Ensayo/homenaje:
Inventario de las imágenes de Góngora
Jorge Carrera Andrade
VA A TOMAR la carroza de cuero que le llevará por las calles de Córdoba. Pero antes, pone en orden sus papeles, frente a la ventana que se colma de agua pálida del atardecer, donde brota la primera estrella como un breve estallido azul. No han pasado en vano sesenta y seis años. Las manos tiemblan y el rostro velazqueño se dobla sobre la sotana raída. También la vista gastada puede apenas distinguir, en la luz parpadeante, los rasgos caligráficos de un título evocador: Soledades1. El extraño clérigo, con perfil de alquimista o astrólogo hebraico, es don Luis de Góngora2.
Que espere la destartalada carroza, que no se atreve a salir durante el día por no mostrar a los ojos curiosos de los vecinos sus escuálidos caballos. El clérigo está arruinado. Sus dineros se han ido en memoriales a la corte y en expedientes defendiéndose del origen judío que algunos le atribuyen. Además le tentaron, en sus buenos tiempos, el juego de naipes y las aventuras de amor y aun ahora su corazón le da un salto en el pecho apenas ve un As de Copas o algunas de esas «hijas de la espuma, cisnes de junio». Con razón murmuraba Quevedo3 lanzándole su saeta irónica: «Extraña clerecía, misal apenas, naipe cotidiano».
Afuera se extiende Córdoba desierta. Córdoba apasionada y barroca, que guarda un dulce secreto morisco bajo su blanca y apacible paz de monasterio. Córdoba, la ciudad de su nacimiento, de donde salió un día, a lomo de mula, con rumbo a Salamanca, la sapiente. Medio siglo vivido con intensidad, luego las órdenes sagradas y el retiro del mundo se hallan en las páginas de estas Soledades, de estas fábulas, romances, letrillas, sonetos y canciones que son toda la fortuna del empobrecido clérigo y constituyen el más extraordinario testamento poético de nuestro idioma.
Don Luis de Góngora convierte a la poesía en una especie de inventario de todas las maravillas terrestres. Consigna en sus estrofas los nombres de todos los árboles, de todas las frutas y pájaros. Conoce también todos los peces y la manera de prepararlos, todos los mares y sus «sabandijas de cristal». Es maestro en las artes de la pesca y la cacería. Nadie le supera tampoco en paladar refinado, sensible a los sabores y sinsabores, las salsas y las especias. ¿Quién puede hablar mejor que él del «celestial humor recién cuajado que guarda la almendra»? Su botánica multiforme y policromada incluye desde los abetos del Tormes hasta los álamos «que peinan verdes canas» pasando por los robles ibéricos, los chopos, las encinas, los olivos, los lomos o palios verdes, los pinos «émulos vividores de las peñas», todos los árboles que se inscriben en «los anales diáfanos del viento». Las frutas todas del viejo mundo: «la pesa de la que fue cuna dorada la rubia paja» y luego «la encarcelada nuez esquiva», el membrillo, la castaña que es un zurrón o erizo vegetal, la manzana hipócrita que engaña «a lo pálido no, a lo arrebolado».
¡Maravillosa volatería gongórica, inmortal cetrería! El azor, el borní4, el duro sacre5, el neblí6 «relámpago de pluma», el baharí, el gerifalte7 «boreal», persiguen a la «disonante niebla de las aves», a la «garza argentada», a las «grullas veleras» que se deslizan «caracteres tal vez formando alados/ en el papel diáfano del cielo», a los pequeños pájaros, cuyos cuerpecillos son una «breve esfera de viento/ de negra piel circunvestida».
¡Y qué mágica y al mismo tiempo real y palpitante pesquería! En la red tendida «laberinto nudoso de marino», se debaten el lenguado, el congrio resbaladizo, el róbalo, el salmón «pompa de las reales masas» y otros muchísimos pescados de toda clase –hasta una sirena– «unos, desnudos y otros de escamas fáciles armados». Todo un inmenso bodegón poético, una abarrotada «naturaleza muerta», pintada por Góngora, clérigo, cazador y pescador, propietario de las maravillas de la tierra, del mar y del cielo.
