Ensayo/crítica:
Góngora, poeta de los sentidos
Emilio Orozco
MÁS POR INSTINTO de poetas que por reflexión de críticos, apuntaron en sus sátiras algunos contemporáneos de don Luis hacia dos esenciales características del estilo culterano: el halago de los ojos y el halago de los oídos; esto es, valores pictóricos y valores musicales. Así, en cuanto a lo primero decía Enríquez: «Estos versos siempre son/ oropel que desde lejos/ engañan con la color»1. Y con respecto a lo sonoro, entre otros, comentaba Lope por boca de un personaje: «¿Ya te deslizas en culto?/ Por hablar con cascabeles,/ Que es linda cosa el ruido/ aunque no se diga nada»2.
Aunque con ironía, en ese oropel y en esos cascabeles descubrían quizá lo esencial del irresistible poder seductor de la poesía de Góngora. Algo, por otra parte, característico, en general, del Barroco; el desarrollo de todo lo aparencial, que hasta se ha podido dar como definidor del estilo. Como decía Alfonso Reyes, las armas con que Góngora emprende su revolución estética «son las armas de la sensibilidad»3. La expresividad de su verso se apoya siempre en lo sensorial; cuando no se reduce solo a actuar sobre los sentidos. Y esta tendencia se extremará al par que los recursos estilísticos gongorinos. Ante las Soledades, Dámaso Alonso destacará los mismos aspectos visuales y sonoros sobre los que ironizaban aquellos poetas: «Sale … de toda esta poesía –dice– un constante halago de los sentidos. Ninguna más sensual, y de todos los halagos sensoriales, los más extremados, los del sonido y del color»4.
Sentido pictórico
Una general tendencia a lo plástico y pictórico preside el desarrollo de las letras en la época del Barroco5. De aquí el que sea frecuente entonces el pintor-poeta y el poeta-pintor, y el que todos los escritores no se cansen de repetir que la pintura es poesía muda y la poesía, pintura que habla. La poesía gongorina, con su gusto por la actitud contemplativa y su afán descriptivo y de creación de imágenes, se ofrece así como la más completa realización de ese ideal pictórico. Porque Góngora es el que marca este paso decisivo al poema descriptivo, y con ello a la pintura hablada. Sus obras de más directa derivación renacentista, como el Polifemo, nos ofrecen claramente ese significativo cambio: la importancia de la descripción. En el dicho caso ya fue subrayado esto por Paul Thomas6, y, en general, viendo en ello el cambio que con respecto a lo renacentista supone la poesía de Góngora, por Salembien7.
Pero ya los contemporáneos percibieron el valor inigualado del sentido pictórico de la poesía de Góngora. Un pintor y escritor como Carducho se entusiasma ante la capacidad descriptiva que demuestra el Polifemo y las Soledades, «donde parece que vence a lo que pinta y que no es posible que ejecute otro pincel lo que dibuja su pluma»8. Y el abad de Rute destaca e insiste en dicho valor de las Soledades. Refiriéndose a ellas, repite la gustada comparación: «La poesía en general es pintura que habla, y si alguna en particular lo es, lo es esta»9 y después agregará la repetida comparación con un lienzo de Flandes.
Ya en su misma vida nos descubría Góngora cómo le atraían los bellos espectáculos, y sus metáforas están demostrando cuán profundamente observaba esa amada realidad; porque, en general, su deformación de lo real supone el destacar desmesuradamente los rasgos expresivos de las cosas. Así, aunque con técnica antirrealista, puede dejarnos la impresión imborrable e inconfundible de una realidad concreta.
La tendencia a lo pictórico estaba, pues, apoyada en una íntima atracción hacia todo lo bello aparencial y expresivo de la realidad; no falta ahí tampoco el mundo del arte. Aparte el paralelismo estético que con su poesía representaba, su fino instinto para lo pictórico le hace detenerse y admirar la fachada de la chancillería granadina, el más temprano gesto barroco de nuestra arquitectura, y, sobre todo, la deslumbrante pintura del Greco. No es extraño que quien se entusiasmó ante esta exaltada visión de luces y colores, también en la vida incitara a gustar, como supremos goces, «el color, la luz, el oro».
