Ensayo/homenaje:

Walt Whitman revisitado:
«Yo no me cubro la boca con la mano»:

Roy Sigüenza

Whitman. Del poema 24 del «Canto de mí mismo»
Hojas de hierba son francamente el canto del Sexo, y de la Amatividad, y aun de la Animalidad (…)
Del prefacio de la edición de «Hojas de Hierba» de 1888. «Hojas de hierba», Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 2017
… sin duda no habría percibido el universo, ni escrito ninguno de mis poemas, si no me hubiera entregado libremente a mis camaradas, al amor
 Whitman, citado por Calvin Bedient, en su ensayo «Walt Whitman, anulado», 1985
–El parnaso tiene varias moradas
W.H. Auden

 

CONSIDERANDO el tótem icónico que es Whitman y todo lo que se ha escrito y dicho de él, pareciera que quienes quisiéramos hacer una lectura algo novedosa ‒ahora mismo‒ sobre su obra y él mismo, ya no tuviéramos lugar; pero creo que, en mi caso, hemos encontrado un «punto de inflexión» desde dónde decirlo, aunque me temo que tendrán que dispensar cualquier autorreferencialidad –que, por supuesto, no me han pedido–, pero que asumiré para que esta especie de lectura fragmentada tenga sentido.

Se trata de una lectura de lecturas a la que contribuyó, para mi suerte, lo que Roland Barthes definió como «el misterio de la simple concomitancia», porque, cierto, todo dio de sí para que esta lectura se revelara con más o menos transparencia. Ese todo de movilidad secreta, incluyó un ejemplar ‒que hallé accidentalmente en la biblioteca de una amiga zarumeña, justo en estos días‒ de la edición definitiva de Hojas de hierba en la celebrada versión española de Francisco Alexander ‒con los 4 prefacios escritos por el propio Whitman‒, publicada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana; algunas lecturas sueltas como la compilación xeroscopiada de ensayos Homosexualidad: literatura y política, de George Steiner y Robert Boyers; y El arte de leer de W.H. Auden, cuya lúcida y lúdica voz escucharemos aquí, tanto como la mía –pero esta en tono menor por si haga ruido, cosa bastante probable‒, que intervendrá para hacer una pequeña relación de los hechos que, para mi sorpresa, tiene algunas cosas que ver con el poeta de Manhattan.

Diría también que esta movilidad secreta incluye la invitación –que agradezco‒ para participar en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, en esta mesa temática en la que estamos, justo para hablar de él no solo desde la especialidad avezada sino también de la experiencia lectora y vital de poeta residente en un país latinoamericano en el siglo XXI después de Cristo ‒y antes del próximo Armagedón como les encanta anunciar a los Testigos de Jehová.

Con Whitman compartimos cosas:

Para principiar somos geminianos. Whitman nació el 31 de mayo y Roy Sigüenza, el 23 de mayo. Los astrólogos, con dos estrellas Michelin, sostienen que los gemelos gobiernan vida, milagros y otras apariciones, de los nacidos del 21 de mayo al 21 de junio. Otros, con más estrellas, dicen cosas más degeneradas, pero nosotros quedémonos nomás hasta aquí…

Él mismo publicó –como tipógrafo que también fue‒ la primera edición de sus Hojas. Yo hice lo mismo con mi plaqueta inicial, Cabeza quemada, en una de las últimas imprentas de Portovelo ‒mi ciudad‒, ya a punto de quebrar por falta de insumos y clientes. Todavía recuerdo mis manos de improvisado tipógrafo, manchadas con la espesa pasta negra que entonces se empleaba para imprimir y el ruido del linotipo haciendo su trabajo bajo la desconcertada mirada de la amable dueña del lugar que no sabía lo que pasaba.

A Whitman lo echó del cargo el «Ministro de lo Interior» ‒un tipo, entre cretino y otra cosa de bicho‒, de nombre James Harlan, por ser el autor de un libro «inmoral». En mi caso –y no hace mucho tiempo‒ la orden de desempleo no vino del Ministro del Interior, sino de su representante en El Oro, pero, esta vez, por «conducta inmoral», aunque también pudo haberlo hecho por escribir «inmoralidades», para lo cual el caballero contaba con pruebas materiales si leía mi poesía; pero no. «El Sr. no gusta leer poesía». ¡Qué va! El funcionario se había enterado –como si de esto debía o tenía que enterarse «ex profeso»‒ que mi «camarada» llegaba muy ocasionalmente a la oficina donde trabajé, haciendo uso del mismo derecho a la libre movilidad que tenemos –seas lo que fueras, supuestamente‒ los ciudadanos y ciudadanas de este país. Que esto haya ocurrido ‒¡y en una oficina pública!‒ le pareció tan intolerable que, con la rapidez del «corre ve y dile», me despachó del cargo.

Como que la furia homofóbica convierte a los funcionarios del Estado en dechados de ética y moral.

Pero continuemos:

Como le pasó a Whitman con su libro ‒al que incluso una tenebrosa Sociedad para la Eliminación del Vicio de su país quiso ver quemado‒, a mí me pasó con uno mío, aunque con un furor ya bastante enfriado por el disimulo.

Hago público lo que ocurrió solo para que conste que estas cosas –aunque sigilosas y sin pruebas demostrables‒ también pasan en el Ecuador de estos tiempos.

Por lo que sé, mi libro de poemas La  hierba del cielo ‒… visto ahora que lo escribo, también se trata de un libro con «hierba»‒ no calificó para un importante premio literario a causa de su homoerotismo –al menos eso me lo confirmó luego y voluntariamente una de las mujeres que integró el jurado calificador‒, cosa que ciertamente me asustó pues no se me había pasado por la cabeza que era fácil descalificar un libro de poesía por un aparente demérito parapoético o extra literario como pueden ser las filias o las fobias del autor o autora; pero pasó. El jurado, supongo, que para «guardar las apariencias» y no restarse respetabilidad –que para mí la tenía hasta entonces; y de sobra‒, optó por entregarle al libro la única mención de honor del concurso.

