Retrato de Gabriela Mistral
Adelaida Velasco Galdós
Todo está dicho ya… Pero las palabras,
cada vez que son sinceras, son nuevas.
José Martí
PARA ESCRIBIR sobre la ilustre y consagrada personalidad de Gabriela Mistral, la más grande y excelsa poetisa de América, creo que necesariamente y acaso como una disculpa, debo de citar las frases que anteceden de Martí; porque si las más grandes celebridades del mundo literario han aplaudido y exaltado, en apoteosis magna, su obra genial y definitiva, quédame a mí, que tan cerca estuve a ella, la sinceridad de la frase, mi férvida admiración y mi hondo afecto para trasladar a estos Apuntes algunos rasgos de su vida que servirán en el futuro, como una modesta e imparcial contribución para su completa biografía, porque si en verdad de Gabriela mucho se ha escrito, entiendo también que mucho se ignora. Además, al sacar a la luz de la publicidad algunas de estas páginas de mi acervo inédito, lo hago con el íntimo convencimiento de que su vida, tan hermosa y dignamente vivida en el correr de su medio siglo de existencia, nos pertenece a todos los que formamos parte de esta porción de América, estrechamente unida por la corriente del espíritu, y que pujante y magnífica marcha al compás del progreso humano, destacándose ufana en el concierto de su cultura. Vida hermosa, he dicho, y dignamente vivida porque para vivirla en la suprema dignidad del altísimo concepto, tuvo la filosofía de las almas superiores, aquella de que nos dice Rodó que es la que enseña que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto de aquel, que cedió al golpe de la adversidad. Vida gloriosa, forjada en el arieto formidable del amor, del deber y del dolor; alma grande y magnánima en la suprema aspiración del bien que supo elevarse por sobre todas las grandes luchas y por sobre todos los grandes infortunios y, sobre todo, porque no se doblegó jamás ante las grandes injusticias. Bien puede decirse de ella, en un paralelo digno con el austero filósofo romano: «Grave y sincera, es tan ilustre por la pureza de su vida como por el brillo de sus honores…».
*
Gabriela Mistral cumple hoy cincuenta años de edad, pues nació el siete de abril de 1889 en la poética ciudad de Vicuña, en la provincia de Coquimbo. El lujuriante Valle de Elqui le da perspectivas admirables, pues su vegetación es espléndida, su clima templado y en su descripción, don Agustín Edwards, nos la afirma como una región de leyenda. Fueron su padres don Jerónimo Godoy y Villanueva, algo poeta y algo bohemio, profesor titulado, y doña Petronila Alcayaga, mujer de rara belleza y de la más pura ascendencia vasca. Don Jerónimo, su padre, tenía 18 años cuando contrajo matrimonio y su madre, viuda en primeras nupcias, 45. Al nacer Gabriela al año siguiente, se cuenta que su padre inmensamente feliz tomó a la niña a los pocos instantes de haber venido al mundo y personalmente la condujo al Registro Civil, donde le impuso los nombres de Lucila María y de allí data el error de muchos de sus biógrafos, que le atribuyen al día anterior como la fecha de su nacimiento.
La infancia de Lucila Godoy fue muy triste y desamparada, pues su padre, trasladado con un cargo a Santiago, nunca más regresó al hogar. Fue su primera maestra, su hermana de madre, doña Emelina Molina, después viuda de Barraza, dulce y angelical mujer con quien conservo una afectuosa amistad epistolar y que actualmente vive en La Serena. «Por mi hermana, que es para mí tan buena –me decía en una de sus cartas–, sabrá Ud. que Gabriela es lo único que me queda en el mundo y que la quiero doblemente, como si fuera mi hija, pues siempre yo, quince años mayor a ella, fui casi su única maestra y por eso me considero orgullosa y feliz».