Es lógico que la sensación centro de esta visión pictórica sea el color. Como decía Dámaso Alonso, «no hay estrofa, ni apenas verso, en que no se dé una sugestión colorista»10. De acuerdo con su técnica antirrealista e hiperbólica, no encontramos variedad en su paleta, sino la tinta pura e intensa en la que cuenta el oro, la plata y la pedrería. Pero lo más importante a destacar no es solo la intensificación y acumulación de las sensaciones de color, sino el empleo de este de acuerdo con un sentido pictórico. Junto a los contrastes de oro y plata, destacan los de blanco con rojos, verdes y oros; pero sin que falten las armonías de complementarios, las reiteraciones de un color e, incluso, el más pictórico empleo del toque brillante resaltado sobre la masa o plano de complementaria coloración, como vemos en el verso En campo azul estrellas pisan de oro. A veces, la estilización del natural se hace partiendo del contraste de color, en el que además se detiene reiterando en sentido ascendente la sensación colorista hasta terminar en la nitidez de la piedra preciosa. Recordemos, así, la armonía contrastada que le suscita una dama muy blanca vestida de verde: «Copos de blanca nieve en verde prado,/ azucena entre murtas escondida,/ cuajada leche en juncos exprimida,/ diamante entre esmeraldas engastado»11.
El paisaje
Dentro de la citada tendencia pictórica, destaca como motivo central la descripción de la naturaleza, el cuadro de paisaje; aunque no falte tampoco la rápida visión próxima de elementos naturales, de animales, flores y frutas. Lo predominante es la amplia visión de la naturaleza, y, respondiendo a su situación en el arranque del Barroco, todavía aparecen en ella las figuras humanas, aunque queden achicadas, como en los cuadros de la época.
Aunque [Walter] Pabst afirme inicialmente, al referirse a los paisajes gongorinos, que no es frecuente en ellos lo típicamente barroco, sin embargo, es innegable que, si bien descubren su derivar de visiones renacentistas, en lo más profundo y esencial de su concepción lo preside el sentido del nuevo estilo12. Por esta doble razón será necesario citar a Rubens, pero también por el dinamismo y la exaltación de las fuerzas naturales que en los paisajes de ambos alienta. Porque dentro de esa visión amplia, en Góngora se realiza también la gran conquista de la pintura de paisaje: el sentido de la profundidad; pero no solo por la alusión –tan repetida entonces– a los lejos o distancias, sino porque, como el pintor flamenco, mueve a veces con dinámico impulso la composición, lanzándonos hacia dentro.
Pocos cuadros de paisaje de mayor amplitud y profundidad puede de ofrecer la poesía del Barroco como aquella visión que contempla el protagonista de las Soledades cuando, después de dormir en el albergue de los pastores, sale en compañía de uno que le lleva, y la vista le hace quedar inmóvil «… sobre un lentisco,/ verde balcón del agradable risco». La amplia y rica visión de paisaje con el efecto de lejanía está plenamente lograda: «Si mucho poco mapa le despliega,/ mucho es más lo que, nieblas desatando,/ confunde el sol y la distancia niega»13. Y no falta en el cuadro, como elemento preferido de los lienzos de la época, la aparición de las ruinas:
Aquellas que los árboles apenas
dejan ser torres –dijo el cabrero
con muestras de dolor extraordinarias–
las estrellas nocturnas luminarias
eran de sus almenas,
cuando el que ves sayal fue limpio acero.
Yacen ahora, y sus desnudas piedras
visten piadosas yedras:
que a ruinas y a estragos
sabe el tiempo hacer verdes halagos.
Después, sobre este gran lienzo de paisaje vamos viendo aparecer, primero, «un torrente de armas y de perros»; seguidamente, un grupo de serranas que animan, con la música de sus negras pizarras y su baile, hasta «hacer populosa la montaña»; por último, vemos surgir otra multitud de serranos que llevan gallinas, cabritos, conejos, perdices y orzas de miel, dándole ocasión al poeta –aunque sin la morosidad de otros que le siguen– para pintarlo todo, con plástico y seguro trazo descriptivo.
Otra visión de paisaje de claro sentido barroco, por el predominio de lo pictórico y pintoresco y su contraste de claroscuro, la ofrece en las primeras estrofas del Polifemo:
Donde espumoso el mar siciliano
el pie argenta de plata al Lilibeo
… Allí una alta roca
mordaza es a una gruta de su boca.