Mas, la carroza espera abajo a su reverencia. La temblorosa mano escribe aún filosóficamente: «Mal te perdonarán a ti las horas,/ las horas que limando están los días,/ que royendo están los años». Apunta una frase enigmática sobre la «esfinge bachillera». Luego enrolla los papeles y los ata con cuidado extremo. El rostro de don Luis se asemeja cada vez más al de aquel lienzo del Prado8: boca delgada, de pliegue amargo y mortal sobre la que se extiende la nariz corva como la sombra de una guadaña. No se oye el resoplido de los caballos. Extraño… tampoco hacen ruido sobre el empedrado, las ruedas de la carroza. Apenas se la distingue entre las sombras ligeramente azuladas. La carroza que espera abajo al clérigo don Luis de Góngora –padre nuestro y pontífice de la poesía española antigua y moderna– parece algo sobrenatural, se diría un bloque de hielo negro que exhala un olor de cera, de tierra llovida y de ciprés. Al echarse a andar, comienzan a doblar todas las campanas de la iglesia de Córdoba, las campanas de voz húmeda y ronca, que en su canto católico disimulan un vago eco mozárabe y tienen la broncínea garganta ahumada de tiempo y enrojecida de tanto beber, durante siglos, el áspero crepúsculo.
Caracas, julio de 1946
NOTAS:
[1] Las Soledades (1613) iba a ser un extenso poema dividido en cuatro partes, correspondientes cada una alegóricamente a una edad de la vida humana y a una estación del año. Serían llamadas Soledad de los campos, Soledad de las riberas, Soledad de las selvas y Soledad del yermo. Góngora solo compuso las dos primeras, dejando inconclusa la segunda, de la cual los últimos 43 versos fueron añadidos tiempo después.
[2] Luis de Góngora y Argote (1561-1627), poeta y dramaturgo español del Siglo de Oro, máximo exponente del culteranismo o gongorismo. Autor también de la Fábula de Polifemo y Galatea (1613) y el Panegírico al Duque de Lerma (1617).
[3] Francisco Gómez de Quevedo y Villegas (1580-1645), escritor español del Siglo de Oro. Combatió el culteranismo y fue excelso representante del conceptismo; su obra poética fue publicada en dos tomos después de su muerte. Autor de Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos (novela, 1926) y cinco relatos, a la manera de Luciano, titulados Los sueños (Sueño del juicio final, El alguacil alguacilado, Sueño del infierno, El mundo por dentro y Sueño de la muerte).
[4] El azor y el borní son aves rapaces diurnas: la primera, como de medio metro de largo, es de color negro por encima y por el vientre blanco con manchas negras, tiene alas y pico negros, cola cenicienta manchada de blanco y tarsos amarillos. La segunda posee el cuerpo de color ceniciento y la cabeza, el pecho, las remeras y los pies de color amarillo oscuro.
[5] Halcón sacre.
[6] Ave de rapiña, mide 24 cm desde el pico hasta la extremidad de la cola y 60 de envergadura. Tiene plumaje pardo azulado en el lomo, blanco con manchas grises en el vientre y pardo en la cola, que termina con una banda negra de borde blanco, pico azulado y pies amarillos. Por su valor y rápido vuelo era muy estimado para la caza de cetrería.
[7] El baharí y el gerifalte son halcones; el segundo, de gran tamaño, vive ordinariamente en el norte de Europa.
[8] Alusión al «Retrato de Luis de Góngora» realizado por Diego Velázquez en 1622. El original se conserva en el Museo de Bellas Artes de Boston; el del Museo del Prado es una reproducción fiel de aquel.
Publicado en Jorge Carrera Andrade, Reflexiones, indagaciones y retratos, en 2012, una compilación de ensayos críticos, culturales y autobiográficos del gran poeta quiteño, dentro de la serie de Estudios Literarios y Culturales del Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito, vol. 5.
El texto apareció por primera vez en diario El Comercio, de Quito, el 12 de agosto de 1946.