Efectivamente, doña Emelina fue quien inició a Gabriela en los rudimentarios conocimientos de primaria, y cuando ya sabía leer y escribir quiso su madre que ingresara en la escuela pública que estaba regentada por una ciega. Nunca he comprendido, me decía en cierta ocasión Gabriela, cómo el gobierno pudo darle la dirección del plantel con aquella tremenda imposibilidad física… Adelaida Olivares llamábase la maestra y era violenta, incomprensiva y fanática; muy lejos de poseer los nobles sentimientos de La Maestra Rural, de la poesía de Gabriela, de aquellas que «han de conservar puros los ojos y las manos –para guardar claros sus óleos, para dar clara luz…». Para poder asistir con puntualidad a sus clases, la madre que vivía en el campo había encomendado el cuidado de la niña a un matrimonio protestante, de reconocida honestidad, de quienes Gabriela en su lejano recuerdo hace una grata añoranza por sus bondades y virtudes y, sobre todo, por el máximo respeto que tuvieron para sus sólidas creencias católicas que le inculcaron en su hogar; pero parece que esta circunstancia influyó notablemente en el ánimo de la maestra para tomarle ojeriza a la niña, que tímida y delicada, incapaz de una mentira, jamás pudo contestarle afirmativamente a pesar de las amenazas de un constante castigo a la eterna pregunta sobre si los protestantes la estaban iniciando en su religión.
Un día de mayor violencia por la misma causa, doña Adelaida Olivares, encolerizada, mandó a llamar a la madre de Gabriela para comunicarle la resolución que había tomado de su expulsión del colegio «por su falta de inteligencia, su poca o ninguna comprensión y su desamor al estudio»; nada bueno podrá usted sacar de ella, agregó, y acaso sirva para los quehaceres domésticos… Ante tamaña injusticia, ante el castigo tremendo e inmerecido, ante la vil humillación, se reveló su alma en un gesto de suprema dignidad, y cuando su madre, siguiendo el consejo, le dio a guisar un pollo, se negó con firmeza a obedecer. Y le vino la reacción saludable, el deseo de mejoramiento, «la aspiración al bien distinto», de Rodó, y con la serenidad mayestática de las almas superiores se propuso, mediante su propio esfuerzo y sin el auxilio de maestro alguno, prepararse e instruirse y avanzar adelante en la lucha. Y triunfaría y se elevaría sobre la estulticia, la envidia y la incomprensión y, cubierta con la clámide luminosa de su intelecto, sería faro y orientación de las multitudes que hoy la aclaman como uno de los más preciados y legítimos valores del mundo de las letras.
A propósito de la maestra de Gabriela, quiero insertar un episodio interesante y acaso desconocido que lo escuché de sus propios labios, cuando en nuestras largas e interminables charlas estuve ávida de su palabra maravillosa, que fue para mí el manantial inagotable de purísimas enseñanzas, faro de luz por su sapiencia, remanso espiritual por su exquisita bondad. «Creyentes que anheláis por el estremecimiento del más allá –decía en su magistral artículo de bienvenida, el ilustre, el admirado Gonzalo Zaldumbide, refiriéndose a Gabriela–, allí la tenéis circundada por el aura pávida del Misterio», y allí la tenéis, agrego yo, cuando transcurridos los años de un largo y voluntario exilio regresa a la patria, cargada de honores, y ávida del cielo azul va a posar su planta en el hogar de sus mayores… Allí la tenéis, cuando doña Adelaida Olivares implora su perdón porque siempre tuvo en su conciencia el amargo reproche de su injusticia para su discípula de antaño, porque ella presentía que el dolor de su crueldad habría dejado una huella en el alma sensitiva y buena de la niña tímida y sufrida. «La fui a visitar –declaró en una ocasión–, porque Lucila representa para mí el exponente de la mujer chilena que nos prestigiaba fuera de la patria. Me saludó cariñosa, pero…», nada más agregó la anciana al periodista que la interrogaba.
