Ensayo:

Los cuentos urbanos de Humberto Salvador

María del Carmen Fernández

La ambigüedad de la voz narrativa. La ironía

EN LOS RELATOS de Salvador la ironía surge del contraste entre dos discursos. Por una parte, el que se constriñe a la trama de lo contado, por otra, las interrupciones del narrador-autor que opina, comenta o divaga sobre lo que acaba de escribir. Estas anotaciones se suelen presentar entre paréntesis y suponen una aparente crítica contra los argumentos escogidos, gracias a la cual quedaría disculpado por haber realizado tal elección. Este recurso, que expone al mismo tiempo dos puntos de vista diferentes, dota al texto de cierta ambigüedad y exige que el lector invierta el recto significado de las palabras y asuma así una carga deconstructora en su lectura.

Los tópicos sobre los que se ironiza con mayor frecuencia son aquellos que hasta entonces se consideraban «vulgares» y por eso «impropios» para entrar en el terreno artístico: la injusticia social y la pobreza. Así, en «La navaja», donde un barbero refiere las misérrimas condiciones en que vive debido a que le atropelló el auto de un burgués, el narrador tilda a esta situación de «vulgar» e «insignificante»; y se justifica por haberla tomado en cuenta calificándose a sí mismo de «imbécil» y «vulgar». No contento con esta disculpa, añade todavía:

(Si usted quiere comprobar la autenticidad de esta tontería, le insinúo vaya a afeitarse en la peluquería de la Plaza del Teatro.) (p. 16)

Estas invitaciones al lector, muy comunes en los cuentos seleccionados, completan el efecto denunciador de la ironía: bajo el aspecto de la autojustificación se insiste en la veracidad de una «tontería». Evidentemente, los elementos irónicos son de gran solvencia para un narrador pequeñoburgués que desea el bienestar económico, pero que a la vez se solidariza con quienes carecen de recursos. Un individuo que desea la difusión de su obra entre las élites culturales y, por tanto, entre la «alta sociedad».

De igual modo, en «Sándwich» y «A la hora del té» se nos muestra la realidad de la pobreza, la deformidad y la enfermedad de numerosos seres humanos pero, como en el caso anterior, se la califica de «vulgar». El mismo tratamiento irónico reciben los poetas y la ciudad de Quito. Con respecto a los primeros, no cabe duda de la denuncia implícita en estos cuentos contra una sociedad que los margina. Crítica que a menudo se hace explícita en las divagaciones que jalonan los textos y que motiva apuntes irónicos como el siguiente, en la pretensión de que no se atribuya al narrador una adhesión a dichos contenidos y mensajes críticos:

era un hombre pobremente insignificante. Pero luego tuve la evidencia de otra cosa que era en extremo ridícula.
¡Él era poeta!
Sí, poeta.
Con todo, puede terminarse el cuento, a pesar de la sonrisa irónica que brota en los labios cuando aparece el personaje atacado de versomanía. («Sándwich», p. 8)

En cuanto a la ciudad de Quito, en varias ocasiones queda asociada con los epítetos de «noble» y «romántica». Es entonces, paradójicamente, cuando contemplamos escenas que nada tienen de noble ni de romántico. Tal vez la más patética de ellas sea la que se nos ofrece en «Mama Rosa». Lejos de demostrar algún sentimiento elevado hacia ella, los jóvenes que la visitan se burlan abiertamente de la prostituta. En su casa anidan «murciélagos y lechuzas», las paredes están sucias y el patio es hediondo y estrecho. Sin embargo, los hechos denigrantes tienen lugar una «noche profunda, bañada de luz de plata y saturada por la fragancia de la leyenda de nuestras calles románticas» (p. 93), en un barrio de casas «con gusto artístico», con «mayores atracciones llenas de poético misterio, alumbradas con las románticas velas de sebo, antes que con las burguesas lámparas vértex» (p. 97); en un lugar, pues, reacio a la luz de la modernidad, envuelto en un halo legendario que le permite ocultar sus miserias. Ambivalente, irónica, como si la agresión a Mama Rosa no hubiera sucedido o no tuviera importancia, la voz del narrador se ufana de que Quito sea una ciudad en que «las brujas y los fantasmas existen», y advierte del peligro que implicaría la suspensión de esta creencia:

