Nelson Estupiñán por dentro*
Argentina Chiriboga
El viento de invierno propaga su idioma de frío mientras atravieso el parque de El Ejido. Un manto de rocío reparte su perfume, la mañana ha despertado.
Los árboles son un claro reflejo de mi vida: son una encrucijada de savia; sin embargo, me pregunto si seré, acaso, un lucero que busca en el lago una moneda perdida.
Cada paso que doy, cada minuto transcurrido es como atravesar un puente colgante; sigo pensando si la semilla de amor germinaría para siempre o sería solo un viaje en el desierto.
Iba rumbo a la iglesia de El Belén: Quito, jueves 1 de marzo de 1962.
Mi reloj marca un cuarto antes de las diez de la mañana. Al pasar cerca del Colegio Nacional 24 de Mayo, mi corazón tiembla y vuelve a las lejanas correrías, a las sonoras risas de cuando fui estudiante de ese plantel, y me detengo un momento para escuchar la algarabía de las jóvenes.
Nelson se pasea inquieto; de vez en cuando mira el reloj. Al verme, se aproxima rápido, me besa la frente y me dice:
—Pareces un sol.
Años más tarde nos sentábamos a escuchar la balada Ni el clavel ni la rosa, que Leonardo Favio la canta con tanta maestría, y que sugiere esa misma imagen: «Y le grité a la gente que el sol se te parece…» A veces bailábamos.
Desde entonces, me acostumbré a que me piropeara. Siempre inventaba una metáfora para mí.
Fuimos en busca del sacerdote, para cumplir con los requisitos exigidos. Nelson era socialista, no creyente en los ritos de la Iglesia Católica. Pero sí creía en una energía universal. Y cuando tenía una necesidad invocaba el espíritu de su madre. Él conocía mi fe cristiana y, voluntariamente, me propuso casarnos por la Iglesia.
Me decía:
—Por ti iría a buscar la luz a todas partes. Mi amor florece por ti.
Pensé que aquella galantería era testimonio de una persona profundamente enamorada; que esos elogios no eran por simple compromiso ni tampoco un acto fastuoso, sino que se trataba de un sentimiento sincero y que a ello estaba unida su sensibilidad poética. La literatura se había convertido en uno de los motores de su vida y la palabra adquiría resonancia en su existencia y armonizaba con la sencillez campesina de su origen. Armonizaba con su espíritu y su sentido artístico.
Esa ocasión, ya en la iglesia, abrí mi cartera y extendí al sacerdote un sobre en el cual creí haber guardado la partida de bautismo. El padre leyó y se sonrió.
—La felicito, señorita —me dijo—; usted goza de buena salud, pero necesito su certificado de estar bautizada… Usted trajo unos exámenes de laboratorio.
Tuve que volver a la casa donde residía, Juan Larrea y Río de Janeiro, frente a la Escuela Espejo.
Quito, viernes 2 de marzo de 1962. Nelson espera impaciente, mira el reloj. Siempre fue puntual, afirmaba que era señal de respeto. Mira los autos que se acercan a la iglesia. La lluvia camina descalza, las campanas danzan en la frontera del viento. Guardé ese momento de la noche en mi corazón, porque anunciaba un nuevo amanecer, que revive a la luz de los recuerdos. Nos casó quien luego sería Arzobispo de Quito, monseñor Antonio González Zumárraga.
Al terminar la ceremonia, la lluvia se había ido a cantar por otros caminos. Luego, fuimos a la casa de mi hermana Carmela Chiriboga de Monar, donde realizamos una sencilla fiesta. Nelson tenía una charla muy fluida, contaba muchas anécdotas, y se hacía pronto agradable a todos.
El reloj palpitante apresura el paso
Días más tarde, cuando estábamos en Ipiales, sufrí mi primera decepción. Yo creía ser una joven ordenada y disciplinada en mis hábitos. Había egresado poco antes de la universidad y sabía al dedillo la química orgánica, la inorgánica; dominaba la biología, la bioestadística, etc. Comenzaba mis clases un cuarto para las siete de la mañana con el doctor Edmundo Carbo, otras veces con el doctor Luis Riofrío y jamás llegué atrasada ni falté a clases. Pero, en realidad, nunca pensé que pudiera existir un orden tan estricto como el que tenía mi flamante esposo.
