Ensayo/crítica:

La imagen de la mujer en la obra de Jorge Icaza

Susana Dávila Fernández

… pues podré decir, al verme
expirar sin entregarme,
que conseguiste matarme
mas no pudiste vencerme.
«Décima 99»
Sor Juana Inés de la Cruz

EL CHULLA ROMERO Y FLORES1 (1958) plantea una propuesta estética de superación estilística en términos de maduración y ampliación de las técnicas narrativas (Corrales, 187). La ciudad es el escenario distintivo donde se desarrolla la novela y el grupo humano se ensancha al integrar al mestizo, quien imprime una dimensión sustantiva a la obra. En El Chulla, Icaza se aleja de las representaciones estereotipadas desplegadas en su primera narrativa y construye personajes femeninos con autoconciencia, que toman parte sustancial en el discurso y en el relato. El mundo narrativo icaciano se enriquece con una construcción más certera de los personajes femeninos.

Si uno de los mayores logros de la narrativa icaciana en esta novela es haber ensanchado la pirámide social con la incorporación de nuevos grupos sociales, para el personaje femenino eso significa el aumento del número de sus opresores, pues ya no será perturbada solamente por los miembros de las familias ilustres y sus esbirros, sino también por los cholos, burócratas, miembros de la policía y del ejército. La estructura de la sociedad asimétrica subsiste y la mujer expone todavía su fragilidad con respecto al escrutinio de su cuerpo, por la mirada interclasista del narrador y de los personajes masculinos.

En la primera página de la obra, cuando don Ernesto Morejón Galindo, director-jefe de la Oficina de Investigación Económica, quiere impresionar a sus subalternos hiperboliza la noche de juerga que ha tenido: «Qué noche de farra, cholito. Me serví tres hembras. Dos resultaron doncellas. Ji… ji… ji… Todo gratis» (p. 7). El falso y pobre concepto de la mujer del que presume el burócrata es resultado de las prácticas de una sociedad machista, en que la mujer-objeto debe cumplir el rol social de saciar el deseo desordenado de los varones. Para Morejón, la mujer no es una persona: es una hembra, «pasividad pura, sitio ideal para consumar la lujuria». La violencia del discurso llega a niveles insólitos cuando detalla que dos de ellas resultaron doncellas. La ostentación de la potencia sexual y la capacidad de seducir mujeres, sobre todo vírgenes, es un rasgo bien marcado del machismo latinoamericano, que nace del temor y los prejuicios desarrollados sobre la masculinidad. Morejón, sin embargo, no finaliza su discurso hasta no añadir aquello que en los ojos de sus congéneres le da «prestigio»: la viveza criolla del «todo gratis» (p. 7).

En la novela los personajes femeninos viven los avatares de una fragmentación social que le permite a la sociedad y al narrador identificarlas por su naturaleza racial: la blanca; las mestizas divididas en subcategorías, como la chola dueña de casa, la cocinera, la sirvienta, la guaricha, la vendedora del mercado, la prostituta, etc., y, por último, la india.

Es curioso que para la sociedad quiteña recreada en la obra todo lo negativo está relacionado con los grupos marginales: las cholas son carishinas, putas, divorciadas; tienen mal gusto, son pecadoras, locas, corrompidas. Por el contrario, la deshonra es la imagen del destino femenino indígena. Ser indígena o descender de indígenas es un estigma. Para el narrador, por ejemplo, lo que les pasa a las mujeres blancas son errores de juventud, de apreciación: cuando se casó doña Francisca, «la dama cubrió así más de un escándalo de su fogoso temperamento» (p. 22). Jamás se habla de una blanca, de apellido enlazado con patronímicos, que sea «carishina».

Cuatro mujeres desacralizan la imagen estereotipada construida por la sociedad de este mundo narrativo. Dos de ellas, independientemente de su situación socio-económica, desafían abiertamente la estructura social que intenta someterlas: Rosario Santacruz y Francisca Montes y Ayala. Doña Encarnita, al contrario, representa el ser arribista: el personaje obsesionado por blanquear su mestizaje. Mama Domitila, por su parte, es la imagen de la mujer indígena humilde marcada por el desprestigio de su raza.