Si quieren convencerse de esta verdad, visiten el cementerio de El Tejar a las dos de la mañana.
No crean que es una broma. De lo contrario, díganme ustedes, ¿qué será de nuestra pobrecita ciudad de San Francisco de Quito, cuando la fe haya desaparecido de ella para siempre? (p. 98)

Por lo demás, esta interrogación dirigida al narratario no puede menos que chocarle, provocarle y suponer, a la postre, una tomadura de pelo. Le hace recelar de lo comúnmente aceptado, intuir el carácter lúdico de la literatura y le invita a participar en la decodificación de su significado. Este tipo de llamadas de atención al receptor son frecuentes en los textos de La navaja y otros cuentos. Así, al final de «Cocktail», una vez que se nos ha proporcionado la fórmula para obtener la bebida macabra, se nos informa, a modo de recomendación: «El cocktail de la voluptuosidad se lo bebe a medianoche» (p. 137); en el desenlace de «Sándwich», cuando se nos revela que se venden sándwiches elaborados con la carne de los muertos, se nos propone: «¡Cómprelos usted!» (p. 14); y, en este mismo relato, tras haber descrito las carencias del vagabundo, el narrador nos pide nuestra opinión desenfadadamente:

Qué le parece a usted más trágico: ¿ser ridículo?, ¿morirse de hambre?, ¿no haber tenido una mujer? (p. 10)

La personificación. Las pequeñas tragedias

Los problemas humanos referidos hasta ahora no son las únicas «tragedias» que hallamos en los cuentos de Humberto Salvador. Nos sorprenden también las protagonizadas por los objetos que, de esta suerte, cobran vida. Los autos y sus linternas, los relojes y las ventanas son «los ojos de la ciudad» y, desde esta posición de privilegio, ven, sufren y desean con la misma intensidad con que lo hacen sus transeúntes. El universo todo vibra y el artista debe transmitir sus secretas emociones. Para expresarlas se sirve tanto de la personificación como de la comparación y la metáfora.

Así, en «Las linternas de los autos», los rayos que estas emiten son

pseudópodos temblorosos y tristes que quisieran hundirse como puñales en todas las formas, penetrar como ladrones en todas las casas, para acariciar apasionados bellas cinturas pelvianas … (p. 31)

Y es que las linternas son «lesbianas» y «románticas», «aman la noche», son ojos «que ocultan extrañas alucinaciones en sus ojeras de metal» y que «comprenden» la tortura de la atracción sexual; «pueden volverse locas», «quisieran probar la ponzoña de los pecados», e incluso pueden confiarle historias de las que fueron testigos al narrador del cuento. Como ellas, en este relato la noche también se nos presenta con atributos humanos. Es «una mujer viciosa a quien el demonio persigue constantemente» y que «guarda entre sus muslos el aletazo de todos los espasmos» (p. 27).

En «Póker de ventanas», estas son voluptuosas porque «han formado marcos para aprisionar la silueta de las mujeres» y, solidarias, tienen la capacidad de comprender «la tragedia del hombre que pasa solo» y de amar «a la trémula sombra que pasa» (p. 35).

Y en «Malabares» los relojes aparecen contagiados de la personalidad de sus dueños:

Un fragmento de espíritu roba el reloj a su dueño. Por eso adquiere vigorosa personalidad.
Profunda tristeza tienen los relojes anónimos […] a nadie pueden evocar. […] Los grandes relojes son […] abuelos, ellos han sentido sobre sus hombros los trampolines de la pirueta del tiempo. […] Los relojes de pulsera son picarescos […], sufren horribles convulsiones […]. Aman a su dueña. Es apasionado su querer. Cariño moderno, con técnica de tiempo y taconeo de jazz. (pp. 114-115)

En La navaja y otros cuentos los objetos cobran, así, una presencia animada tanto o más consistente que la de muchos personajes humanos, la mayoría de los cuales, sobre todo los masculinos, aparecen privados de nombre propio, como esquemas representativos de una forma de ser y de sentir (vagabundo, poeta, burgués, él, ella). Por eso, no es extraño que en «Cuento ilógico» las hormonas adopten la personalidad de unas bailarinas («nenas», «vedettes», «maravillosas muchachas») que escenifican con sus azarosas danzas el espectáculo del metabolismo humano.

