Un reportaje a Carmita Palacios*
Cristóbal Garcés Larrea
Cuando en 1934 José de la Cuadra publicó un libro de ensayos sobre artistas y escritores del Ecuador, bajo el rubro de Doce siluetas, trazó, con su pluma magnífica, la semblanza de Carmela Palacio a quien llamó: «escultora y escultura». Ponderaba el gran relatista guayaquileño la singular belleza de la artista aludida así como también sus extraordinarias dotes en la pintura y en la escultura. «Eva quiteña –decía De la Cuadra–, bonita muchacha de rostro ingenuo: alba laguna para que se retraten serenamente los cielos azules y lejanos. Ojos: espejos para los paisajes florecidos sobre los cerros. Labios: hemistiquios de rubí, partidos por gracia de la metáfora clasista». Por aquel entonces Carmita Palacio –que es como hoy la conocemos– era apenas una muchacha con una gran capacidad para soñar y para captar el misterio de su ensoñación a través de la magia del pincel y los cinceles, empero el destino le tenía deparada una amarga sorpresa.
Unida en matrimonio con uno de los hombres más representativos de la literatura ecuatoriana de todos los tiempos, Pablo Palacio, asistió Carmita con una tremenda fuerza de espartana a todo el largo y trágico proceso de la extraña muerte lenta del genial escritor. Al pie del árbol derribado, velando, con paciencia de santa, sueño prolongado o el insomnio torturante del alucinado; sin ninguna flaqueza, sacando increíbles fuerzas de su frágil arquitectura para poder estar pendiente, minuto a minuto, de la larga, larguísima agonía de siete años; el ejemplo de Carmita Palacio es digno de ser alabado y admirado. Moderna Penélope, su gigantesco esfuerzo la hace más hermosa todavía en su martirologio, y nimba su rostro con esa pátina heroica de las figuras de la tragedia griega.
En el momento actual constatamos, con bastante extrañeza, cómo las nuevas generaciones están olvidando el nombre de Pablo Palacio. Adelantado de su tiempo, escribió allá en la tercera década de este siglo, la más audaz literatura no solo de su país sino también de América. Buceador de las hórridas tinieblas del alma, las obras de este escritor no tienen antecedente ni consecuente en nuestro medio. Novelista singular, único, su nombre, fatalmente por falta de publicidad, está circunscrito a los predios nacionales. Y pensar que en América, por exceso de propaganda, escritores sin la originalidad y el talento de Palacio, están figurando en las primeras planas de casi todos los diarios y revistas del mundo.
Palacio fue un precursor de muchos del llamado ‘boom’ y sus extrañas novelas y cuentos de delirio, alucinaciones y locuras, no eran otra cosa que el fiel reflejo de la tragedia que se estaba incubando en su cerebro. Con un afán de presentar algo del caso Pablo Palacio, hemos buscado a Carmita y mucho trabajo nos ha costado vencer su silencio. Es claro, recordar el pasado significa traer al presente muchas horas de dolor. Pero ante nuestra obstinación de querer trazar una silueta del hombre ya que la del escritor es bastante conocida, Carmita abandona, momentáneamente, sus clases en la Escuela Municipal de Bellas Artes de esta ciudad y con una voz atribulada, como en profundo soliloquio, va dejando fluir la madeja del recuerdo:
«Conocí a Pablo –nos dice– en 1929, cuando ingresaba a la Escuela de Bellas Artes, en Quito. Todos los días, puntualmente, estaba esperándome a la salida, acompañado de dos de sus mejores amigos, los doctores Antonio José Borja y Juventino Arias, ya fallecido. Nos casamos. Fuimos a vivir en una casita que había comprado. Entre los sueños dorados de la luna de miel, los dos fuimos pintando la casita. Él, personalmente, sembraba legumbres y flores. Gustaba de tener aves y cuidaba con esmero a los animales domésticos. Había publicado sus primeros libros: Un hombre muerto a puntapiés y Débora. Eran los años de 1930. Cierto público lector recibió los libros de Pablo con asombro, pero los mejores escritores del país, y algunos del exterior, elogiaron mucho esos volúmenes. Pablo iba conquistando un puesto en la Literatura. Estudioso profundo, obtuvo la cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad Central, en Quito, y tradujo para la Editorial Ercilla algunos textos de Heráclito. No era, pues, un intelectual superficial. Ingresó por aquel entonces al Partido Socialista y fue un ferviente militante. Claro que la literatura que él practicaba era incompatible con la tesis del realismo socialista tan en boga entonces. (Y nosotros recordamos un acre comentario de Joaquín Gallegos Lara sobre la novela escapista, ajena a la realidad, que realizaba Palacio.) En más de una ocasión fue perseguido por sus ideas políticas –continúa Carmita–, y juzgo que esa preocupación fue alterándole la razón. Sufrió mucho cuando clausuraron la Universidad Central y pese a su talento, al ser reorganizada, no fue llamado a reintegrarse a su cátedra».