El perdón es don divino o es falta de dignidad, me dijo un día solemnemente Gabriela, sentencia que aún resuena en mis oídos y sin duda por eso –continuó, al referirme este relato– yo no estaba todavía poseída del divino don. No volví a recordar más el incidente, hasta cierto día que un matrimonio amigo, donde me hospedaba a mi regreso de Europa, me refirió que mi antigua maestra estaba gravemente enferma; recuerdo también que aquella noche soñé algo borroso, impreciso, y que en la madrugada me desperté con un dolor agudo en el costado izquierdo. Me levanté temprano y algunas horas después sentí en mí, que algo oculto e invisible, algo así como una fuerza superior, me impelía a salir fuera. Me vestí de negro y salí sin rumbo, ambulando por las calles de mi ciudad, cuando de improviso me encontré con un cortejo funerario; me incorporé a él, y esa misma fuerza me obligó a presidirlo, pues era yo, indudablemente, una autómata de aquella fuerza desconocida. Llegamos al templo y una niñita se me acercó con un ramo de flores que yo coloqué sobre el féretro y alguien también me dio un hisopo de agua bendita, mientras yo rezaba en voz alta las preces de los difuntos, y ya al salir noté que una mano invisible había colocado sobre mi cabeza una mantilla, sin duda porque en mi país no se acostumbra entrar al templo con la cabeza descubierta. Terminada la ceremonia y al disgregarse la concurrencia, pregunté quién era el difunto y me respondieron: es la anciana maestra de escuela, doña Adelaida Olivares, que falleció en la madrugada… Sentí entonces el mismo agudo dolor, que había sentido al amanecer de aquel día y solo entonces comprendí que estaba poseída del divino don y con una sentida plegaria derramé el bálsamo lustral de mi perdón…
He referido ya que solo el propio esfuerzo de Gabriela, su contracción al estudio y sin maestro alguno que la dirigiera fueron los factores máximos que la hicieron coronar con éxito sus empeños y así a los quince años, con esa misma vocación profesional de su padre y de su hermana, era ya ayudante de una escuela rural y ella misma ha referido que era tan humilde el local en que dictaba sus clases que tenía piso de tierra. Amargos y muy crueles fueron los días de su adolescencia y de su primera juventud; y la lucha por la vida fue tan cruenta que solo a fuerza de lágrimas y de resignaciones pudo amasar el pan del cotidiano vivir. Ya por aquella época, el nombre de Lucila Godoy era una promesa halagadora para la poesía chilena, pues sus sentidas poesías, de las cuales se conservan muy pocas, se habían dado a la publicidad en los dos únicos diarios que, por entonces, se editaban en La Serena.
Fue también entonces, cuando el alma purísima de Gabriela despertaba a las primeras emociones del amor; y amó con la dulce sencillez de otras edades y al saberse bien amada, se abrió su corazón a las dulces emociones, como se abren las corolas de los lirios al beso acariciante del sol…. Rogelio Ureta se llamaba el joven; tenía 25 años y era empleado en uno de los ferrocarriles del Estado y era apuesto y era bueno. Así lo dice la poetisa en sus versos:
Te digo que era bueno, te digo que tenía
el corazón entero a flor de pecho; que era
suave de índole, franco como la luz del día
henchido de milagro, como la primavera…
(«El ruego»)
Un día la fatalidad cernió sus negras alas sobre sus elegidos; descubierta una malversación de fondos sin encontrar a los responsables, el joven Ureta, ofuscado, se levantó la tapa de los sesos. Al hacerle la autopsia se le encontró escrito un nombre en los bolsillos de la americana. Sencillamente decía: «Lucila…». La poetisa, que por razones de su cargo estaba ausente por muchos meses, no tuvo ni siquiera el consuelo de contemplar en la hora postrera el rostro adorado. Este doloroso acontecimiento dejó huellas de profundo dolor en el alma de Lucila Godoy y fue la llama inspiradora que dictó a su numen las más bellas poesías: El ruego, Interrogación, etc., entre otras.
Consagrada con más ahínco a sus tareas pedagógicas, inició en 1910 sus cursos secundarios en la Escuela Normal de Santiago y así en los años de 1911 y 1912 ejercía ya una cátedra de segunda enseñanza en Antofagasta, de donde fue trasladada poco después a Los Andes con el cargo de Inspectora General y Profesora de Geografía y Castellano en el Liceo de niñas y también años consecutivos dictó otras cátedras en la ciudad de Temuco y finalmente en Santiago.
En el año 1914, se celebraron en Santiago unos Juegos Florales, que tuvieron el alto significado de un verdadero acontecimiento literario, dada la calidad de quienes en ellos tomaron parte; y al dictaminar el jurado, se encontró que el sobre que contenía la composición premiada con las más altas recompensas pertenecía a la poetisa que firmaba con el seudónimo que hoy ha consagrado su trascendental obra literaria: Gabriela Mistral. En aquellos tiempos, su penuria era tanta que no teniendo cómo presentarse correctamente ataviada en público, tuvo que acudir al Teatro Municipal donde se celebraba pomposamente la fiesta, para presenciar desde una galería la adjudicación de los premios; y como una simple espectadora escuchó los aplausos prolongados del público entusiasmado que pedía conocer a la autora que no se presentaba.