Guarnición tosca de este escollo duro
troncos robustos son, a cuya greña
menos luz debe, menos aire puro
la caverna profunda que a la peña;
caliginoso lecho el seno oscuro
ser de la negra noche nos lo enseña
infame turba de nocturnas aves,
gimiendo tristes y volando graves.14
Ante estos ejemplos vemos bien que Góngora actúa más como pintor que como poeta; no nos presenta la emoción experimentada ante la naturaleza, sino –como decía Dámaso Alonso– «pone delante de nuestros ojos, directamente, a la naturaleza misma»15. Pero, como precisa el mismo crítico, «una naturaleza deformada estéticamente, último resultado de la evolución que arranca del bucolismo grecolatino y resurge y se completa en el Renacimiento». En ella –añade después– «no solo ha desaparecido lo feo, lo incómodo, lo desagradable, sino que aun su misma belleza se ha estilizado o simplificado para reducirse a bien deslindados contornos, a escorzos ágiles, a armoniosas sonoridades, a espléndidos colores». La deformación de la naturaleza no supone siempre una pura creación imaginativa sin contacto con una concreta visión de la realidad. Artigas recordaba cómo el paisaje de la Soledad primera pudo ser inspirado por recuerdos del viaje del poeta a Cuenca, así como el de la segunda por el de las rías gallegas. Siguiendo una indicación de Filgueira, Brunn ha precisado esa última relación refiriéndola en concreto a la ría de Pontevedra. En ella existe una isla que, en efecto, tiene forma de tortuga, como la que describe Góngora16.
En esta deformación, en este paradójico destacar la realidad huyendo de ella, hay una general tendencia que especialmente destaca Pabst; la naturaleza se vivifica con sentido humano: «Lo muerto se hace vivo por medio de atributos y propiedades humanas»17. Así, la cueva de Polifemo es un «formidable bostezo de la tierra»; después vemos que los «arados peinan las tierras»; y en la dedicatoria de las Soledades pinta los montes cubiertos de nieve como «gigantes de cristal a los que teme el cielo».
Pero de dicha vivificación que solo en parte enlaza con la que se da en la poesía renacentista procede ese dinamismo, el impetuoso torrente de vida que late en su deformada visión del cuadro de paisaje. Así, aunque, como decía Dámaso Alonso refiriéndose a las Soledades, «nada queda borroso e impreciso –nada impresionista–, todo neto, todo nítido y exacto», sin embargo, como páginas antes escribía él mismo, «por todas partes … fluye un espíritu pánico de exaltación de las fuerzas naturales: bajo los versos más precisos, bajo las palabras más espléndidas, late el fuego vital de la naturaleza engendradora y reproductora, como un borboteo apasionado»18.
Exaltación, pues, de luces, colores y sonidos; exaltación hiperbólica, también de formas, todo apretándose y recargándose; y exaltación de los íntimos impulsos de esta naturaleza humanizada, que presta a la visión un intenso aunque contenido dinamismo; todo, en suma, de perfecta equivalencia con el cuadro de paisaje del Barroco.
Pero hay un hecho en el que debemos insistir: Góngora prefiere siempre partir de la naturaleza, aunque a veces vea tras ella todo un mundo de seres mitológicos que acaban por ocultarla. Por esto, las formas puramente artificiales aparecen siempre en un segundo lugar; solo las visiones complejas de ruinas y jardines, tan gustadas en la época por la superposición que entrañan de naturaleza y artificio, las vemos aparecer, aunque sin ser predominantes. La descripción de lo artificial le seduce menos. Si comparamos las Soledades con el Paraíso de Soto de Rojas, descubriremos como diferencia central ese distinto punto de partida. El granadino describe una naturaleza no solo limitada y empequeñecida frente a las amplias visiones que nos ofrece el cordobés, sino que, además, supone ya una superación del arte sobre lo natural: las flores, plantas y árboles son ya en la realidad, con su artificiosa distribución o recorte, verdaderos tapetes, mesas o figuras; hasta el agua ha cobrado su apariencia de cristal y plata en sus artificiosas fuentes y surtidores. Si vemos, por otra parte, en Jáuregui y Bocángel, la importancia concedida a la descripción de lo puramente artificial, como las suntuosas arquitecturas, contrastaremos mejor aún el sentido de los cuadros de naturaleza de Góngora. Atendiendo a la historia de la temática, la razón de todo ello quizás esté en que el cordobés queda más próximo a la tradición renacentista; pero la razón más profunda está en que la poesía de Góngora supone un más íntimo y entrañable contacto con la vida, aunque su impetuoso fluir lo percibamos dominado, oculto, bajo la dura corteza de la deslumbrante y perfecta construcción artística de su lengua.