Todas estas mujeres, que sobreviven en los diversos mundos sociales, al ser dotadas del derecho de la palabra, son capaces de sostener diferentes filosofías, horizontes y visiones del mundo, lo que se constituye en uno de los componentes de la brillante polifonía2 que ilumina la novela. Al ser construidas además como conciencias autónomas –no son sujetos del enunciado, sino sujetos de la enunciación– se manifiestan como seres habitados y rebeldes, que desequilibran las normas patriarcales de una sociedad sexista.

Mama Domitila

La figura de Mama Domitila es la sombra omnipresente que cubre la historia con un manto de advertencia, de recelo y sospecha ante los representantes del poder. Su imagen se proyecta como la de una mujer india, madre amorosa, abnegada y comprensiva que se fragua desde el dolor y la pérdida.

De manera elocuente, la voz de la india se expresa a través de un discurso frustrado, pues la sociedad le ha signado el estrato más bajo: el lugar de la soledad y el desprestigio. Ella es el fantasma que amonesta e impulsa a su hijo en busca de su destino; reiterativamente le advierte sobre la violenta discriminación de su sangre indígena:

Porque viste en ellos la furia y la mala entraña de taita Miguel. De taita Miguel cuando me hacía llorar como si fuera perro manavalí… Porque vos también, pájaro tierno, ratoncito perseguido, me desprecias… Mi guagua lindo con algo de diablo blanco… (p. 30)

En un supuesto diálogo de los padres, que se establece al nivel de la conciencia del Chulla, se escuchan las réplicas intensas de mama Domitila contra la palabra de Majestad y Pobreza. El permanente contrapunto de este diálogo permite al hijo ir en busca de la verdad de su identidad. Con un léxico modesto, mezclado con palabras quechuas como taita, guagua, manavalí, Mama Domitila proyecta su discurso de intenso amor al hijo.

Cuando Alfonso sale huyendo de la fiesta en la que ha sido humillado por Doña Francisca, el muchacho intenta vanamente encontrar respuesta a su actitud cobarde. Entonces se levanta el grito arrogante de su padre: «Por tu madre… Ella es la causa de tu viscoso acholamiento de siempre… De tu mirar estúpido… De tus labios temblorosos…». A lo que inmediatamente la humilde mujer le contradice: «Porque viste en ellos la furia y la mala entraña de taita Miguel. De taita Miguel cuando me hacía llorar como si fuera perro manavalí» (p. 30).

De igual manera, cuando el Chulla amargado íntimamente enfrenta la noticia del embarazo de Rosario, la voz de su padre le advierte: «Tu porvenir. Eres un Romero y Flores… La vida a veces.. (sic) disculpó Majestad y Pobreza». Bajo una apariencia discursiva que permite descubrir su ubicación social, se pronuncia como una réplica colmada de un agudo sarcasmo, «A la mierda el porvenir…».

En un momento de debilidad y acosado por las deudas, Alfonso entrega, con aspavientos, el escudo de la familia Romero y Flores a doña Encarnita. La voz del padre entonces se escucha encolerizado: «Cobarde… No sabes lo que has hecho… Has vendido tu nombre…». Irónicamente, Mama Domitila le imita cual estribillo: «Tu nombre… Tu nombre…».

El encuentro y el entrecruzamiento de las dos voces, de las dos conciencias y sus discursos, se proyectan como una especie de disonancia que determinan el estilo y el tono de la novela, pero sobre todo develan que la sencillez y la poca preparación de la india no son obstáculos para que pueda tener conciencia con respecto a su palabra y la conciencia ajena:

Guagua … Guagüito no les hagas caso. Así mismo son. Todo para ellos. El aire, el sol, la tierra, Taita Dios. Si alguien se atreve a reclamar algo para mantener la vida con mediana dignidad le aplastan como a piojo (p. 115) […] Corre, guagua. Corre lejos… Son malos, poderosos, crueles…

Su sencillo discurso descubre la autoafirmación del repudio que siente por los llamados «ricos». Cuando Alfonso duda frente a una situación, siente la presencia y escucha la voz de la madre que le persuade:

Agarra no más guagua. Corre como longo de hacienda sin decir gracias. Como si fuera robado. Antes de que se arrepienta el patroncito!… (p. 107)
Es la misma voz que se conmueve de Rosario y del hijo que espera:
Pobrecita…Pobrecita […] Guagüitico de Taita Dios.. Guagüitico inocente… Acaso nosotros también… Los taitas de nuestros antepasados… […] Sin compasión de shungo, taita blanco quiso sepultarte donde los huérfanos.