Las sugerencias. El tono lírico

El interés por humanizar los objetos, la atención que se presta a las emociones, generan relatos en que la evocación, la armonía y su ruptura, lo evanescente e indefinido, desempeñan papeles protagónicos. En algunos cuentos, como «Las linternas de los autos», «Cuento ilógico» y, especialmente, «Póker de ventanas» y «Malabares», apenas se perfila un argumento. Las historias se adelgazan hasta desaparecer y son sustituidas por reflexiones y divagaciones subjetivas. De ahí que los dos últimos se planteen como una huida hacia la abstracción, hacia las sensaciones:

… Huir hacia la voluptuosidad de las ventanas. («Póker de ventanas», p. 35)

Huya usted a la belleza de los relojes inexactos… («Malabares», p. 113).

Situadas la voluptuosidad y la belleza en unos objetos determinados, veremos a estos ocupando primeros planos, de los que emanan las sensaciones y sugerencias. Este tipo de enfoque da lugar a cierta atmósfera que se sitúa por encima de cualquier trama argumental, y es común a la mayoría de los relatos de esta colección. Así, por ejemplo, en «La navaja» los movimientos amenazadores de este objeto, que no dejan de enfocarse, nos dicen más del sentido de la historia que las palabras de sus personajes. En «El amante de las manos», estas, con su blancura de «magnolias» y su voluptuosidad de «alondras»1, acaparan toda nuestra atención; y en «Cocktail», el erotismo de sus ingredientes –que pertenecen al cuerpo de una mujer– nos impactan más que el hecho del crimen macabro, que se condensa en breves apuntes, lejos de la prolijidad y el detallismo de las formas novelescas decimonónicas:

Un alarido.
Terror.
–¡No, no!
Se hundió el puñal en el pecho, para besar la aceituna del corazón.
El jerez de la sangre se derramó en la copa invertida del seno.
–¡No me mates!
–¡Te quiero!
Murió maravillosamente virgen por haberle querido. (pp. 136-137)2

Esta textura narrativa compuesta de fragmentos breves nos anuncia una técnica compositiva que apunta a lo pictórico más que a la temporalidad del realismo, y que a base de pinceladas leves y aparentemente aisladas consigue despertar lo sugerente. A ese efecto contribuyen, asimismo, procedimientos cinematográficos como la fijación en diversos planos y su rápida sucesión, la sintaxis breve e impresionista, predominantemente nominal, el apunte dramático, la reticencia y la abundancia de símiles. De este modo el peso de la tragedia cotidiana encuentra expresión a través de un sonido, de una imagen, de un ambiente que se esfuman para dejar paso a otros.

En «La navaja», por ejemplo, el hastío y el temor que experimenta el personaje narrador no se explican con razonamientos, sino mediante una sucesión de impresiones fijadas en una sintaxis deshilvanada, a base de frases nominales o de oraciones muy cortas, simples casi siempre:

Lluviosa tarde de sábado. […] Frío en todas las cosas […] El operario me enjabona la cara. ¿Qué fue…? Una ilusión. (p. 9)
¡Caramba! ¿Realidad? No; ilusión. (p. 12)
Tiembla sobre mis labios la navaja…
¡Ah, grito porque se despedazó la boca!
No, nada: otra ilusión. (p. 13)

Igualmente, a las descripciones de ambientes y personajes, así como a los precedentes históricos de estos últimos, solo se les dedican informaciones escuetas, detalles en que el narrador no se detiene demasiado. A la manera de un guión cinematográfico o una acotación teatral, son pinceladas, ligeros toques cuya trascendencia en el conjunto del relato el lector debe desentrañar:

Un auto. La voz de un vendedor de periódicos. La palabrota escapada de la boca del policía. («A la hora del té», p. 17)

Volví a verle con frecuencia.
Siempre cruelmente solo.
Meditando siempre. […] Su vida fue un claroscuro, manchado por la mano leprosa de la realidad.
Miseria, miseria…
Canciones…
Mujeres…
Pan… («Sándwich», pp. 7 y 10);

Psicosis.
Sugerir morbosamente el cocktail de la voluptuosidad.
Copa de jerez. Espumoso el borde palpitante. La aceituna, sujeta por una fina palanca, se estremece al sentir el beso escarlata del vino. Recuerda la copa un seno de mujer. («Cocktail», p. 127)

