Crítica:

En la vida, en medio de la muerte

Sobre Carta sin final, de Lupe Rumazo

Andrea Mejía

A Lupe Rumazo la han comparado con María Luisa Bombal y con la gran Clarice. No lo necesita. Como toda escritura real, solo se parece a sí misma. Su destino no es convertirse en la gloria de las letras de ninguna nación, de ningún continente, porque ella ha vivido en la errancia y en la diáspora. No tiene lugar propio sobre la tierra. Si tuviera que buscar parentescos, yo los buscaría más en Teresa de Ávila o en Homero. Sus afinidades filosóficas son platónicas y su mente es leibniziana. Por su facilidad para hablar con los muertos, y como los muertos, mencionaría a Rulfo y a Faulkner. Diría unas palabras sobre Joyce, pero no porque Rumazo sea la verdadera heredera del monólogo interior, que lo es, sino para contar esta historia que adoro: Joyce tenía una hija que hablaba otra lengua, una lengua que solo Joyce entendía y que hablaban cuando estaban juntos. Joyce murió casi ciego, sobre una mesa de operaciones. En el entierro la niña estuvo atenta a cada una de las paladas de tierra negra que caían sobre la caja de madera de su padre, hasta que la cosa acabó y la niña dijo: «Ahí está él, cubierto de tierra, oyendo lo que todo el mundo dice. Es listo, ¿no es verdad?». A ratos, las palabras de esta niña venían a iluminar mi lectura de Carta larga sin final.

Carta larga sin final es la novela de Lupe Rumazo, escritora y crítica ecuatoriana, inicialmente publicada en Caracas en 1978. Acaba de ser reeditada y publicada por Seix Barral. Juan David Correa, director literario de Planeta, hizo lo único que se debe hacer con los tesoros: entregarlos. Gracias a él y al escritor ecuatoriano Leonardo Valencia, tenemos ahora este libro entre las manos. Si vamos a llamarlo «novela», tendremos que pensar, y pensarlo seriamente, qué son las novelas y para qué las escribimos. Yo al menos lo pensaré. El caso es que como Lázaro, este libro que nunca estuvo muerto, quizá solo dormido, vuelve para los lectores. Y qué bueno es que vuelva. Es una gran noticia.

Esta no es la única obra publicada de Rumazo. Su libro de ensayos, Rol beligerante, ha circulado también, como Carta larga sin final, en pequeños círculos de afortunados lectores que lo han leído con admiración y con asombro. En Rol beligerante escribe: «Si Voltaire sostenía en sus Cartas sobre Edipo que a los muertos se les debe solo verdad, y a los vivos respeto, yo creo que a ambos se les debe verdad».

Carta larga sin final es un diálogo ininterrumpido con su madre muerta. «Una suerte de diálogo platónico –de maestro y discípulo, mamá y yo, intercambiando una y otra vez roles». Es «una meditación de la muerte», y no sobre la muerte, porque es como si la muerte misma meditara, levitara, se valiera de la apertura sibilina de Rumazo para alzarse y dominar, para encontrar sus palabras y su idioma. «Apenas puedo creer que esté viva», le escribí a Juan David Correa cuando empecé a leerla. Viva hasta en la muerte, Rumazo en realidad destruye la retórica de la muerte; rechaza su majestad con algo aún más poderoso que la dulzura y la obediencia. Es una especie de facultad inasible la que tiene. Obedece, sí, pero hace algo más: vence a la muerte con el lenguaje, que no es lo mismo que negarla, todo lo contrario. Y se deja vencer por ella primero, y se entrega. ¡De qué manera! Para poder hablar así, ella misma tiene que estar muerta. Creo que por eso es la más viva entre nosotros.