A ratos, me divertía y reía a carcajadas, me cubría los ojos para no asimilar ese orden o no cambiar mi forma de ser. Nelson siempre acostumbraba a colocar las cosas exactamente en un mismo sitio: la peinilla al lado izquierdo de la peinadora, la loción al centro; mi frasco de perfume debía colocarse junto a mis cremas. Observé que sacaba brillo a sus zapatos cada vez que llegaba de la calle, así fuera de madrugada; el pantalón lo colgaba en un armador, cuidando que estuviera muy bien doblado y no se arrugara. Le gustaba arreglar la cama y lo hacía con tal delicadeza que el cubrecama quedaba en el sitio preciso.
Se levantaba antes de las seis de la mañana; en vez de rezar, recitaba, salpicaba de versos toda la casa. La poesía lo hacía más humano, decía sus poemas con una expresión de sentir colectivo, solidario con la gente, con nuestro pueblo negro.
A forma de saludo, me decía:
—Has amanecido muñecosa…
Hacía gimnasia y, luego del baño, preparaba el desayuno, que consistía en una taza de leche, pan integral con queso fresco. Y consumíamos mucha fruta, en nuestra casa jamás faltaron las frutas: naranjas, guineos, uvas, manzanas, toronjas.
Le gustaba realizar las compras, pues en la costa es costumbre de los hombres ir al mercado, mas no las mujeres.
No le gustaba gritar ni decir malas palabras y tenía un gran sentido del humor.
Les decía a sus amigos:
—Cuando la China llegó a mi poder…
A mí, desde niña me han llamado China. Cuando peleábamos con mis hermanas, me gritaban: «¡China!», y yo caía al suelo llorando. Luego, de adulta, acepté el apodo.
Nelson no podía alejarse de la poesía, ni la poesía testimonial podía alejarse de él, porque descubrió en el fondo de sí mismo una raíz que lo unía a su pueblo.
Era, también, un hombre de trópico, un hombre acostumbrado a estar en íntima relación con su mar, con su río, con sus montañas.
Infortunadamente, yo no asumía bien la lección de colocar las cosas en sus respectivos sitios, y de manera frecuente quebraba vasos y pomos de crema.
—China, olvidaste que la peinilla se coloca al lado izquierdo…
—Mira, Nelson, lo mismo da colocarla a la izquierda o a la derecha, sé que está allí y basta —le respondía, intentando justificarme.
Recordé a Charles Darwin
Confieso que no recordaba cómo era vivir en mi querida provincia, que siempre fue castigada por los gobiernos de turno. Desde la revolución del coronel Carlos Concha Torres, quien se levantó en armas para vengar la muerte del general Eloy Alfaro Delgado y sus compañeros, la provincia de Esmeraldas recibió un castigo: el olvido.
Desde 1912 Esmeraldas era víctima de un auténtico genocidio. Los afroesmeraldeños eran tratados con indiferencia, como si no existieran; no poseían agua potable ni luz eléctrica; las calles no estaban pavimentadas, no había infraestructura. Y lo más lamentable es que los habitantes de la provincia se habían acostumbrado a vivir sin esos servicios.
Yo había vivido por muchos años en Quito, gozaba de todas las comodidades y beneficios que brinda la capital del país. Mi corazón se había vuelto urbano y el aire de los Andes me brindó un sorbo de olvido. Al regresar a Esmeraldas y al oír croar a las ranas en los charcos, el ladrido de un perro lejano, al sentir la oscuridad de la noche, me parecía vivir en un país remoto, olvidado por completo. Todo era un lamento, un aullido sordo golpeaba mis oídos. Mi espíritu se estremecía, no me conformaba en aquel mundo inmóvil y, muda como en éxtasis, evocaba mi vida en Quito.
Una noche me arreglé para irnos al Cine Esmeraldas. Los cines sí tenían luz para poder proyectar las películas. Aquel cine era tan diferente al Teatro Bolívar, o al Sucre. Aquel era al aire libre, las bancas estaban hechas de caña guadúa, pero era el mejor de la ciudad. Como hacía calor, saqué el pañuelo para secarme el sudor y darme viento. Al rato, me doy cuenta que le había puesto perfume a la media… y al cruzar las piernas, vi que llevaba un zapato negro y otro rojo. Fue entonces que comprendí el porqué de someterse al orden riguroso, acepté la necesidad de colocar las cosas en el sitio exacto, y que Nelson para sobrevivir había tenido que adaptarse al medio, uno de los principios de Charles Darwin. Pasado el tiempo, en plena oscuridad iba a la cocina, tomaba agua y sabía con exactitud donde estaba la jarra, los vasos, y ya no quebraba nada ni tropezaba con nada.
