Crítica:

Luis Humberto Salgado y el recuerdo

Álvaro Alemán

Buenas noches, quiero iniciar mi intervención, agradeciendo al Centro Cultural Benjamín Carrión y a su perenne hospitalidad hacia la reflexión en torno a la cultura y las artes del Ecuador y a la fundación Luis Humberto Salgado, en la persona de Guillermo Meza, que me ha ofrecido la oportunidad de ampliar algunas ideas sobre el sistema cultural ecuatoriano del siglo pasado. Confieso sentir algo de trepidación ante la invitación de pensar la música ecuatoriana, o al menos algunos aspectos de la misma, desde una perspectiva, como la mía, no especializada. Al mismo tiempo, estoy convencido de la necesidad de establecer, o reestablecer, líneas de comunicación no solo entre distintas disciplinas académicas –mi formación tiene lugar fundamentalmente en el ámbito de la historia cultural y la teoría literaria– sino también entre crítica y audiencias. Es ahí donde sitúo entonces mi intervención: en el esfuerzo por articular, de forma accesible, una aproximación a la complejidad de la dinámica cultural ecuatoriana y sobre manera a la doble problemática que plantea Guillermo Meza: por un lado, la casi absoluta ausencia de un diálogo teórico e histórico, entre música ecuatoriana y literatura ecuatoriana y, por otro, la complejidad de la temática del olvido de nuestras letras y notas musicales.

En lo que sigue, entonces, voy a abordar tres asuntos: 1) La complejidad del sistema cultural en el que Luis Humberto Salgado ejerció su oficio; es decir, el contorno de su configuración entre 1930-1970, los años en que Salgado produce su obra junto a la respuesta diferencial que emite ese sistema ante la producción literaria y la musical. 2) La evolución del sistema hasta el presente, como mecanismo para pensar históricamente el olvido y, finalmente, 3) La singularidad de la obra crítica de Guillermo Meza, expresada en el libro que nos ocupa esta noche, su Cronología comentada de ejecución de las obras de Luis Humberto Salgado como expresión de su proyecto más amplio, el de los estudios de musicología hermenéutico-deconstructiva.  Mi aspiración, dado el corto tiempo de mi intervención, no es agotar la temática –tan rica y estimulante por otro lado– sino establecer algunos elementos de juicio que permitan un abordaje distinto a los que hasta aquí se han ensayado.

Empezamos. El panorama en que Luis Humberto Salgado incursiona como creador hacia finales de la década de 1920 se encuentra marcado, en el ámbito de las manifestaciones artísticas, por varias matrices culturales, o aparatos discursivos discretos. Por un lado, se observa la presencia de un esquema conservador –asociado con el discurso hispanista, con la Iglesia– y en el caso particular de Quito con el emergente discurso patrimonialista de la arquitectura colonial. Se trata de un discurso inscrito en lo que Ángel Rama llama «La ciudad letrada», una inscripción que consolida el poder político, desde la Colonia en adelante, por medio del control sobre la letra, el acceso a ella y a los distintos medios expresivos. La ciudad letrada representa, así, la alianza histórica establecida en América Latina desde la invasión europea hasta el presente entre intelectuales y poder. La expresión institucional de esta matriz se observa, más allá de los púlpitos y del ordenamiento político formal, en entidades como la Academia de Historia y la de la Lengua y el sistema educativo misional.

Por otro lado, desde el campamento ideológico liberal, aparecen instancias y espacios emergentes, de la mano de una institucionalidad expansiva y modernizante que se manifiesta en la forma de un laicismo aspiracional y de un aparato burocrático novedoso. El liberalismo transforma el clima cultural ecuatoriano: lo remoza, a la vez que promueve nuevas formas de servicio y canales para la profesionalización. La ciudad letrada, sin embargo, la vieja asociación entre intelectuales y jerarquía, encuentra ocasión de reinstalarse en este nuevo lugar. Pese al hecho de que el liberalismo económico genera nuevas oportunidades y vías de subsistencia, nuevos oficios entre otras cosas, y que establece las condiciones necesarias para la emergencia de la clase media en el Ecuador, una parte significativa de quienes empiezan a ejercer poder cultural se despliega con el objetivo de consolidar su propio privilegio. Aparecen instituciones como el Conservatorio Nacional de Música, los colegios normales emblemáticos, el instituto de Bellas Artes y de su mano aparecen espacios públicos abiertos al ejercicio artístico: Salones, Festivales, Presentaciones y Programas, Juegos y demás manifestaciones de las bondades del nuevo paradigma.