Su ser femenino indígena ocupa el espacio de la violencia verbal y física. Su  cuerpo que fue tomado y abandonado por Majestad y Pobreza, fue también el que en su desamparo abrigó, alimentó y nutrió con sus códigos a su hijo mestizo. Alfonso vive entonces un permanente dilema: le aqueja un doble sentimiento de rechazo y culpa, de negación y valoración de esa silueta humilde que es su madre y que es de alguna manera un reflejo de Rosario.

Doña Encarnita

Es un magnífico ejemplo de la falsa arrogancia que exhiben algunos personajes de la obra: alberga una sed incontrolable por arrogarse un sitio con los del grupo del poder. Se casó con un típico sanguijuela que, como el nombre de su negocio lo indica, Bola de Oro, «se volvió rico usufructuando con el hambre y las necesidades de los pobres».

Doña Encarnita personifica a la mujer arribista que intenta sobrevivir en una sociedad fragmentada, explotando y maltratando a sus inquilinos. No conoce, pero reconoce a «las buenas familias», e intenta imitarlas a costa de convertirse en una mala caricatura de ellas:

Teñíase el pelo en negro verdoso. Le gustaba hacerse copetes altos, fuera de moda […]  Desde la muerte de su marido, don José Gabriel Londoño –usurero de profesión, fundador y propietario de la casa de préstamos La Bola de Oro–, la vieja creyó borrar la afrenta y el pecado de su herencia con misas, novenas y comuniones, por un lado, y pregonando rancio abolengo, por otro. Lo primero lo subsanó con buena parte de sus rentas –todo gasto era mezquino para ganar el cielo–, y el segundo, evocando a cada momento la memoria de un antepasado español –tahúr, fanfarrón, aventurero–, del cual hablaba –signo en ella de aristocracia– frunciendo los labios, entornando los ojos y moviendo las manos en beatíficos giros. (p. 69)

Doña Francisca

En el mundo social de El Chulla, las mujeres blancas, parte del grupo aristócrata, develan la protección y privilegios que les prodigan los hombres de su grupo. Pero estas prerrogativas son producto de una actitud mecánica de la sociedad sexista. Son mujeres que visten trajes costosos, usan perfumes fragantes, mas el espacio en que interactúan sigue limitado al del hogar, la iglesia y la sala de fiestas: espacios públicos en los que la máscara de su elegancia, belleza y finura es solo un artificio que esconde la sumisión al poder. En realidad, el espacio público les permite estar visibles, aunque nunca tomen la palabra; jamás se pronuncian sobre la realidad política o social, peor aún la posibilidad de reconocer su sexualidad. Su voz y su discurso se mantienen en el silencio o devienen en una suerte de eco del discurso masculino.

No obstante, doña Francisca es el personaje que rompe el paradigma de las mujeres de la aristocracia. En la novela es conocida por el apelativo de «Cara de caballo», que le atribuye el Chulla cuando se la encuentra por primera vez:

Sorpresivamente, como en los cuentos de brujas y aparecidos surgió por una puerta una señora alta –ni flaca ni gorda– que escondía su madurez de un estirado medio siglo entre retoques de afeites y postiza desenvoltura juvenil. Al embrujo de la luz del crepúsculo de la tarde que entraba por los amplios ventanales, el rostro de la mujer adquiría rasgos de belleza animal. «Doña Francisca tiene cara de caballo…Cara de caballo de ajedrez…[…] –se dijo el mozo» (p. 23).

Francisca, mujer adinerada, a pesar de su fealdad y arrogancia, se casa con Don Ramiro, candidato a la presidencia de la República, quien «despreciando el amor en su forma más sincera, se amarró a la dote de doña Francisca» (p. 22). Ella es aguda en su discurso y en sus observaciones; emprendedora en sus planes y arrogante en sus pretensiones. Aunque en la vida matrimonial no le ha ido como ella lo hubiera esperado, su imagen ante la sociedad es la de la mujer exitosa vinculada con el poder que oculta con recelo las infidelidades de su marido.

Doña Francisca, «Cara de caballo», subvierte la imagen de la mujer blanca, pues toma de los hombres el espíritu depredatorio, utiliza técnicas masculinas de sojuzgamiento para vengarse de quien considera su enemigo.