En el año de 1922, ejercía el Ministerio de Instrucción Pública el señor don Pedro Aguirre Cerda, prominente miembro del partido radical chileno y hoy exaltado a la Primera Magistratura por el voto mayoritario de sus compatriotas. Este funcionario siempre se distinguió por su alto espíritu de justicia y valorizando la inteligente actuación que Gabriela Mistral había demostrado en sus cargos pedagógicos que se le habían confiado, resolvió crear en Santiago un nuevo Liceo de Señoritas, con el fin de que ella no solo lo dirigiese sino también con el plausible deseo de que imprimiese con sus conocimientos un nuevo rumbo y otras orientaciones que se juzgaban necesarias. Pero instigado un sector del profesorado de la capital por una colega del magisterio, para impedir que ese cargo sea confiado a quien por su superioridad venía a ser un estorbo y acaso a echar por tierra a falsos valores y, como tales, plenos de vanidad y soberbia, acordaron rechazarla sin ninguna causa justificada, poniendo para ello en juego las más ruines intrigas; inventando las más rudas calumnias, ejerciendo todas las malas artes de que se puede ser capaz en espíritus envilecidos por la envidia y demostrando así de cuánto puede ser capaz la astucia y la malignidad. Y vino la renuncia de parte del profesorado; se escandalizó la sociedad y sus altas esferas, rodearon a Gabriela y a don Pedro Aguirre con ese espíritu templado y honorable que lo ennoblece, dimitió su cargo y con él renunció en masa el gabinete. Vino la reorganización y por dos veces consecutivas fue nuevamente nombrado el señor Aguirre y su primer paso fue el nombramiento tan codiciado del Liceo de Señoritas N° 6 para Gabriela Mistral.
Esta injusta campaña y otro acontecimiento de índole moral, del cual me ocuparé después, dejaron una honda huella de pesar en el nobilísimo corazón de la poetisa, y poco tiempo después aceptaba el noble ofrecimiento del ilustre Vasconcelos, hecho en nombre del gobierno de México, que la invitaba a colaborar en las reformas educacionales de aquel país. Al partir de su patria, el brillante escritor chileno Pedro Prado escribió un bellísimo y sentido artículo dedicado al Pueblo de México: «La veréis llegar –decía– y despertará en vosotros las oscuras nostalgias, que hacen nacer las naves desconocidas al arribar al puerto cuando pliegan las velas y entre el susurro de las espumas siguen avanzando como un encantamiento lleno de majestad y ensueño. Llegará recogido el cabello, lento el paso, el andar meciéndose en un dulce y grave ritmo, etc.». Este artículo fue insertado como Prólogo en su libro Desolación, que editó el Instituto de las Españas en Nueva York en 1923. En México fue recibida espléndidamente y fue casi un ídolo de su pueblo que la amó y supo comprenderla. Por insinuación de ese gobierno escribió dos obras de segunda enseñanza, que se editaron en México con el título de Lecturas para mujeres y también Ternura, que es un poemario de canciones infantiles, editado en España donde ya se encontraba en el año de 1924. Regresó a su patria, al año siguiente. (…) Residió también en [París] e Italia donde formó parte del consejo directivo del cine educativo; después marchó a los Estados Unidos a donde fue llamada para dictar clases en el aristocrático Vassar College; dio conferencias en distintas Universidades y en 1931 fue invitada oficialmente a algunas capitales centroamericanas donde le rindieron toda clase de homenajes. En Puerto Rico inauguró un curso universitario y en su Universidad desempeñó la cátedra de literatura hispanoamericana y dio también conferencias en La Habana y Panamá. En El Salvador y Guatemala fue recibida oficialmente en las universidades y en Puerto Rico fue declarada «hija adoptiva». Durante esta gira recibió en muchas Universidades la altísima distinción de nombrarla doctora honoris causa.