Sentido musical
Junto al sentido pictórico hay que destacar en la poesía de Góngora la musicalidad. Certeramente decía Artigas: «Aquella pintura del héroe sin nombre de las Soledades, oculto en lo cóncavo de una encina, manteniendo la vista de hermosura y el oído de métrica armonía, si se le agregase alguna representación de las influencias humanísticas y de las preocupaciones de la dignidad de la lengua y el alto estilo, podría ser el mejor símbolo de nuestro poeta y de su arte: exquisita sensibilidad para el ritmo»19.
Para la valoración de este aspecto hay que tener presente, en primer término, la propia formación musical de don Luis. Era excelente músico, e incluso algunas de sus composiciones debieron de escribirse para ser cantadas20. Ya vimos cómo el ser «tan aficionado a la música» lo alegó como descargo cuando por el obispo Pacheco se le reprendió el andar con cómicos. Pero junto a esto hay que destacar algo instintivo que nos explica cómo la musicalidad en sus versos brota espontáneamente de su concepción poética. Si su retina era poderosa para apresar el rasgo expresivo, la imagen o la nota de luz o color, su oído no lo era menos; finísimo, atento no solo al canto y a la música, sino a todo el mundo de lo sonoro; a la musicalidad de lo humano, de la naturaleza y del arte. Si descubría la expresividad de todo lo que oía, también le desagradaba toda sonoridad inarmónica, desordenada. Así, no creo solo pura salida de humor el hecho de que en la citada visita se queje de que el campanero «tañe sin orden». Y, cómicamente, con un fuerte sentido plástico materializando la sensación auditiva, dirá de un padre de la Compañía que en las palabras de la consagración corpus meum se detuvo mucho: «Esta es la primera eme con cuatro patas que he visto en mi vida»21.
Esa sensibilidad musical fundamenta la multiplicidad de alusiones al canto e instrumentos que ofrece su poesía. Con su gusto por el contraste vemos las cultas y clásicas cítaras y liras, frente a las populares y callejeras bandurrias y guitarras. Y todo sonando como les corresponde: el ronco son de trompas belicosas; el bárbaro ruido de la flauta de Polifemo; el aliento sonoroso del torcido caracol del Tritón y los sonantes cuernos y roncas bocinas, frente a concertados violines, dulces esquilas, cítaras dolientes, campanitas de plata y trompeticas de oro. Sería larguísimo enumerar todos los instrumentos que cita además de los dichos: órganos, campanas, laúdes, rabeles, tiorbas, y hasta el castañeteo de las negras pizarras que con sus blancos dedos –instrumentos de marfil– tañen las serranas de Cuenca. Toda esta música resuena teniendo como fondo, como eco, la de la misma naturaleza; y no solo la de las aves –cítaras de pluma–: esas mismas serranas bailarán «al son del agua en las piedras/ y al son del viento en las ramas».
No es extraño, pues, dado este sentido y afición, que su constante tendencia a la metáfora le lleve –según destacó Dámaso Alonso, al comentar este aspecto en las Soledades– a comparar todo lo que emite un sonido agradable con un instrumento musical:
rompiendo el agua en las menudas piedras,
cristalina, sonante, era tiorba;
y las confusamente acordes aves
… muchas eran, y muchas veces nueve
aladas musas que, de pluma leve
engañada se oculta lira corva,
metros inciertos sí, pero suaves
en idiomas cantan diferentes …22
Basta como confirmación este ejemplo que, con su acierto de siempre, elige el citado maestro. De su poesía anterior recordemos solo la mantenida metáfora de su fina canción de 1603:
Sobre trastes de guijas
cuerdas mueve de plata
Pisuerga hecho cítara doliente;
y en robustas clavijas
de álamos, las ata
hasta Simancas, que le da su puente:
al son de este instrumento
partía un pastor sus quejas con el viento.