No podía dejar de comprender que comenzaba a formarse en mí una conducta completamente nueva; sin embargo, debía dar algunos pasos más; por ejemplo, no me acostumbraba a la frecuente falta de agua potable, que a veces llegaba de madrugada. Teníamos que estar atentos para que Nelson se levantara a recogerla.
Yo buscaba una tabla de salvación en medio del naufragio, algo que fortaleciera mi voluntad combativa. Por fortuna recordé del renombrado biólogo Charles Darwin que “sobrevive el más fuerte, el que tiene mayor capacidad de adaptación”, y puse la proa hacia mejores propósitos. Dejé el espíritu abierto y comprendí el porqué del atraso de mi ciudad; encontré atracciones y encantos como ir a nadar en el mar, Nelson era un excelente nadador, practicaba diferentes estilos. Y aprovechábamos la lluvia para bañarnos en el chorro que caía en el patio.
Árbol que da frutos
Absorta en el misterio, me convertí en madre, y en la profundidad de la noche me sentía cósmica. Nelson aprendió a cantar canciones de cuna, aprendió a edificar una nueva morada. La voz de sus poemas tenía la brisa angelical; un tropel de ríos lo sorprendió, sus hijos se convirtieron en simientes que brotaron de manantiales serenos, fueron la inspiración para sus poemas.
Agosto, voz de viento, viento con mensajes de mar. Ha llegado la hora de proyectar la infancia; en el corazón de Nelson resuenan sus pasos de niño, se busca, se encuentra y vuelve a recordar cómo hacía las cometas, de diferentes formas y tamaños. Él, que de adolescente hacía cometas y trompos para vender, se vuelve artífice de luceros; sus cometas tienen alas de encantamiento; las hacía con papel de seda.
La familia iba a la playa, a Las Palmas, para hacer volar las cometas. Recuerdo una vez que a nuestro hijo Franklin se le fue la cometa y se puso a llorar; Nelson lo consoló y le hizo otra. Hacía trompos, era experto en hacerlos bailar, los cogía en la palma de la mano y mis hijos veían a su padre como un mago que transformaba las cosas en pájaros, en rosas.
Al llegar de su trabajo, en el Banco de Fomento, nos acostábamos en la hamaca, y mientras leía el diario El Universo enseñaba a leer a nuestros hijos. Siempre tuvo mística para ser maestro, le gustaba enseñar a los jóvenes. Enseñó contabilidad y sus alumnos eran requeridos para ser empleados por las instituciones.
Era un hombre honrado al centavo. A veces, cuando alguien se equivocaba en la cuenta, les devolvía la diferencia. Eso les enseñó a nuestros hijos: jamás perjudicar al prójimo.
Había sido alumno de profesores alemanes, quienes le enseñaron cálculo mental. Él sumaba, restaba, multiplicaba y dividía mentalmente. Obtuvo las mejores calificaciones como estudiante del Colegio Mejía.
El mar sueña con las estrellas
ADICTA A LOS RECUERDOS
Libre de amarras, parto,
para vagar cual paloma
huyendo del paisaje agobiado.
Zarpar hacia un desconocido mar,
pasar del rojo vivo al blanco,
sin dejar huellas,
quemar las naves,
ir al encuentro del olvido;
el dilema es vencer
mi adicción a los recuerdos.
Los recuerdos pueden tener su origen en sentimientos muy variados. Hay recuerdos que, como alas, se abren a la caricia; recuerdos que nos despiertan estremecidos.
Nos embarcamos en un yate rumbo a San Lorenzo. Nuestros hijos, Franklin de diez años, y Lincoln de seis, se sienten almirantes en mar abierto, sus voces van en el viento lo mismo que pelícanos. Todos nos encontramos agradecidos con el amigo que nos prestó la embarcación. Nelson nos narraba que siendo adolescente viajó a Panamá en una balandra que tenía su padre; nos cuenta la Leyenda del Buque Fantasma y del Riviel, mientras el yate burla los tiburones que a babor y a estribor custodian la hermosura del océano Pacífico.
La alegría del mar golpea con sus olas la embarcación y respiramos la fragancia del viento.