Cuando el Chulla habla con doña Francisca, en un intento de recabar los documentos que justifiquen los gastos de la liquidación que están presentando, ella se niega a hacerlo pues esos documentos ya no existen, podrían comprometerles y por eso volaron:

–[…] Desaparecieron –anunci[a] doña Francisca con cinismo morboso, con cinismo de puñalada en la garganta. […] Romero y Flores arrug[a] el entrecejo, abr[e] la boca. Quien le habla […] e[s] un enemigo poderoso, un demonio perfumado de ojos negros, fríos, duros, en contraste con lo femenino y amable de unas uñas afiladas.
–¡Ah!
–El Tribuna de Revisión y Saldos. ¿Conoce usted? La autoridad mayor de la materia […] Quemó hace unos meses toda esa basura. (p. 24)

Pero la escena no termina ahí. Ella ha malinterpretado la actitud del Chulla. Está convencida de que su marido solamente ha actuado de acuerdo con los derechos y privilegios que le fueron concedidos cuando se casó con ella, como a todos los de su clase. Está ofendida porque un burócrata sin prestigio ha intentado dudar de su honradez. En consecuencia, decide vengarse y lo hace de la manera más sutil: dando a la luz pública el secreto mayor del Chulla: su verdadera identidad, la herencia de sus ancestros, frente a las altivas amistades que justamente asisten a uno de los usuales cócteles de la tarde:

–Olvidé de presentarles a ustedes. El caballero es hijo de Miguel Romero y Flores […]. Pobre Miguel. La bebida, las deudas, la pereza y una serie de complicaciones con mujeres se unieron para arruinarle. Le encontraron muerto… Muerto en un zaguán del barrio Aguarico. Completamente alcoholizado. […] Los amigos le perdonamos todas sus flaquezas, menos la última. […] El concubinato público con una chola. Con una india del servicio doméstico. ¿No es así, joven? –interrogó la informante con ironía de bofetada en el rostro. (p. 28)

La imagen de esta mujer se proyecta como un ser aparentemente libre, manipulador, que actúa con un cinismo sorprendente. Se conduce conforme las reglas sociales obligan a la mujer de un Candidato a la Presidencia: prudencia, lealtad y delicadeza; pero añade a ello una gran sagacidad que proviene de su fuerte temperamento y de los derechos que se arroga de los hombres de su grupo social.

Rosario

Inicialmente, cuando el narrador hace un retrato de Rosario Santacruz dibuja la imagen estereotipada de la chola coqueta y provocativa que juega con su cuerpo como un objeto de intercambio:

Mucho antes de tropezar con el chulla Romero y Flores, Rosario Santacruz […] creía en la gracia y en la atracción de su cuerpo para salvar el porvenir y asegurar el futuro. Confiaba a sí misma que sus piernas ágiles –delgadas en los tobillos, suaves a la caricia en las rodillas, apetitosas en los muslos– senos rebeldes, labios sensuales, vientre apretado, rizos negros –milagro de trapos y rizadores– le garantizarían buen matrimonio. (p. 32)

Si bien es cierto que, en el relato, Rosario se impresiona con las ofertas del «mentiroso y zalamero» Reinaldo Monteverde, «pequeño comerciante, quien, con proyectos millonarios y con deslumbrante programa de ceremonia nupcial […] convence a la muchacha», no es menos cierto que Rosario no accede fácilmente pues Reinaldo debe casarse con ella antes de mantener una relación íntima. A diferencia de la chola Juana de Huasipungo, quien cae en las manos de Pereira antes que las ofertas se cumplan, Rosario no lo hace.

Por otro lado, Rosario demuestra que es mucho más que un cuerpo atractivo, un cuerpo de intercambio, cuando resiste a la violencia brutal de su marido y lo rechaza. «¡Nooo! No quiero. No soy… No soy un animal de carga, ¡ayayay! […] Me aplasta, me asfixia, ¡arrarray! Me… Dios mío… Sus manos, su boca, su piel, su cuerpo, asquerosos, atatay! Todo…» (p. 32). De esta manera, Rosario se dibuja como una mestiza altiva, criatura admirable que no acepta domesticar la violencia sexual de su marido y que se rebela contra los paradigmas de la sociedad patriarcal, permisiva con el brutal comportamiento masculino pero que cierra los ojos ante la violencia física y sexual que sufren los personajes femeninos en la obra.

La protagonista no solo se rebela ante la brutalidad que vive con su esposo, sino que lo desafía y le reprocha su falta de destreza como amante: «No supiste hacerme tu mujer […] Desde la primera noche…» (p. 33).