Al regresar nuevamente a Europa y con los cambios de gobierno que por aquella época se habían realizado en su país, Gabriela Mistral había perdido su situación oficial y en Francia, sin medios de subsistencia, tuvo que trabajar en una casa editorial, pues su sueldo de redactora de los diarios El Mercurio de Santiago y La Nación de Buenos Aires escasamente le alcanzaba. Fue muy penosa aquella época y ella me ha referido que el cariño que en toda ocasión ha demostrado por nuestra patria y los ecuatorianos tiene un doble motivo, pues ella fue huésped del consulado del Ecuador durante aquella circunstancia, ya que nuestro Ministro en París, don Gonzalo Zaldumbide, de quien Gabriela Mistral tiene el altísimo concepto que merece, le ofreció con una delicadeza que le honra el espacioso local que por entonces ocupaba el consulado en Marsella, comisionando para ello a nuestro compatriota César Arroyo. Bajo su escudo y su bandera, me decía, desfilaron grandes celebridades literarias de Europa que me iban a buscar y en la Rue Senac, n° 34, yo supe amar como ecuatoriana ese Escudo y esa Bandera…
Su carrera consular se inició en 1933, y este puesto fue solicitado al gobierno chileno por algunos inmortales. Maeterlinck, Romain Rolland, Maurois y otros hacían este pedido. No podían concebir ellos cómo esta mujer extraordinaria, aureolada por el genio tuviera que trabajar en esta forma en Europa, una mujer que prestigiaba a su patria como ninguna. Y fue entonces nombrada Consulesa en Madrid, donde ella creyó sentirse como en su propia patria. «Mi patria, es esta patria grande», dijo en una ocasión, y como hija de esa gran patria creyó también tener el derecho de una crítica que siempre resulta estimuladora para los pueblos. Pero no lo creyeron así algunos españoles y aunque esa crítica fue lanzada en una carta particular y se tuvo la infidencia, por decir lo menos, de publicarla en una revista de Santiago, tuvo que renunciar el consulado y partir luego a Lisboa donde había sido designada con igual cargo.
El año pasado volvió de nuevo a su patria, obtenida una licencia, y esta circunstancia nos dio la feliz oportunidad de que nuestro gobierno la invitara oficialmente a visitar el país y que nuestro Ilustre Ayuntamiento, con una gentileza que le honra, quiso hacerle todos los honores. Guayaquil la recibió alborozada y todas sus clases sociales, sin excepción, le demostraron su admiración y su afecto. Su proverbial sencillez, su ninguna vanidad, enemiga de poses académicas, hacen que todo aquel que a ella se acerca le entregue sin reservas su amistad. Por eso asombra que haya habido seres que amargaron esa alma tan noble y bondadosa.
En el seno de la intimidad tiene el encanto de un niño; jamás hace alusión a su gloriosa personalidad y nadie, al no conocerla, podría imaginar que esa mujer tan buena y sencilla está aureolada por la inmortalidad. Jamás lee un elogio y casos ha habido que sabiendo por referencias que algún admirador sincero o insincero le había rendido pleitesía, inmediatamente toma la pluma para agradecerle aunque alguna vez agradece sin saberlo, por esa costumbre, alguna frase que la hiere. Dispuesta siempre a estimular el verdadero mérito o a mejorar una situación, ella pone todo lo que tiene a su alcance para conseguirlo. Así le he visto yo realizar algunas nobilísimas acciones.
Últimamente el gobierno del excelentísimo señor Aguirre Cerda, la nombró Ministro Plenipotenciario en Centro América, cargo que en su modestia ha declinado porque dice que «ese no es su oficio» y por tanto se le ha revalidado su consulado en Niza a donde estará a gusto.
El año pasado la ilustre escritora argentina Victoria Ocampo, que es una nobilísima mujer, editó en su Editorial Sur otro libro de Gabriela que se titula Tala y que en nuestro país ha circulado muy poco y del cual, la propia autora, se reservó muy pocos ejemplares, pues su venta servirá para los niños huérfanos de la guerra civil española. Los críticos han acogido las nuevas poesías de Gabriela, casi todas inéditas, como «un libro de plenitud, como una verdadera obra maestra…». Durante su permanencia en el Ecuador, enriqueció su acervo poético y del sueño balneario de Playas, donde tuvo días de reposo y bienestar, trajo un bagaje de bellísimos poemas, casi todos de motivos ecuatorianos.
Actualmente, Gabriela Mistral reside en San Agustín de Florida y su permanencia en los Estados Unidos toca ya a su término. Le llegarán estas líneas y sentirá orear en sus sienes las brisas del recuerdo de la sinceridad de un afecto.
Guayaquil, abril 7 de 1939
Publicado por diario El Telégrafo, de Guayaquil, abril 7 de 1939, luego de la visita de Gabriela Mistral a la ciudad de Guayaquil y como inicio de la campaña en favor del Nobel de Literatura para la poeta chilena. La escritora y diplomática ecuatoriana Adelaida Velasco fue la promotora del Premio Nobel de Literatura para la poeta chilena. Se puede consultar en esta misma sección el texto «Gabriela Mistral y el Premio Nobel de Literatura».
Ilustración: Retrato de Gabriela Mistral, por Oswaldo Guayasamin, 1956.