Por la noche, ya en tierra, nos hospedamos en la única habitación que había disponible; los zancudos hacían temblar el silencio y alocados se lanzaban a atacarnos con sus flautas de tonalidad doliente. Nelson sale a comprar un repelente, pero regresa sin adquirir el producto, no lo consigue.
Me acosté con mis hijos, con deseo de descanso; no podíamos arroparnos, pues el calor era muy fuerte. Nelson permaneció despierto ahuyentando los insectos. El alba indicó que las cosas acababan de nacer y Nelson continuaba espantando a los zancudos.
Por la mañana fuimos a conocer la ciudad. San Lorenzo tiene los más bellos paisajes del Ecuador, paisajes que el azul va tejiendo. Fuimos al muelle, saboreamos deliciosos cebiches y regresamos por la tarde con la satisfacción de haber conocido un lugar de nuestra provincia.
Nos embarcamos cuando las nubes parecían celestes corderos. En mitad del viaje nos cogió el cambio de marea: los marinos la llaman la virazón. Las olas saltaban por encima del yate, el mar con su bravura parecía desintegrar la embarcación. Yo observaba el mortal resplandor de la quilla de los tiburones. El yate estuvo a la deriva, pues se dañó un motor, y parecía un barquito de papel perdido en la marea azul.
Nelson mantuvo la calma, nos miró muy sereno y seguro de que saldríamos con bien del trance. Abrazó a sus hijos para darles confianza. Yo resumía mi angustia en el silencio y miraba navegar el horizonte.
La biblioteca me mira en silencio
Abierta desde el alba, la biblioteca espera la visita de Nelson. Lo espera para compartir otros sueños, rescatar la luz de las palabras. La biblioteca tiene un perfume particular que lo resume todo.
El viento empuja la puerta de la biblioteca, es el viento alegre del domingo. Nelson comienza su tarea, en silencio sacude con un plumero cada repisa de su biblioteca; levemente va despojando el polvo. Se detiene, toma un libro, lo acaricia, lo abre, lee algunas páginas como para recordar que lo leyó, o para calentarlo y darle vida. Siempre se lo veía con un libro en la mano.
Extasiado, sus ojos leen con unción maravillosa. Me daba la impresión de que se transportaba a otros mundos. A ratos, levanta la voz y cual cazador vigilante escucha el poema para diagnosticar su ritmo, su cadencia. Separa algunos libros. De repente, me llama y me dice con la mirada fulgente:
—China, te recomiendo que leas este libro, te va a ser de mucho provecho.
Después de sacudir los libros arregla su escritorio, todo lo pone en orden, bota los papeles del basurero, va por la escoba y barre su santuario.
A las ocho y media de la mañana cerraba la puerta de su estudio; solo se escuchaba el sonido del teclado, no le gustaba que lo interrumpieran.
La máquina de escribir era marca OLIMPIA, adquirida después de la SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, que aún conservo.
Nelson poseía paciencia, gratitud, tolerancia, experiencia, asombro; miraba de frente y tenía amabilidad en la mirada.
Fue un niño pobre, estudió y sufrió discriminación, la opresión del sistema político excluyente. Se propuso realizar una revolución, sin armas, y con sus obras literarias concienció al pueblo al que él pertenecía, sobre la necesidad de luchar por una sociedad justa y equitativa.
El ritmo es la miel de la vida
Para Nelson la poesía y la novela llevan en sí la vitalidad del ritmo y este tiene que adaptarse al marco de la temática. El ritmo es fuente de energía, mantiene una relación esencial con el ser y sobre todo con nuestro mundo africano. El pueblo negro matiza el paso de los días con el ritmo; el ritmo es la miel de la vida. A través del ritmo los y las afros descubren el profundo sentido de la existencia: el mar, el río, la playa, el monte tienen la ingenua alegría del ritmo. La hierba danza, y danza perenne la nieve.
Con este ritmo, como si se tratara de un largo poema de verso libre, que conserva su musicalidad interior, él creaba sus novelas.
En este barajar de recuerdos que aproximan el carácter de Nelson, de repente llega a mi memoria este hecho: él no había estudiado preceptiva literaria, pues estudió contabilidad en el Colegio Mejía. Sin embargo, por su cuenta, estudia con ahínco todo el programa de Literatura, hasta llegar a dominar la materia. Nunca se sintió enorgullecido de eso, solamente consideró necesario poseer esos conocimientos. Pero sí le brindó alegría espiritual, pues se demostró a sí mismo que tenía una fuerte voluntad por aprender, además de disciplina y superación.