Así, Rosario subvierte la imagen de la mujer de la época al reconocerse como un ser sexuado: cuando habla del encuentro sexual como un hecho volitivo del que ella es partícipe; cuando reconoce su insatisfacción sexual, cuando hace pública la violencia física que sufre con su marido. No es el silencio su respuesta, es el grito de la pavura y del dolor, al que su marido responde como un macho provocado: «–¡Oh! ¿Qué es lo que oigo, Dios mío? –exclamó el hombre. No podía creer. No podía tolerar que se ponga en duda sus capacidades de varón» (p. 33).

Si Rosario está hablando de la falta de habilidad de Reinaldo para provocar un encuentro sexual, él piensa en cambio que se está dudando de su hombría. Un cuestionamiento grave, descalificador para un hombre de su tiempo. El personaje está imposibilitado de entender los reclamos de la fémina, porque para él es inconcebible que una mujer –el ser pasivo de la relación– pueda saber de deseos, de goce o de violencia sexual.

No obstante Rosario, a pesar de los gritos de sufrimiento e insultos de su marido, no cede en la búsqueda de libertad y realización personal que significa abandonarlo. Entonces, se le ocurre la idea de separarse.

–Debemos separarnos.
–¿Separarnos?
–Te ruego. No veo otro camino.
–¿Qué dirá la gente?
–La gente. Siempre la gente. Puede decir lo que le dé la gana. […]

–Estamos unidos ante Dios y la ley.
–¡No me importa!
–¿Ni eso? –chilló Monteverde en tono altanero como para desbaratar la inexpugnable testarudez de la mujer.
–Sí. ¡No me importa!
–Eres una corrompida.
–Corrompida. No…
–Te han corrompido –rectificó el pequeño comerciante con temor de haber llegado lejos. (p. 34)

Pero a Rosario no le pesa la censura de su marido, de la iglesia, peor aún de las vecinas que la rodean. Es más, se muestra inflexible cuando su madre le hace notar que debe cuidar su buen nombre:

–No, hijita. Eso no. Tienes que pensar dos veces antes de decidirte. Una mujer que ha roto los lazos de la Santa Madre Iglesia, que es joven, que es buena moza, que no tiene los recursos suficientes para vivir, que … ¡Jesús! ¡No quiero ni imaginarme! Claro que hay algunas carishinas que consiguen marido gringo después de rodar medio mundo. Pero gringos no siempre hay… Además yo … Yo no puedo, me faltan las fuerzas… El montepío no me alcanza para nada. […]

Como madre y como mujer, doña Victoria era la única que intuía la tragedia sexual de su hija –angustia para sí, vergüenza para los demás. (p. 35)

En la percepción de la madre está inmersa toda la ideología de la sociedad patriarcal. La madre sabe con certeza lo que le acontece a su hija, a lo mejor ella misma lo ha experimentado. Es una realidad de la cual no se debe hablar ni hacerla pública, so pena de sufrir la reprobación social al no haber demostrado paciencia con su marido.

De cualquier manera, Rosario decide separarse de su marido y regresar a la casa de su madre. Aún se siente lastimada por la violencia sexual que sufrió en su matrimonio y, por tal motivo, cuando conoce a Alfonso Romero y Flores huye inicialmente de sus intentos de seducción:

–¡Suélteme! –gritó.
–Es que…
–¡Suélteme! –insistió Rosario luchando por defenderse y caer a la vez en la desesperación jadeante del macho.
–Le quiero..
–Ayayay.
–Amor.
–Atatay. (p. 43)

Romero y Flores tiene entonces que idearse trampas eficaces para seducir a Rosario. El Chulla sabe, por experiencia personal, cómo impresiona a los mestizos el espacio social de los del grupo del poder, de modo que consigue invitaciones para una fiesta de «las embajadas».