También encontramos manifestaciones populares: diversas, dispersas, informales, inscritas en un circuito distinto y sostenidas por gremios, barrios, espacios políticos y organizativos nuevos, entre ellos el Partido Socialista Ecuatoriano, fundado en 1926, junto con medios de comunicación emergentes: diarios, prensa obrera y, con creciente importancia, la industria cultural de la discografía nacional y la radio. De una u otra manera, las manifestaciones culturales populares se procesan al interior de las matrices culturales previas. La «administración de lo popular» es tarea fundamental del poder, ya sea por omisión, incorporación, apropiación parcial o sustitución. No es mi intención, en estas observaciones preliminares, comunicar la rigidez absoluta de cualquiera de estas instancias, o caricaturizarlas, sugiriendo de esa manera la existencia de un orden superior, atemporal, racional o más ajustado a las circunstancias. De hecho, mi propia postura se encuentra también inscrita al interior de matrices de elaboración discursiva que me preceden, y que insertan mi intervención en categorías preexistentes. Mi aspiración consiste en señalar la existencia de fuerzas históricas que capturan las energías creativas excepcionales de Luis Humberto Salgado y las canalizan y dispersan al interior de los discursos preexistentes sobre la cultura en su momento histórico.

Lo notable de la obra de Luis Humberto Salgado consiste en una condición que podríamos llamar, en ausencia de otro término, «resistente» a la asimilación y apropiación de los discursos dominantes sobre la cultura ecuatoriana que existían en el siglo XX. Un ejemplo temprano proviene de su suite sinfónica Atahualpa: el ocaso de un imperio, de 1933, elaborada en conmemoración tanto de los 400 años de fundación española de Quito, como de la muerte del último emperador Inca. Como se sabe, el antecedente directo de la ocupación y fundación de Quito fue la captura y ejecución del inca Atahualpa el 29 de agosto de 1533. El año de 1933 constituye un hito en las representaciones historiográficas en el Ecuador, es el momento en el que Atahualpa, de la mano de cronistas, del padre Juan de Velasco y, sobre todo, con el aporte de Pío Jaramillo Alvarado, se constituye como personaje emisor de algo que en lo sucesivo se llamará «nacionalidad quiteña».

Se trata de una de las primeras composiciones de Salgado, elaborada para ser puesta en escena por la Banda Municipal de Quito de entonces. El momento histórico es crítico: la celebración pública que se prepara: desfiles escolares, decretos oficiales, la comisión de una estatua, artículos de opinión pública, pronunciamientos del cabildo y de instancias nacionales responde a un período de enorme inestabilidad política y de aparecimiento de una crítica del orden establecido. Entre 1931 y 1934 se suceden siete jefes de Estado, entre encargados del poder y presidentes elegidos en procesos electorales. La descalificación de un presidente electo, en 1932, desemboca en un enfrentamiento armado conocido como «la guerra de los cuatro días», que deja un saldo de más de mil muertos. 1934 fue escenario de la primera huelga urbana de Quito, protagonizada por obreros fabriles, contra la fábrica textil La Internacional, es también el año de publicación de Huasipungo, de Jorge Icaza, un documento social conmovedor y comprometido con la denuncia al orden social y racial existente. En 1935, el principal concurso de arte del país, el premio Mariano Aguilera, se convierte en escenario de disputa en torno a la irrupción de una nueva temática y sensibilidad social y artística. Eduardo Kingman presenta una serie de obras que representaban a los trabajadores de la Costa. El jurado se niega a concederle el premio, se desata un gran debate y un año más tarde, con jurado distinto, la misma obra es galardonada. En esos mismos años, se producen múltiples ediciones de la obra El indio ecuatoriano, de Pío Jaramillo Alvarado, el primero de nuestros indigenistas, que impugnaba, abiertamente, la versión oficial sobre la Conquista del más prestigioso historiador ecuatoriano de la época, Federico González Suárez. En el escenario internacional, el hispanismo emite su propio peso específico. Luego de la pérdida de parte de España, en 1898, de sus últimas colonias de ultramar se reestructura un nuevo horizonte de identidad, histórico y lingüístico a la vez.