Mientras escribía, no leía obras de otros autores, para evitar influencias, y olvidaba todo lo leído.
Puedo reproducir sus palabras, pero no su tono de voz, ni su mirada, ni su satisfacción cuando terminaba una novela; sus ojos se colmaban de lágrimas. Su obra literaria estuvo a favor de los verdaderos intereses del pueblo, sobre todo del pueblo afro, al cual se pertenecía.
Acostumbraba estar acompañado de un libro, y prefería las biografías.
A babor y a estribor rondan los sueños
Nelson recorre muchos países, en diferentes latitudes, y en su peregrinar de viajero curioso va descubriendo nuevos cielos y que en todo el mundo, en el fondo mismo de cada ser humano, existe un sentimiento de solidaridad con todos los seres del planeta.
Cada viaje lo colma de profunda inquietud. Un viaje significa comunicación fraterna con el paisaje, con la vegetación, con la gente.
Él había comprado una maleta, en 1960, para viajar a China Popular y a la Unión Soviética, aceptando una invitación. La maleta era de cuero, cuadrada, con cierre y un pequeño candado, ya completamente obsoleta para viajar a España, en el año 2000, atendiendo una invitación de la Universidad de Alcalá de Henares, la ciudad natal de Cervantes, donde recibiría un homenaje que le hacía la Negritud de diversos países, y al que asistiría un representante de la realeza.
Pensé en comprar otra maleta para Nelson, pero él se negó rotundamente. Afirmó que la suya estaba en buenas condiciones y que no había necesidad de cambiarla.
—Nelson, al pasajero se lo conoce por su equipaje —le dije, pero él no dio importancia a mis palabras.
Yo, en cambio, me compré una maleta hermosa, a la que le puse un lazo verde, muy vistoso y coqueto.
Al llegar al aeropuerto de Barajas, salí orgullosa con mi equipaje. Ya en la noche, me di cuenta de que esa maleta no era mía, pertenecía a una señora colombiana, pues la suya era igual que la mía.
—Ya ves —me dijo Nelson—, mi maleta es inconfundible.
El viaje que llama a la puerta de la muerte
El destino tiene la tendencia a dar formas a la vida, entreteje planes y alegorías misteriosas. El destino juega con las personas, pero es un juego, a ratos, sublime, pleno de silenciosos o amorosos presagios.
Contemplo a lo lejos, como quien al final de la distancia. Se oye una marimba melancólica. Será que el corazón sigue la huella, será porque se intuye el peligro o tal vez los años vividos se convierten en fundamento, en roca soportando toda clase de prueba.
Al llegar a Pennsylvania, Nelson, con la urgencia con que los desesperados rezan a Dios sin pensar en el milagro de una respuesta, exige al catedrático representante de la universidad que lo lleve a la oficina donde se tramitaba su seguro de vida.
—Don Nelson, eso lo confirmaremos al volver de la conferencia.
—No, por favor, necesito verificar si mi seguro está en la oficina correspondiente.
Así fue. Cuando Nelson se aseguró de que todo marchaba bien, nos dirigimos a la universidad.
Su decisión fue importante, pues de lo contrario nos hubiésemos complicado la existencia.
Es febrero, las nubes cambian de señas, la neblina con su manto vigila el día y Nelson tose ahuyentando el silencio de la madrugada. Le practico mis conocimientos ancestrales, pero la fiebre, cual serpiente, se enrosca en su cuerpo. La vida semeja un desierto.
Pennsylvania, 1 de marzo de 2002. Recita el poema que me dedicó, titulado Silencio imposible, y llora. Me pide que le diga el poema que yo hice para él. Están presentes un médico y una enfermera; me acerco, le seco las lágrimas, y ahora soy yo quien le da un beso en la frente.
Eran las diez de la mañana. Casi fue la misma escena de hace cuarenta años. Me dijo que iba al encuentro de nuestro hijo Franklin.
En las últimas horas estuvo junto a él un médico negro, de Martinica.
Falleció a las siete de la noche, en el M.S. Hershey Medical Center.
* Texto publicado con la gentil aquiescencia de su autora. Se publicó antes en la revista Tierra Verde, n. 11, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Esmeraldas, en septiembre de 2012. Número de homenaje a Nelson Estupiñán Bass en el centenario de su nacimiento.