El prolongado monólogo de Carmita le provoca pesadumbre. Hay un silencio que es interrumpido cuando le preguntamos acerca de los amigos más cercanos que tuvo Palacio y nos responde: «Recuerdo siempre a varios amigos íntimos que tuvo Pablo, en Quito. Ellos eran los doctores Antonio José Borja, Juventino Arias, Ángel Modesto Paredes, Juan I. Lovato, Benjamín Carrión y los señores Jorge Reyes, Humberto Mata Martínez, Jaime Chávez Granja, que publicó las Obras completas de Pablo, al llegar a la Presidencia de la Casa de la Cultura. En Guayaquil sus mejores amigos fueron: Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta, Carlos Zevallos M., José de la Cuadra, su pariente Alfredo Palacio, Leopoldo Benites y el Dr. Carlos Ayala Cabanilla, entre los que vienen a mi memoria. Sin embargo, al producirse su enfermedad muchos de sus amigos se ausentaron. Recuerdo que al ser diagnosticado su mal aún no había perdido la razón. Calcule su sufrimiento. Juzgo que esa noticia brutal fue trágicamente decisiva. Pablo era poseedor de una gran biblioteca en obras jurídicas y literarias y quiso entregarla a la Universidad Central para lo cual llamó a uno de sus mejores amigos. Sin embargo, a pesar de las llamadas insistentes, nunca llegó. Pablo deliraba y decía: ‘Debe estar preso. No quieren que venga a verme’. Comenzaba así a ingresar en la sinrazón de la que ya no volvió. El escritor aludido jamás volvió a verlo. Y creo sinceramente que por la política sacrificó su paz interior, su situación económica, y fue, sin duda alguna, la inicial de su dolencia».
«Siempre que los intelectuales se han referido a la muerte de Pablo han dicho que sucedió en el Manicomio Lorenzo Ponce. Él jamás estuvo en esa casa de salud. Cuando empezó su mal se asiló en el Hospital Eugenio Espejo, de Quito, de donde pasó a la Clínica Siquiátrica del Dr. Julio Endara. En esa situación nació mi segundo hijo. Pasamos a Guayaquil y tuvo asilo en la Clínica de Enfermedades Nerviosas del Dr. Carlos Ayala Cabanilla. No tuvo mejoría pese a los esfuerzos del sabio Director. El señor Héctor Orcés me facilitó, entonces, en forma gratuita, que no alcanzo a agradecer, una modesta casita de caña. Usted sabe lo duro que es la vida en Guayaquil, pero pude luchar a brazo partido durante los siete terribles años de su grave dolencia. Quedaron dos hijos: Pablo y Helena. Pablo, aunque no tiene la afición literaria de su padre, es sumamente inteligente, y Helena, que posee grandes dotes para las Artes Plásticas, desgraciadamente es muy delicada de salud. Alfredo Palacio ha elogiado las cualidades que tiene Helena para la escultura. (Y nosotros recordamos haber publicado en el número anterior de Cuadernos del Guayas, p. 31, una bella cabeza escultórica de Helena Palacio, que por error en la armada no llevaba el nombre de su autora.)»
Solicitamos alguna foto inédita, hogareña, íntima, del gran escritor malogrado; algún texto no publicado; alguna novedad y Carmita nos narra que la prolongada agonía de su esposo y luego su muerte, la dura lucha por la vida, la angustia, había echado a perder todo lo que de Pablo Palacio había quedado.
Escritor íslico, desconcertante por los temas que tocó y en la época en que realizó su obra literaria y en un medio lamentablemente poco propicio para esta clase de literatura, difícil de llegar a los diletantes, sobre Pablo Palacio. Cuando alguien llega a conocer algún cuento suyo, o sus novelas, caen presas de un extraño sortilegio, de una suerte de súbito entusiasmo y es que en América Pablo Palacio es un escritor singular cuya obra, poco conocida lamentablemente, está en espera del reconocimiento, esencia de la verdadera crítica. Eso esperamos, sinceramente. Y por eso publicamos hoy uno de sus cuentos. [Se trata de «Luz lateral»].
* Publicado en Cuadernos del Guayas, n. 30-31. Nov. 26 de 1969, pp. 23, 34.