El enfrentamiento ideológico representado así, en torno de la fundación de Quito, constituye el contexto en el que aparece la suite Atahualpa de Luis Humberto Salgado en 1933, en medio de un escenario atravesado por el conflicto y por la necesidad de controlar la representación. El país estaba cambiando; en ese momento, según una estadística estatal, cuatro de cada diez ecuatorianos eran indígenas. En medio del fervor de celebraciones públicas de inicios de la década de 1930 (la emancipación de la gran Colombia, el centenario de la República, el centenario de la muerte del mariscal Sucre, los cuatrocientos años de fundación de la ciudad de Quito), las conmemoraciones surgen como ocasiones simbólicas, auspiciadas por gobiernos liberales, para la articulación de una imagen de la nación interesada en conjurar e integrar a los indígenas. La dimensión oficial de los festejos públicos, en particular en torno a la fundación española de Quito, subrayó lo que Jacinto Jijón y Caamaño, presidente del Cabildo, llamó «la obra espiritual realizada tras la tala de la Conquista» expresada mediante la difusión de la religión católica y del idioma español y la sustitución de la «dura y sangrienta mentalidad americana, con la civilización occidental».

Por otro lado, como observan tanto Guillermo Bustos como Mercedes Prieto en distintas aproximaciones a este mismo momento histórico, las festividades que acompañan al reconocimiento de la muerte de Atahualpa incluyen actos de recordación implementados por gremios de albañiles, caciques, organizaciones populares y, junto a ellos, representaciones dramáticas y, por supuesto, musicales. El resultado de estas intervenciones se manifestaría, años más tarde, en la configuración de Atahualpa como héroe histórico y fundador de la nación.

¿Qué sucede, sin embargo, con la suite sinfónica de Luis Humberto Salgado, dentro de esta vorágine de disputas y luchas por el significado? Guillermo Bustos señala: «La contestación social, intelectual y política que se dirigió en contra del hispanismo provino de los territorios de la literatura y del arte. Si bien en determinados aspectos estas contra-narrativas elaboraron críticas significativas al relato histórico hispanista, carecieron de los instrumentos intelectuales para minar su edificio conceptual y empírico».

En su fascinante recuento del silenciamiento del aniversario del inca Atahualpa, Bustos no brinda espacio alguno a la música. No así Mercedes Prieto que resume las festividades de ese mismo aniversario:  Primero se hizo una representación de gimnasia hecha por indígenas trabajadores, la mayoría de ellos capariches, comandados por un «miembro del ejército», luego un baile de San Juan y concursos tradicionales; después la banda municipal interpretó Atahualpa o el ocaso de un imperio, luego la banda del Batallón Pichincha se encargó de ejecutar Alma de Atahualpa, composición de José Miguel Baca «inspirada en las fiestas religiosas y priostazgos de los indios de San Pablo del lago». En la radio, además de la biografía de Atahualpa y conferencias relacionadas con los indígenas, orquestas locales (como «Julio Cañar y su Orquesta» y el «Dúo Ojeda-Ortiz»), junto a músicos del Conservatorio Nacional de Música actuaron e interpretaron, por ejemplo, una pieza llamada Soñando en un rondador, calificada como «fox incaico», o La raza vencida y La raza incásica. La radio norteamericana Hoy Cristo Jesús Vive (HCJV) transmitió el drama musical La muerte de Atahualpa.

Prieto registra estas intervenciones y recoge las observaciones impresionistas emitidas en la prensa del momento, pero se abstiene de comentar sobre las piezas musicales en sí.

Y esto nos lleva a pensar en la complejidad de la interpretación social e individual de la música académica, un asunto que llevó, ayer y hoy, a la emisión de un poderoso silencio ante la obra de Luis Humberto Salgado.

No solo se trata de un silencio voluntario y descalificador que asocia la música académica con la tradición cultural de las élites europeas y abjura de ella a nombre de una noción numérica de lo popular. No solo es asunto de desconocimiento o de exclusión basada en clientelismos y cacicazgos culturales. Es también timidez interpretativa, incertidumbre. Ante el enorme panorama de significación de la obra de Salgado, que la música en general induce, observamos no solo indiferencia sino temor. ¿Qué son estos parajes audibles que producen en nosotros ondas de posibilidad?

Observamos una manifestación de este parálisis narrativo en la obra de dos historiadores (Bustos y Prieto) interesados en dilucidar el pasado, sus aristas profundas, sus líneas de fuerza y que sin embargo prescinden de un instrumento –la música– que tiene poderes superiores como agente ideológico. Se trata de un síntoma generalizado, casi una prohibición que marca la reducción drástica en nuestro tiempo de capacidad imaginativa.

El último movimiento de la suite sinfónica de Salgado, Atahualpa, se titula «La tragedia de Cajamarca», y consiste de 5 partes: Entrada de Atahualpa, en la plaza abandonada, diálogo de Atahualpa y el padre Valverde, el combate y el ocaso del imperio. Los títulos de cada apartado sirven para asentar la obra sobre un escenario imaginativo, son esencialmente metáforas que sirven para concentrar la expresión musical. La cuarta parte, «El combate», despierta expectativas de conflicto, alimentadas por los recuentos míticos del encuentro en Cajamarca hace 500 años. Esperamos oír el estruendo y clamor de la batalla, la expresión instrumental de la violencia.