«En medio de la escritura estamos en la muerte, estamos en medio de la vida», escribió en alguna parte Peter Handke. Handke tendría que leer a Lupe Rumazo, si no la ha leído ya, porque él lee en español con buenos diccionarios. Tendría que leerla, y sería una dicha grande para él; oiría en Carta larga sin final la expansión de su frase, el despliegue de una escritura en la muerte que está en medio de la vida, y que es todo menos fúnebre, o elegíaca, aunque sí es un canto, y es casi una aventura, yo diría, si la palabra no fuera demasiado alegre. Pero un gozo sí es. Es un gozo su escritura que es «solo luz y ya no carne». Fanal inmenso sin barco y sin puerto, campana de cristal que resguarda su propio fuego, su propia luz.

«Vi a los ancianos cogidos de las manos danzar en ronda, a la entrada del océano y mientras caía una lluvia intensa». Frente al claro poder oracular de Rumazo, yo también pensaba en Tiresias, otro ciego más, como Edipo, como Joyce, que ve, y que Odiseo encuentra en su descenso al Hades. Lupe Rumazo le habla a los muertos con verdad, y se deja interpelar por ellos. Aunque aquí no es cualquier muerto: es mamá, como la llama, su flor, su muerta única e irremplazable. Como Antígona, Rumazo es leal a su muerta. Ha convertido a su madre en la fuente misma del lenguaje: no de esta o aquella palabra, sino de la posibilidad misma de que haya palabras. Como permanece aferrada a esa fuente, pierde el miedo, o eso creo. No he sido capaz de preguntarle nada.

En la Odisea Telémaco busca a su padre a través del mar. Su padre perdido en el pontus, el mar embravecido y enemigo, no el thalassa que es el mar familiar y cercano. No lo encontrará en las rutas marinas sino en la isla, a la que arriba Odiseo, disfrazado, el mismo y vuelto otro. Lupe Rumazo busca a su madre. Pero qué distinto es su viaje. A su madre ya la ha encontrado y la ha perdido para siempre; su madre está en ella, ella es la tumba y el cuerpo de su madre; es la urna, el cántaro y el sarcófago de su madre muerta.  Son las dos las que se hacen al mar. Y no son dos, son una sola. Y su mar, ¿cómo es su mar? Ella lo llama a veces «el reino de la síntesis grande». Su mar es un mar helado y es un mar en llamas, ardiendo, como el mar de Teresa de Ávila; y las cartas a su madre son las moradas de su alma.

Igual que Teresa de Ávila, Lupe Rumazo subvierte y desborda el proyecto del psicoanálisis. (En realidad subvierte y desborda cualquier proyecto: el de una novela, por supuesto, el de una carta, incluso el de una cierta forma de entender el libro, aunque no una forma muy antigua de entenderlo.) Rumazo subvierte el psicoanálisis al despreciar la claridad que, como dice ella, no busca ni atesora. Lo que busca es «la acentuación de nuestra crisis interior». Así que no es la verticalidad del psicoanálisis la que se anuncia en esta carta, pero sí una verticalidad temible y misteriosa, angélica: «tú estarás siempre muy alto», le dice a su madre. Es una verticalidad suavizada por un pacto, por una amistad viva, por el amor intenso que puede haber entre madre e hija. Verticalidad, «a pesar de que por el hecho de morir, de pasar por lo que ya has pasado, nos hagamos solidarias. Yo he sido siempre solidaria contigo». Rumazo es un antídoto para el psicoanálisis porque su mente no es una serie de determinaciones o de patologías, que es como decir una cárcel; su mente, o su alma, es como para Platón, principio de movimiento, y es por el amor, igual que en el Fedro, que se funde la cera que cubre y paraliza las plumas atrofiadas del aparato alado del alma.

Lupe Rumazo no hace entonces una analítica del alma. No disecciona, no parte, no distingue: fluye. Su método, es decir su camino, es el discurso, el discurrir, y su aspiración no es el análisis sino, ya lo dije, la síntesis, el reino, un reino que a diferencia de Itaca, no tiene orillas, ni horizontes.

