Acerca de la nueva normalidad
Iván Sandoval Carrión
Como secuela de la vigente pandemia y cuarentena mundial se anticipa el advenimiento de una supuesta nueva normalidad en lugar de la anterior. ¿Acaso podemos hablar de una antigua normalidad? ¿Qué entendemos por «normalidad»? Valdría la pena analizar lo que entendemos por ese término, que usamos en la vida ordinaria y que se propone de diversas maneras desde diferentes discursos.
Desde la Grecia clásica, que impulsó el modelo de la geometría euclidiana como un referente general del pensamiento, la normalidad equivalía a la perpendicular, que no se inclinaba a ningún lado y que se mantenía en el justo medio. Ese fue el antecedente de la concepción estadística de la norma como el promedio dentro de un espectro, en cualquier fenómeno o atributo.
De allí pasamos al terreno de la Ética de los bienes, en donde la norma es la regla justa que previene y evita los excesos. Es el referente de la ley que propone un rasgo como principio a obedecer en el orden de la conducta, o un ideal en el plano de las identificaciones. Obsérvese cómo la norma ética se mantiene en el campo geométrico de la «rectitud».
En el campo de las ciencias biológicas, la normalidad se establece a partir de aquellos rasgos anatómicos y fisiológicos que se consideran propios de cada especie, para juzgar a los individuos que pertenecen a ella. Usualmente, se trata de propiedades cuantificables e inherentes a la estructura que se estima propia de esa especie natural.
En la psicología, que toma la referencia de la biología, igualmente se piensa que las funciones mentales superiores de nuestra especie están sujetas a las posibilidades de mediciones para considerar aquello que se considera «normal» en el funcionamiento de los seres hablantes, y en sus relaciones con los congéneres. Las más conocidas son las escalas que supuestamente miden la inteligencia de los sujetos.
Como vemos, estas dimensiones de la «norma» y la «normalidad» oscilan entre el establecimiento de los supuestos promedios, la sujeción a ciertas leyes y la pretensión de los ideales, como las medidas que se consideran en el momento de evaluar a los individuos en sus condiciones y en sus actos. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el funcionamiento de una sociedad?
Somos sujetos del lenguaje, en relación con nuestros semejantes, inscritos en una sociedad y en una cultura, sujetados a un orden político determinado, con un funcionamiento de los intercambios en el campo de la economía, y vinculados por afectos, afinidades y diferencias. Todo ello confluye en lo que se estima es la «normalidad» propia de cada comunidad, sociedad y cultura.
Así entendida, la «normalidad» social configura un conjunto de hábitos y reglas que se van estableciendo a través del tiempo y de las generaciones, que configuran un código que «normaliza» las relaciones entre los miembros de esa comunidad, que no necesariamente se ajusta a la ley y a los ideales, y que contiene –en muchos casos– desigualdades y excesos de todo orden. Entonces, la supuesta y anterior «normalidad» es aquello en lo que se ha vivido sin mucho cuestionamiento, y de lo que se ha padecido.
Con lo expuesto, no hay razones para pensar que una «nueva normalidad» estaría más acorde con la ley, con los ideales, y con la reducción de las diferencias y los extremos entre los ciudadanos de un país como el Ecuador. El descalabro económico nacional y mundial, causado por la pandemia, ha empobrecido a la mayoría en distintos grados, ha enriquecido a unos pocos, y ha impuesto reglas contingentes de vestimenta y distancia física entre las personas, en medio de esta crisis que no tendría por qué modificar la estructura social ni la particular subjetiva.
En realidad, más allá del duelo de algunos por las pérdidas familiares, del desempleo de muchos y del empobrecimiento de casi todos, nada cambiará significativamente en el orden social, político y económico. En general, nuestra especie y particularmente nuestro país ratifican de manera compulsiva el consabido aforismo de Jorge Santayana: «Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».
La dificultad de aprender de la experiencia está vinculada a la compulsión de repetición que mora en el inconsciente de nosotros, los seres hablantes. La repetición que va más allá de la reiteración de las experiencias positivas y placenteras. La compulsión de reincidir en aquello que no necesariamente es positivo por el afán de recuperar una condición mítica y supuestamente inicial de bienestar y equilibrio. La repetición que a veces se esconde tras la búsqueda de los ideales.
El mito del paraíso original es probablemente universal y por lo regular es inconsciente. La idealización romántica del pasado y de los comienzos es inherente al funcionamiento psíquico de los sujetos, causado por la determinación del inconsciente. No hay sujeto sin un orden social y una vinculación con sus semejantes y con el Gran Otro que ubicamos en la sociedad y en la cultura. Si cada quien, en tanto sujeto, padece por la compulsión de repetición, esa tendencia se extrapola al funcionamiento colectivo y a la relación entre los seres hablantes y sus organizaciones.
En esas condiciones, las verdaderas revoluciones son una excepción en la historia de la humanidad, y los supuestos cambios sociales son más bien cosméticos o toman muchas generaciones en producirse. En algunas ocasiones, cuando creemos advertir un giro en la organización política y en las condiciones económicas de un pueblo, habría que investigar si ello es el efecto de una experiencia traumática colectiva como una guerra o una catástrofe. Incluso en esos casos, habrá que esperar para decidir si ello habrá tenido una incidencia verdadera y suficiente en la estructura.
Estamos sorprendidos y desconcertados ante lo que ha ocurrido en el planeta desde hace tres meses, y cómo ello ha afectado –temporalmente para la mayoría– nuestros hábitos y rutinas, es decir aquello que incluimos en nuestra idea de la «normalidad». Pero es muy temprano para determinar si estamos a las puertas de una «nueva normalidad». Por lo pronto, el llamado cambio de semáforo en nuestras ciudades nos ha puesto cautelosamente en las calles, y nos ha confrontado con el hecho de que la conducta de los automovilistas ecuatorianos no se ha modificado en absoluto. Adicionalmente, las noticias han verificado que la corrupción naturalizada, que forma «lazo social» entre los ciudadanos de este país, continúa vigente. Entonces…
Médico, psiquiatra y catedrático universitario residente en Quito. Psicoanalista AMA de la Asociación Lacaniana Internacional y de la agrupación ABCdario Freud-Lacan. Columnista de diario El Universo de Guayaquil.