No es así. Salgado regresa sobre temas previos, eleva el registro y desmonta la estructura de su obra ante nuestros oídos. No existe equivalente, en su suite sinfónica, de lucha armada, no hay victoria ni derrota, sino disolución.  ¿Cómo entender ese final?

Casi cincuenta años después de la presentación de la sinfonía, el historiador ecuatoriano Luis Andrade Reimers publica una obra titulada Hacia la verdadera historia de Atahualpa. En ella, junto con una exhaustiva búsqueda en fuentes primarias y archivos históricos en todo el planeta, Andrade Reimers concluye que la batalla de Cajamarca nunca tuvo lugar, que Pizarro construyó una historia falsa para reclamar sus derechos sobre los territorios y riquezas del incario puesto que, según los decretos reales, la legitimidad del reclamo de Pizarro sobre el botín requería que los bienes hayan sido ganados en defensa de los intereses de la corona, por medio de la lucha armada. El «rescate» del inca, para Andrade Reimers, no fue sino un pago hecho para consolidar la alianza que el mismo Atahualpa buscaba con el imperio español.

Leer a Andrade Reimers es escuchar la suite sinfónica de Salgado en donde no existe combate, sino engaño. No quiero sugerir con esto que Salgado tenía la intención de producir un argumento histórico alternativo sobre la invasión europea a los territorios andinos, aunque sí quiero aludir, junto con Jacques Attali, a la vocación anunciatoria de la música, su capacidad profética de llamar la atención sobre lo oculto.

Con todo esto quiero decir que la música de Salgado ha sido condenada al olvido por varios factores:

1. Por pertenecer al registro de la música culta europea. Una vez que el aparato estatal, reformulado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1944, posiciona las tesis de la identidad nacional mestiza, la plástica y la literatura desplazan a las demás expresiones artísticas en el seno de la nueva institucionalidad. En comparación a esas manifestaciones fuertes (explícitas), el nacionalismo musical aparece como una corriente «débil».

2. Al emitir una obra musical experimental y vanguardista que al mismo tiempo participa de expresiones populares, Salgado desorienta a las élites musicales y culturales ecuatorianas del siglo pasado. El privilegio económico de esas mismas élites, a la vez, convierte –en muchas instancias– a la música académica en instrumento para la diferenciación social, para la distinción social. Salgado es incomprensible en esos términos, un erudito popular, un agente musical clásico independiente.

3. Dado el grado de especialización que acompaña el desarrollo del discurso académico en la modernidad, la condición a la vez abstracta y sonora de la música llamada clásica intimida o irrita el campo intelectual ecuatoriano (con contadas excepciones). La música de Salgado, imbuida de una complejidad interna inédita a nivel local y comprometida con corrientes vanguardistas insurgentes ha producido, involuntariamente, un silencio que no solo se parece al asombro sino también a la vergüenza.

4. El silencio sobre la música de Luis Humberto Salgado representa, adicionalmente, una dificultad marcada en el momento de su apropiación por parte de los discursos oficiales. Se trata de un texto que se resiste a convertirse en instrumento de propaganda o bandera para determinada causa. En este último sentido, el escritor ecuatoriano más cercano a Salgado es César Dávila Andrade. Tal vez la condición alérgica de los discursos respectivos de cada uno de estos creadores ante el oficialismo tenga algo que ver con la condición de chagra de ambos, el uno cayambeño, el otro morlaco. A esto se suma la distancia que ambos guardaron, por distintas razones, ante las instituciones que les acogen. Tanto Luis Humberto Salgado como César Dávila Andrade fueron sujetos abstraídos de su propio momento histórico, agentes artísticos que operaron al margen de las habituales componendas institucionales, el uno por disciplina extrema, el otro por indisciplina extrema.

No quiero concluir sin antes ofrecer unos breves comentarios sobre la originalidad y la singularidad de la obra de Guillermo Meza, que en su obra propone una lectura interdisciplinaria y crítica de la producción musical de Luis Humberto Salgado. El proyecto crítico de Meza gestiona una historia de la cultura ecuatoriana incluyente, desfragmentada, que intenta aproximar el fenómeno histórico y cultural de la música de Salgado a la historia del siglo XX, a la filosofía, a la geografía, a la psicología, a la biografía, a la teoría musical y también, de manera refrescante a la polémica. Meza propone nada menos que pensar la globalización desde la singularidad histórica ecuatoriana, a través del prisma de la obra de Salgado.