Hay textos que hacen a un lector verdadero: el lector que se hace uno con lo que lee. ¡Cuánto esperamos por un texto así! Carta larga sin final es uno de esos textos. Nos hacemos uno con el viaje. Seguimos a esta Orfea subterránea y del mar. El viaje no va a ninguna parte. Rumazo sabe, al empezar a escribir, que ella ya está en el punto de llegada, que no hay tal punto. Por eso es una carta larga sin final, y por eso, tal vez, la compara con un caracol, no con un barco: «esta obra reproduce la realidad sencilla que entrega un caracol calcáreo acogido a una playa. Sin ser el mar, tiene, a más de su sonido, la interna conmoción, es un pulmón de incesante respirar. Pero a este caracol si escucharlo se quiere hay que acercarlo al oído y también, concomitantemente, para valorarlo, haber visto y sentido antes al propio océano. Yo he ido acercando a mi oreja la respiración de la vida y de la muerte y las he encerrado en un caracol, flor marina de enrollados pétalos siempre».

Caracol, flor marina, pétalos enrollados, este libro es una mónada que contiene el océano entero. ¡Nada más leibniziano! Dije que su mente era leibniziana. En primer lugar, porque trata con la infinitud en vez de negociar con la finitud. Es de Leibniz también la intuición de creer que entre la vida y la muerte hay una continuidad, que es algo que queda bellamente expuesto en la carta o pasaje o morada que se titula «Arco de paso». La naturaleza no da saltos, repite Leibniz, que escribe además en su Monadología que entre la conciencia y el desmayo hay «pequeñas percepciones» que hormiguean infinitesimalmente hasta el desvanecimiento. Pero al mismo tiempo, Leibniz cree que somos cofres cerrados, discontinuos, «mónadas sin puertas ni ventanas», nos llama.

Qué pequeño sería valorar el libro de Lupe Rumazo. «Para valorarlo», tendríamos que «haber visto y sentido antes al propio océano», ¿y lo hemos visto acaso? Qué necio sería hacer una crítica en cualquier sentido de la palabra: valoración, disección, análisis, destrucción. Podemos, ya que está aquí, acercárnoslo al oído. Reconocer en esta carta el ritmo de una oración interior, de una plegaria; una música sin fin, sin final ni finalidad, como el llanto; podemos albergar en nosotros el ritmo del viaje hacia nada, y amar, por sobre todas las cosas, el sonido del lenguaje. A pesar de que contiene los pétalos del dolor enrollados, este libro es un gozo. Podemos ver en él los destellos que relampaguean detrás de las frases. Podemos sentir respeto (en sentido kantiano: temblar, detenernos) ante la inteligencia abismal de Lupe Rumazo, sonreír con su ternura, quedar heridos con su angustia. Respirar. Morir con ella.

Lupe Rumazo (1933). Novelista y ensayista ecuatoriana residente en Caracas, Venezuela, de amplia trayectoria y resonancia intelectual en América Latina y Europa. En ensayo ha publicado En el lagarYunques y crisoles americanos, Rol beligerante, Vivir en el exilio, tallar en nubes y Los Marcapasos. En relato y novela, Sílabas de la tierra, Carta larga sin final (1978) y Peste blanca, peste negra, Escalera de piedra y Temporal La última llave del Destino. Como editora ha preparado la selección y prólogo a Páginas escogidas de Montalvo y «Vida y obra de Alfonso Rumazo González», para la Biblioteca Ayacucho, de Venezuela. Editora invitada del volumen 9 de Re/Incidencias, del Centro Cultural Benjamín Carrión, dedicado a Alfonso Rumazo González. Representante para Venezuela de la Sorbonne Nouvelle en la Literatura Comparada y de la Sociedad Europea de Cultura.

Andrea Mejía. Escritora e investigadora colombiana. Estudios de Literatura en la Universidad de los Andes. Doctora en Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido profesora de los departamentos de Ciencia Política y de Filosofía en la Universidad de los Andes y profesora invitada en la Universidad Autónoma de México. Es columnista de la revista Arcadia. Autora de la novela La carretera será un final terrible.