Y ahí, el hombre, hongo sin sonido en el solar, insecto lento en la calle. Y ahí, la ciudadanía de las campanas, vocabulario de un alma soterránea, como la que pudo darse al acoplarse el escepticismo hispánico y el quietismo aborigen.
Algún día, será preciso decapitar a la epopeya que nos roe. Algún día, será necesidad perentoria proclamar que el «homo aeconomicus» advino de Oriente a Occidente con indumentaria española de los siglos XVI, XVII y XVIII. El instinto económico descubrió y conquistó la América, y los mozos peninsulares de cordel y de aventura carcomidos estaban por la soberanía del abdomen. Mercenarios de ultramar fundaron la ciudad de Quito. Traían cabalgadura y arneses, y en los arneses grabadas traían las insignias de la Corona y del Pontificado. La cabalgadura obedecía al mercenario y el mercenario obedecía a su hambre. La humanidad india sería, desde entonces, la sub-humanidad de la América Española que, en 1934, aún continúa siéndolo. El proceso colonial constituye la organización técnica de ese dominio quiritario del hombre ultramarino sobre el hombre y la tierra americanos. La independencia de cuerpo político no transmutó esa oposición del contenido social y, apenas, sustituyó arrogantemente la soberanía del Rey con la soberanía del mandarín criollo, depositario de la mentira democrática. He aquí el esquema de la epopeya.
El estante de la historia no admite estas heterodoxias. Polvoriento, heráldico, patinado, hacina la mentira con la belleza, porque la mentira es belleza, como lo afirma el Conde de Keyserling. Fuero suyo el de la letra gótica sobre el pergamino. Vesania suya la del menudo ratón que ambula y trota por sus aristas. Pero la verdad, no la encontraremos sino rastreándola en la realidad nuestra, inventario histórico de lo que somos, porque somos, como fuimos. Y nadie intentaría negar que conservamos, en alcohol transparente, la servidumbre del indio, ciudadano de la República. Y yo sostengo que mientras las cuatro quintas partes de la población ecuatoriana no hayan superado la frontera zoológica para convalecer en su naturaleza jurídica de humanidad, no existe nacionalidad, ni existe República, ni existen ciudades próceras.
La gloria es una concepción metafísica que se la administra cotidianamente a los grupos humanos, aún más que el agua que les falta. Y la gloria es una superchería sin la justicia. La justicia de todos que, en el siglo espasmódico de ogaño, es exaltación socio-económica: de las clases mayoritarias. La otra justicia –románica e individualista– es ya categoría de museo.
Los cuatro siglos de Quito agotan una experiencia histórica, clausuran un ciclo de vida. La conciencia del pasado no debe pesar en la marcha de un pueblo, a guisa de reminiscencia heroica. El supremo heroísmo reside justamente en la conciencia vital, esto es, en conocer cómo vivimos y cómo debemos vivir. Existencia supone perfectibilidad. Existencia sin perfectibilidad es inercia. Inercia es levadura de disolución.
Nuestro feudalismo cuatro veces centenario no puede significar orgullo colectivo. La panoplia, donde los aceros cuelgan y las cimeras enmohecen, no amasa pan. Amasa literatura épica, fonografía de un verbo homérico, psicopatología de un lenguaje orondo y gazmoño que, a trueque de sonar siempre, semeja aquel suplicio chino del sonido. Pero los hechos, tuercen el cuello a la retórica, porque las necesidades son más fuertes que las palabras.
Como quiteño, sueño en una ciudad quiteña redimida. Desasida de sus magnas supersticiones y de ese recato que la arropa, sombra de una Edad Media suya. En Quito, es el sol la óptima verdad, la que se otorga en dación íntegra de luz. La dinámica de la naturaleza sea nuestro espejo. Contra el etnos, el ethos y el pathos que nos ciñen, tal una triple armadura. Porque raza, costumbre y emoción nos han dictado un decálogo de indigencia y un alfabeto de conformidad. Se avecina el gran día, aquel en que los hombres anónimos de la gavilla urbana, en asocio con las bestias humanas del agro, no sean más cadáveres que andan. En esa madrugada sitibunda, fundaremos a Quito, enderezando su fundación histórica de 1534. Porque urge su fundación espiritual sobre el cimiento económico de una justicia social. Entonces, Quito adquirirá el fuero de la ignipotencia, aún más que la montaña ardiente que la sustenta. Entonces, Quito será risco del espíritu sobre el risco de la meseta.
Quito, 6 de diciembre de 1934.