Y una vez más vemos la comunicación que se establece entre la música y canto humanos y la de la naturaleza.
La comparación con instrumentos y gusto por lo musical acude a sus versos hasta en los momentos de más honda y sincera expresión de su intimidad, incluso refiriéndola a sí mismo. Así, cuando desengañado de la corte vuelve con ilusión a su huerta pidiendo a sus arroyos –tiorbas de cristal– le tengan preparados ruiseñores –«prodigio dulce que corona el viento,/ en unas mismas plumas escondido/ el músico, la musa, el instrumento»–, se pregunta entre serio y burlón: «¿Valió por dicha al leño mío canoro/ (si puede ser canoro leño mío),/ clavijas de marfil o trastes de oro?».
En cuanto a los valores musicales de su poesía, es indiscutible que en la técnica poética gongorina se nos da un aprecio y valoración de los elementos materiales del verso que, salvo contadísimos casos, y siempre menos reflexivamente, no se consigue en la lírica española. Y no se trata solo del efecto de musicalidad del verso en sí, aislado, y del conjunto estrófico, sino también de la expresividad de las distintas palabras y sonidos. En cuanto a los primeros aspectos, como concretaba Alfonso Reyes, «nos lleva desde los campanilleos de los pequeños metros danzantes hasta el rumor de órgano de las octavas y las silvas; y unas veces nos solicita a bailar con sus pies medidos, y otras nos embriaga como una nube de sonoridad cambiante y difusa»23. Recordemos por nuestra parte, frente al retumbar de su trompa bélica (en su primera canción y en la De la Armada que fue a Inglaterra), el cristalino y gracioso cantar: «no son todos ruiseñores/ los que cantan en las flores,/ sino campanitas de plata,/ que tocan a la Alba;/ sino trompeticas de oro,/ que hacen la salva/ a los Soles que adoro».
Con los valores onomatopéyicos o sugeridores de la palabra y con los acentos y ritmos vocálicos o consonánticos que la mera lectura del verso exige, consigue el poeta expresar siempre un algo de la íntima representación y pensamiento. Así, ha podido decir Dámaso Alonso que es Góngora «uno de los poetas españoles que mejor han comprendido el verso como unidad expresiva, y sabido ajustar los elementos externos a los internos, la musicalidad a la representación»24.
Recordemos, por su fuerza onomatopéyica, el verso del Polifemo «el céfiro no silva o cruje el robre», cuyos sonidos y acentos refuerzan su violenta y penetrante sonoridad. A él hay que unir el que destacaba Dámaso Alonso en las Soledades: «O el austro brame o la arboleda cruja». Un caso extremo de reforzar el pensamiento con el sonido lo ofrece el verso plurimembre «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada», con que cierra uno de sus famosos sonetos. La gradación ideológica desde tierra a nada la subrayan los sonidos vocálicos y consonánticos: la idea de concreto que sugiere la palabra tierra –con la oclusiva dental, el diptongo ie y la vibrante rr–, y, en contraste, lo abierto de la articulación de la palabra nada; parece como si el mismo verso se nos fuera deshaciendo en los labios. La capacidad plástico-sonora que tiene para la representación llega a lo insospechado en el caso que destacó el citado gongorista: «En un solo verso nos da toda la pesadez, toda la soñolienta torpeza del búho: ‘grave, de perezosas plumas globo’. Dos palabras simétricas, grave, globo, contrabalancean la densidad total de la imagen». En su soneto a El Escorial logra, con el ritmo vocálico y acentual, que adoptemos la actitud exclamativa, el gesto boquiabierto: «Sacros, altos, dorados capiteles». Y en una valoración musical más abstracta, recordemos la rotunda sonoridad del verso, «tu nombre oirán los términos del mundo», que destacó Enríquez Ureña. Y cortemos ahí, porque sería interminable; pero no olvidemos frente a esos acentos heroicos, cómo en algunos romances –Tendiendo sus blancos paños y Despuntado he mil agujas–, con ese mismo sentido de la más abstracta sonoridad, subraya los efectos ridículos y burlescos con las rimas en ete y ote25.