El burgués sale de su trabajo. Ha pasado toda la mañana junto al escritorio.
Le azota el viento. Besa el sol su silueta.
La primera campanada de las doce fuga a través de la ciudad.
Saca rápidamente su reloj. Sonríe dichoso. Marcha exacto. («Malabares», p. 113)

A veces la insistencia sobre cierto contenido se expresa mediante la repetición de sintagmas u oraciones breves cuyos miembros aparecen invertidos. La visión reiterada de una misma imagen estimula la imaginación y da libre curso a las emociones. Es el caso de

[…] El altar donde se consumó el sacrificio fue la hoja pálida.
La pálida hoja.3 («Malabares», p. 121)

O de

Siente un remolino de sugerencias diluidas. Cada una pudo ser voluptuosidad, pero se transfiguró en temblor de formas íntimas.
Las íntimas formas. («A la hora del té», pp. 21-22)

En otras ocasiones la sucesión veloz de las escenas quiere ser una aproximación al agobio que un hombre abrumado por el bullicio de la ciudad puede sentir. Se nos brindan entonces rápidos brochazos metafóricos de índole surrealista:

El hombre virgen de emociones de ciudad, siente en su cerebro una avalancha de imágenes. Se entrecruza su compenetración. Su síntesis se retuerce en un solo remolino.
Fragmentos de torre muerden a los tejados de las casas.
Asaltan autos a los hombres.
Mujeres: la silueta de aquella sería una sonata combinada con las facciones de la otra. […] Ojos, bocas, piernas, manos, forman un racimo. […] Vuelan por el aire cinco gritos de campana. («Malabares», pp. 114-15)

Si vagabundo está alucinado por el hambre, las imágenes se le presentarán superpuestas: verá una boca de mujer esfumándose en el cocktail. Bayonetas hundiéndose anarquistas en formas alambicadas. Las torres derrumbándose sobre el cielo invertido, para borrarle el azul y volverle rojo. Los ojos de los autos, transfigurándose en siluetas de policías. Los puñales en manos de los niños, para que jueguen con ellos malabares. («A la hora del té», pp. 18-19)

Mediante la sucesión paralelística de estructuras sintácticas nominales, se yuxtaponen imágenes inquietantes que esbozan un lienzo expresionista en busca de lo que esconden las ventanas de la ciudad:

Ojos estúpidos del galán burgués. Ojos agonizantes del viejo. Ojos sádicos del aventurero. Ojos alucinados del artista. («Póker de ventanas», p. 35)

La preponderancia de las sensaciones se manifiesta, por otra parte, en la interrelación entre el estado anímico de los personajes y el entorno natural que los rodea. Las reacciones de la Naturaleza logran, así, sugerir más que los propios acontecimientos. Lo hermoso, aquello que nos enamora y cuyo gozo o posesión constituye, por eso, una experiencia artística, es tan armonioso como la disposición de los astros. La mano amada es, pues, calificada como «estrella de carne» y «la sinfonía de una constelación» en «El amante de las manos», donde además leemos:

Una obsesión infinita de gozo palpita en sus cuerpos, que tienen el temblor del agua, azotada por el beso sinfónico del viento. (p. 23)

Como es característico de la estética modernista, la excitación erótica suele trasladarse a la Naturaleza, que aparece tan provocativa y armónica como la mujer y como el arte:

La esmeralda de la tarde creaba una plegaria de amor que estremecía las pupilas de las hojas, los labios de la tierra y los senos de las montañas. («Las linternas de los autos», p. 37).

La colina es un seno de mujer, que tiembla exuberante y por cuyas arterias corre la savia, que como leche inmaculada nutrirá a las palmeras y a las hojas. («Gloria», p. 61)

Parte del mosaico poético que contiene la naturaleza son los colores, entre los que destacan el plateado de la noche, la blancura de las manos y el «escarlata, fresa y púrpura de la voluptuosidad y de la boca». Ahora bien, esa armonía natural se quiebra cuando sucede la desgracia, como vemos en esta imagen de cuño expresionista:

El puñal del alarido de la madre se hunde en el pecho de la noche. («Las linternas de los autos», p. 38)

En un mundo ficticio en que todo es percibido como una cambiante red de relaciones y se tiende a la desintegración de la objetividad inequívoca, no resulta extraño el predominio de la metáfora como forma de expresión4. Entre las muchas que se encuentran en La navaja y otros cuentos, interesa destacar la presencia de la greguería. Impresión breve, precisa, aguda e ingeniosa sobre la vida o las cosas, es uno de los recursos más eficaces para suscitar sugerencias y plasmar una visión subjetiva, movediza e intrascendente de la realidad en que esta se define, sobre todo, como sensación5:

Las uñas de los gatos son crímenes diminutos, brotados de la elegancia de su sadismo («Cocktail», p. 135);

Ojos: puñaladas morenas que desgarran el cuerpo hambriento («A la hora del té», p. 28);

En aplauso: un espasmo de sonidos; el espasmo: un aplauso de la carne («Gloria», p. 64);

campanarios, anclas con las que la nave de la ciudad está sujeta al océano del cielo («Malabares», p. 114);

Blanca ventana, llaga de plata de la noche. («Póker de ventanas», p. 37)

Así como no podemos apoderarnos de las estrellas de cine que pasan veloces por la «hoja pálida» dejándonos emociones que se esfuman, en las historias de La navaja y otros cuentos domina lo inaprensible: las sombras evocadas, las intuiciones, un mundo tocado de lirismo en que los hechos ceden ante las sensaciones y lo definido se diluye en lo brumoso:

(¡No, su beso no! La sugerencia de su beso.) («Póker de ventanas», p. 40)

Entre la sensibilidad heredada del modernismo y los innovadores retos de las vanguardias, estos relatos de Humberto Salvador siguen invitándonos a participar en una inquietante propuesta de lectura; en un universo ficticio complejo y sugerente que aún nos interroga y que constituye una personal y valiosa manifestación de la narrativa ecuatoriana del siglo XX.

NOTAS:
[1] Nótese la impronta modernista en imágenes como «las magnolias de sus manos», «la alondra de una mano», «el blanco terciopelo de la mano», muy empleadas en Ajedrez.[2] Nota añadida en 2010. Otros ejemplos de desenlaces elípticos son los siguientes:
Besos rápidos, ocultos. Una declaración sorpresiva. Contacto de la pierna, en el amante simulacro de baile. Demonio de la tentación que golpeó brutalmente. Un zarpazo sentido en el corazón; sangrar, hallarse a punto de cometer una locura; dominarse cruelmente.
Vida alucinada. Inconsciencia.
¡Hambre!
¡Amor! («A la hora del té», p. 25)
Y el final de ‘Tragedia comprimida’, en «Las linternas de los autos»:
Camino estrecho. A la izquierda, el abismo.
Un grito salvaje de él.
Un alarido de ella.
–¡Al infierno! –gritó una voz sobrehumana.
El auto rodó al abismo. Tres cuerpos destrozados se unieron en un abrazo eterno. (p. 37)
[3] En este caso «la hoja pálida» se refiere a la pantalla de cine. Sin embargo, en «Paranoia», relato incluido en Taza de té, este sintagma hace alusión a la mente del narrador paranoico: «Las siluetas adquirían vida intensa en la hoja pálida de mi espíritu» («Paranoia», p. 165).
[4] Sobre la metáfora, véase el capítulo 3 («El lenguaje como forma») en Arnold Hauser, Literatura y manierismo, Madrid, Ed. Guadarrama, Punto Omega, 1965, pp. 40-72.
[5] Acerca de las características de las narraciones poéticas, vid. Ricardo Gullón, La novela lírica, Madrid, Ed. Cátedra, 1984.

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Ilustración inicio: Detalle de óleo Iglesia de la Concepción, de Sergio Guarderas.

María del Carmen Fernández Delgado. Crítica literaria, investigadora y catedrática española. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Educación a Distancia (UNED), España. Dedicada a la investigación de la literatura hispanoamericana y ecuatoriana desde los años 80 del siglo XX. En crítica literaria ha escrito El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30 (1991) y el estudio introductorio y edición de las Obras completas de Palacio en 1997, para editorial Libresa. Ha realizado también la edición crítica de En la ciudad he perdido una novela (1993), de Humberto Salvador, y de Quito, tradiciones, leyendas y memoria (1994), compilación de Édgar Freire Rubio.

Este texto fue parte del estudio introductorio que Fernández preparó para una edición ecuatoriana, que finalmente no se concretó. El estudio «La navaja y otros cuentos» se publicó, años más tarde, en la revista Re/Incidencias 8, dedicada en parte a releer la obra narrativa y dramatúrgica de Humberto Salvador.