La pareja asiste, como todos los invitados, en trajes que no ocultan su impostura. Rosario intuye que vive una ficción, pero no solo que la acepta sino que la personifica plenamente:

«Princesa… Debo ser una princesa… Soy una princesa… Así.. Un poco más…», concluyó con orgullo reparador la muchacha pensando en sus copetes estilo Imperio, en su diadema real, en sus tules de Virgen de pueblo […] Fatigada físicamente pero segura en su papel de princesa, Rosario preguntó a Luis Alfonso aprovechando la vuelta cadenciosa de un vals:

–Dime quién eres.
–¿Yo?
–Sí.
–Tiene gracia. Nadie.
–Mentira. ¡Mentiroso!
–No grites. Soy un lord inglés.
–Un lord. Mi lord –concluyó ella escondiendo la cabeza en el pecho del joven. (p. 56)

Rosario cae rendida en las trampas de persuasión de Alfonso y realmente se enamora de él. A partir de su primera experiencia amorosa-sexual, con su consentimiento, reconoce el gozo que le produce la relación sexual, aunque en su conciencia todavía queden rastros de la concepción moralista y de la autoridad masculina. «No… No soy una corrompida, Dios mío… Soy feliz» (p. 60).

De otro lado, en un corto monólogo interior se puede percibir cómo logra reconciliarse con el mundo:

Cuando pudo encerrarse en su cuarto, un deseo noble de estar en el secreto de las cosas y de las gentes ajenas prendió a la muchacha tras los vidrios rotos de su balcón. Todo lo halló distinto: el sol exaltaba con un brillo cegador los colores y las formas de la ladera del cerro próximo, el viento barría juguetón las calles […], las disputas y los gritos de los rapaces […] Una especie de compasión superior, nueva en ella, le inyectó de pronto alegría extraña egoísta: ganas de cantar, de correr por un prado florido, de hundir los pies en el remanso cristalino de un río, de esconderse en un árbol, de besar a un niño. […] de todo aquello que descubrió en un segundo. Con cuánta rapidez había pasado. Fugaz, loco, sin retorno. Desperezándose voluptuosamente se tendió sobre la cama. (p. 61)

A partir de este acontecimiento, Icaza bosqueja en la muchacha la imagen de  mujer-amante firme, decidida, entregada, quizás un poco irreflexiva, que va en busca de su destino; dispuesta a enfrentar la falsedad del chulla presuntuoso y de la pobreza que ella adivina, pero que no teme.

Sin embargo, su primer real enfrentamiento será con su propia verdad: es casada, pero separada, realidad que ignora el Chulla. Reinaldo, su marido, borracho, resentido y humillado se ha enterado de la suerte de su esposa y protagoniza a la madrugada una escena, entre grotesca y lúdica, frente a la casa del Chulla. No sabe exactamente dónde se oculta Rosario, por tal razón grita desesperado:

–¡Ellaaa! ¿Dónde? ¿Dónde está carajo? –chilló un borracho plantando su desesperación frondosa en la mitad de la calle.
Desde el primer momento, […] saliendo precipitadamente del sueño unos, lentamente otros, los moradores del barrio comentaron para sí: «Un animal. Un hombre» «El mecánico de la esquina que se ha dado a la copa desde que le dejó su mujer»[…]

–¿Dónde? ¿Dónde está la desgraciada?

[…] «¿Desgraciada? ¿Será por mi hijita, la pobre?» «¿Desgraciada? ¿Será por mi mujer?» «¿Desgraciada? ¿Será por mí?» […]

–¿Dónde? ¿Dónde está la gran putaaa?
«Gran putaaa? No… No es por mí…», «Busca a alguna carishina…» «Pendejo. Las carishinas están arriba. En el burdel.» […]

–¡Rosario! ¡A vos te digo!

Entonces toda la vecindad se entera de la fatalidad de Rosario. El Chulla logra amedrentar al marido de su amante, pero luego increpa a la muchacha su culpa y le obliga a dejar su casa. Ella se defiende, le ruega y finalmente se niega a abandonarlo. El Chulla sale despavorido no solo de la vergüenza sino también por el descubrimiento de una doliente realidad: ama a Rosario.

El segundo enfrentamiento de Rosario será con doña Encarnita, la dueña de la casa donde vive el Chulla. No es por su discurso, sino por su actitud desafiante, fruto del intenso recelo que la arrebata, que Rosario se muestra altiva y violenta. Cuando la dueña de casa sale en carrera de la habitación, extrañada por la actitud altanera de la amante del Chulla, las vecinas de la casa, por medio de la voz colectiva, festejan:

«Salió corriendo la vieja…», «Yo le vi…», «Como el diablo salió del cuarto del chulla», «Mama del diablo parecía», «Por fin hubo quien le pare macho», «Casa honorable con guarichas, con carishinas, ¡jajajay!», «Bien hechito. Para que aprenda a no entrar a los cuartos sin pedir permiso».