Mi lectura de la obra de Meza lo asocia con un intelectual hoy día olvidado del siglo XX, Gonzalo Humberto Mata, «el comprendedor apasionado» como lo llamó Benjamín Carrión. Un polemista de primer orden, al igual que Meza, un pensador original, defensor acérrimo de una figura del pasado, en su caso, Dolores Veintimilla, y también, al igual que Meza, un prodigioso productor de neologismos.

Una segunda faceta importante en la obra de Guillermo Meza consiste en su trabajo como editor. La presente Cronología comentada de ejecución de obras de Luis Humberto Salgado es inédita en nuestro medio. La propuesta de Guillermo Meza en este texto consiste en registrar las ejecuciones históricas de las obras de Salgado. Se trata de un ejercicio ejemplar de conservación del patrimonio intangible de la actividad de la interpretación que debería ser imitado por otras artes efímeras: el teatro, la danza, la actividad deportiva distinta al fútbol. Este ejercicio reivindica también la presencia de mujeres en la música académica ecuatoriana. La abundancia de mujeres que Guillermo Meza inscribe en su registro da cuenta de la marca poderosa y de la impronta de su participación en un ámbito que parecería, equivocadamente, encontrarse dominado por varones.

Pero sin duda el mérito mayor de Meza radica en su proyecto de potencialización de la música de Luis Humberto Salgado, en su defensa inconfundible de la originalidad histórica y la singularidad de Salgado; en esto, se alinea con una tradición de nuestras letras, la del homenaje del alumno al maestro y la de protector de la memoria. Vemos esto en la prodigiosa obra de traducción del padre Aurelio Espinosa Pólit hacia la poesía de Virgilio, en el rigor crítico y editorial primero de Gonzalo Zaldumbide y después de Antonio Rodríguez Vincens hacia la obra de Medardo Ángel Silva y sobre todo lo vemos en la ejemplar obra de Enrique Ojeda hacia Jorge Carrera Andrade.

Termino con una cita de Gabriela Mistral, cuya efigie preside sobre esta reunión orientada al recuerdo del oficio del músico ecuatoriano más imaginativo y magistral del siglo XX. Hacia el final del prólogo de Boletines de mar y tierra, 1930, de Jorge Carrera Andrade, Mistral dice lo siguiente:

«Importe el oficio cada día más y el merolico que vocea el producto nuestro, importe cada día menos; porque el dios de los oficios a quien preguntamos sobre nuestro trabajo responde tan rotundamente, que no hay vendedor que nos desbarate el juicio en el aire cuando él hable. Después que le hayamos oído aceptación o reprobación, ningún pinino ajeno podrá robarnos la sentencia buena ni zurcirnos la mala. El dios de los oficios habla dentro de nosotros, los artesanos … usted sabrá por él lo que su obra haya añadido a la atmósfera de espejo de su meseta, en formas, en criaturas, en dejos y en voces.»

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Obras Citadas:

Andrade Reimers, Luis. Hacia la verdadera historia de Atahualpa. Quito: CCE, 1980.

Attali, Jacques. Ruidos: Ensayo sobre la economía política de la música. México: Siglo XXI, 1995.

Bustos, Guillermo. El culto a la nación: Escritura de la historia y rituales de la memoria en Ecuador, 1870-1950. Quito: FCE y UASB, 2017.

Meza, Guillermo. Cronología comentada de ejecución de las obras de Luis Humberto Salgado. Quito: Fundación Luis Humberto Salgado, 2019.

Mistral, Gabriela. «Prólogo» a Jorge Carrera Andrade, Boletines de mar y tierra. Barcelona: Cervantes, 1930.

Prieto, Mercedes. «Los indios y la nación: historias y memorias en disputa», en Valeria Coronel y Mercedes Prieto, Celebraciones centenarias y negociaciones por la nación ecuatoriana. Quito: Flacso/Ministerio de Cultura, 2010.

Álvaro Alemán
Crítico literario y cultural ecuatoriano. Doctorado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Florida, en Gainesville. Actualmente es Coordinador de Literatura en la Universidad San Francisco de Quito. Ha trabajado en sus ensayos y estudios temas de la literatura ecuatoriana del siglo XX, crítica y teoría literaria, propiedad intelectual e historia pública.

Este estudio fue parte de la presentación del libro Luis Humberto Salgado: Cronología crítica, autoría del músico e investigador Guillermo Meza, miembro de la Fundación Luis Humberto Salgado. El acto se llevó a cabo el 27 de mayo de 2019 en el CCBC.