Sin embargo, Rosario volverá a enfrentar nuevamente la violencia, esta vez en una situación mucho más patética. Cuando sola en su habitación, pocos instantes antes de su alumbramiento, agentes de la policía vienen en busca del Chulla. Otra vez la mujer es tratada como objeto de los apetitos sexuales. Ni siquiera su estado de embarazo impide saciar los pensamientos lujuriosos de los varones:

Asustada al ver frente a ella a cinco desconocidos, Rosario no pudo gritar. Le faltó la voz. No pudo moverse. Le temblaban las piernas. Enloquecida por el miedo, agotada por los dolores que a esas alturas eran más frecuentes, pensando en lo peor.[…] sin oír bien ni poder decir otra cosa «Mamitica… Mamitica… Mamitica.

[…]

–Nosotros cumplimos órdenes, señora. Calle no más.
–No le ha de pasar nada. Estando como está, ¿quién pes?
–Semejante bombo. Imposible aprovechar el ricurishca. Lástima de barriga.
–Lástima de piernas.
–Lástima de cuerpo.
–De todo mismo. Chulla bandido. No dejar nada para el prójimo. (pp. 133-135)

Rosario se erige como heroína ante las injusticias, que también son presentadas al lector por boca de un grupo de mujeres: la voz colectiva que denuncia los miles de atropellos que las mujeres sufren en una sociedad sexista, las que se mantienen firmes por su alto nivel de solidaridad.

Ciertamente, por su fuerza de grupo las mujeres del barrio desplazan a los policías, y con sus voces, en una suerte de yo colectivo –voz de la conciencia y de la memoria popular–, se solidarizan con el sufrimiento de Rosario:

–Tiene derecho a parir.
–Conozco. Por el grito ya está coronando en guagua.
–No hay nadie con ella.
–Es terrible.
–No tienen corazón.
–Una que ha parido sabe… Sabe que se ve palpablito la muerte, pes.
–Ya mismo es el grito grande. (p. 153)

La presencia solidaria de las mujeres pobres y las indígenas es esencial para dar un alivio al patetismo del relato, pues logran transformar el abandono y la miseria de Rosario en una escena cálida, aunque llena de preocupaciones:

«Ahora, carajo», «¿Qué hacemos aquí parados como fantasmas?», «Hemos venido por nuestra propia voluntad», «Tiene que parir», «Como las indias entre la maleza del monte, a la orilla de algún río, en la soledad de la choza», «Como animal», «¡No! Debe parir como gente blanca», «Su grito me duele en el vientre, en la cadera, en lo que tengo de mujer» (p. 154)

El discurso sencillo, de vocabulario escueto y tierno dibuja una visión trágica de la condición humana cuando la criatura nace:

–Es varoncito.
–Flaco está.
–Cuidado se resbale. Se resbalan no más.
–Lo que somos. Un adefesio, pes.
–Después santos o demonios. Todo mezclado.
–Mezcla de taita Dios.
–O de uno mismo. (pp. 157-158)

Estas mujeres marginales expresan su dolor sin vergüenza; posibilitan un sepelio decente a la pobre mujer abandonada a su suerte. Sus voces, proyectadas en un yo colectivo, manifiestan sus creencias, sus debilidades, su filosofía de vida e inclusive sus ideas mítico-religiosas. El discurso coral expresa sus frustraciones, las angustias que soportan como sujetos colectivos y sociales.

Finalmente Rosario, después de atravesar varias crisis y un proceso de catarsis, para autoafirmarse y reconocerse como mujer y como ser humano; cuando se perfila como la protagonista del relato y de su propio destino; cuando toma la palabra en la obra como voz unitaria en diálogo directo; cuando se proyecta como la causa esencial de la metamorfosis que experimenta el Chulla Romero y Flores y que le ayuda a asumir el mestizaje con libertad; el personaje se desdibuja inusitadamente, pues muere hacia el final del relato.

El personaje sufre el castigo que se le impone por su acto de rebeldía contra el paradigma patriarcal: la muerte es la consecuencia funesta en la vida de una joven comprometida con un matrimonio en el cual la supremacía sexual masculina era la norma; por haberse expuesto como un ser sexuado con sus propias preferencias; por haber accedido a una relación extramatrimonial, impensable para la época.

A modo de conclusión

Los textos narrativos icacianos se singularizan, pues articulan elementos de continua interacción dentro de un complejo mosaico cultural, en el cual se perciben las fronteras sociales claramente demarcadas.

Desde esta perspectiva del discurso narrativo, me pregunto: ¿cuál es el espacio y la importancia del personaje femenino en la narrativa de Icaza? Desde una óptica tradicional, podría decirse que es el personaje que, como una sombra, se desliza en proyecto narrativo para convertirse en lo que en el análisis narratológico tradicional se conoce como un personaje secundario. La mujer asumiría su rol básico: el de completar el paisaje. Su figura hierática devendría sin metamorfosis en el texto narrativo de Icaza.

En una segunda instancia, cuando se profundiza en la lectura, se percibe que el personaje femenino se convierte en una mediadora entre el personaje masculino y su infatigable búsqueda de poder. Podría afirmarse más aún que la mujer en general representa un no-ser en el proyecto narrativo, lugar en el que se asienta su otredad negada, enmudecida, si no fuera por la imagen femenina engastada en El chulla Romero y Flores, en la que esta deja de ser un personaje estereotipado y se convierte en protagonista de libre acción, discurso y conciencia.

Icaza aborda hábilmente el mundo de la otredad y permite a los personajes femeninos marginales, encarnados en Rosario, por ejemplo, hablar con voz propia y genuina, libre de temores y ambivalencias. De esta manera, las féminas son capaces de transmitir sus ideas, valores y creencias e integrarse a la dinámica social desde su propia experiencia. Esta es una gran evolución expresiva dentro de la narrativa icaciana y dentro de la literatura ecuatoriana de la época, que produce una tensión semántica enriquecedora, pues se deriva de la recreación desde la ficción de una realidad desde una óptica diferente.

El horizonte del personaje femenino en la literatura de Icaza no es ominoso por entero, pues responde a las construcciones simbólicas que han caracterizado al personaje femenino a partir de los modelos sociales asignados a la mujer. Tanto Huasipungo como El chulla Romero y Flores comparten aproximaciones ideológicas semejantes en la representación de sus personajes femeninos. Las imágenes así construidas parecerían no ser responsabilidad del autor, sino de la moral social de la época. Sin embargo, como observara Paul de Man, la base para el conocimiento histórico no son los hechos empíricos, sino los textos escritos.

NOTAS:
[1] Jorge Icaza, El chulla Romero y Flores, Buenos Aires, Losada, 1965. Se harán todas las citas en referencia a esta edición.
[2] Mijaíl Bajtín usó esta palabra como metáfora para oponer y caracterizar los dos tipos de novelas que se presentan en la literatura: la novela monológica que es la que se expresa en una sola voz, ya sea del autor o bien de varios personajes; la novela polifónica que se estructura sobre la base de un contrapunto artístico, es decir varias voces que cantan un mismo tema de modo diferente. […] Dos criterios esenciales parecerían constituir la base de la novela polifónica: el primero tiene que ver con el sentido de la verdad dialógica, y el segundo con la posición especial del autor. ( Ver El chulla Romero y Flores desde la perspectiva de Bajtín en bibliografía)

BIBLIOGRAFÍA:
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Fotografía de inicio: Fragmento de cuadro de Manuel Rendón Seminario.

Susana Dávila Fernández. Docente y crítica literaria. Doctora en Literatura por la PUCE, Quito. Magíster en Letras por la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Docente de pre-grado y postgrado en las cátedras de literatura ecuatoriana e hispanoamericana, literatura femenina latinoamericana, literatura infantil y narratología en las Facultades de Comunicación, Lingüística y Literatura, Ciencias de la Educación, Ciencias Humanas y el Departamento de Estudios Interamericanos de la PUCE. Fue también profesora de la Universidad San Francisco de Quito. Entre sus estudios críticos publicados constan «Puerto Supe, violencia y pesadumbre», sobre la obra de Blanca Varela (Centro de Publicaciones PUCE, 2000), «Olga Orozco, el milagro de la escritura» (Revista Caracola, 2001), «Quito en el imaginario literario» (Revista de la Facultad de Arquitectura de la PUCE, 2003), «Las huellas textuales en los poemas de Ana María Iza» (Letras del Ecuador, 2006). Su tesis de Maestría para la Universidad Andina Simón Bolívar versó sobre el tema «El chulla Romero y Flores desde la perspectiva de Bajtín».