Francisco Alexander el traductor más referencial de Whitman, en el preámbulo de Hojas de hierba, publicado originalmente en 1952, señala:

Los detractores de Whitman le han acusado (…) de la más cruda sensualidad, y ha habido críticos que han llegado a representarlo como un animal que se revuelca, plácida e irreflexivamente, en el cieno de sus propias sensaciones. Estos ataques se apoyan en una parte muy pequeña de la obra entera del poeta: en ciertos pasajes del vasto «Canto de mí mismo» y en algunos poemas de «Hijos de Adán». Tampoco en este caso ‒por mojigatería o por un inexplicable ofuscamiento de su facultad crítica‒ ha podido esa clase de jueces decir la verdad clara y sencilla, que consiste en que Walt Whitman, antes que su amigo Edward Carpenter, antes que Havelock Ellis, antes que los otros apóstoles de la doctrina de la esencial pureza y dignidad de lo sexual, comprendió que nada hay de pecaminoso en ese impulso fundamental de toda vida, y que, en su afán de cantar al hombre y a la mujer cabales, celebró también, con pasión, los nobles atributos de su sexo, sin que le importase ofender con ello la pudibundez de los puritanos, de los tontos y de los hipócritas. (…)

Si leemos entre líneas este texto escrito para defender el libro de Whitman, también podríamos incriminar a su autor de pudibundez porque –condecente con él mismo‒, obvia la sección de Cálamo del libro ‒compuesta de 38 poemas, una cantidad significativa; es decir nada pequeña‒, esta sí de evidente y gozosa pulsión homoerótica, y por la que probablemente atacaron el libro de Whitman, más que por las alusiones a «ciertos pasajes» del Canto de mí mismo y de «algunos poemas» de Hijos de Adán, como sostiene Alexander.

Por supuesto que con esta lectura no buscamos otra cosa que «esclarecer un poco el paisaje», diría, para poner en evidencia lo persistente y peligrosa que es la intolerancia al amor –el pasional y el sexual‒ de «los Camaradas» en el que Whitman, como él mismo confesó, encontró el más fuerte impulso creativo para su obra y sobre el cual escribió con tanta alegría, amplitud de registro y desparpajo.

Leo dos poemas que certifican esta intensa amorosidad –presente, como he señalado, en todos los poemas de Cálamo:

Nosotros dos muchachos abrazados

Nosotros, dos muchachos abrazados,
Jamás nos separamos el uno del otro,
Recorremos los caminos de arriba abajo, emprendemos excursiones por el norte y por /el sur,
Gozamos de la fuerza, extendemos los brazos, cerramos  los puños,
Armados e intrépidos, comemos, bebemos, dormimos, amamos,
No obedecemos otra ley que la nuestra, navegamos, fanfarroneamos, robamos, /amenazamos,
Asustamos a las avaros, a los criados, a los sacerdotes, respiramos el aire, bebemos el agua, bailamos sobre el césped de la playa,
Conmovemos a las ciudades, despreciamos el bienestar, nos burlamos de las leyes, perseguimos toda suerte de debilidad,
Y damos fin a nuestra correría.

En este momento, anhelante y pensativo

En este momento, anhelante y pensativo, solitario,
Me parece que hay otros hombres en otros países, anhelantes y pensativos,
Me parece que puedo mirar y contemplarlos en Alemania, Italia, Francia, España,
O lejos, muy lejos, en la China o en Rusia, o en el Japón, hablando otras lenguas,
Y me parece que si yo pudiera conocer a esos hombres los amaría como amo a los hombres de mi propio país,

Oh yo sé que seríamos hermanos y amantes,
Yo sé que con ellos sería feliz.

…………..

Pero las épocas se acaban y sus voceríos, igual. Aunque nos quedan las dudas.

El poeta W.H. Auden, a quien hay que leer porque considero que es el profesor de poesía que muchos buscan, en un precioso texto dedicado a su paisano D.H. Lawrence escribe –categórico y burlón‒:

«Hasta donde sé, Whitman no ha ejercido jamás una influencia benéfica en ningún otro poeta inglés; si la ejerció sobre Lawrence se debió, a que, pese a ciertas similitudes superficiales, las sensibilidades de ambos eran radicalmente distintas. Whitman eligió de manera consciente encarnar al bardo de América, y creó una «persona» poética para tal fin. Escribe siempre en primera persona, y utiliza incluso su propio nombre; sin embargo, es esa «persona» la que habla en los poemas y no el hombre real, incluso cuando parece estar dando cuenta de las experiencias más íntimas. Si en ocasiones suena ridículo es porque la imagen misma de un individuo se entromete en lo que pretenden ser manifestaciones de una experiencia colectiva. ‘Soy amplio, contengo multitudes’, resulta una declaración absurda si uno piensa en el propio Whitman o en cualquier otro individuo; solo tiene sentido si se piensa en una ‘persona jurídica’. Cuanto más sabemos acerca de Walt Whitman, el hombre, menos se parece este a su personaje. (…)»

Quizá contribuyan a explicarnos el tono de este texto de Auden, este aparte informativo: Auden escribió buena parte de su obra poética ‒sobre todo la última‒ en verso formal –recordemos que Whitman es el precursor del verso libre o blanco‒, porque, como llegó a sostener, la poesía, sin una severa legislación métrica, no era más que «prosa recortada»; evitó cualquier intimidad o confesión personal en sus poemas; estableció que la función del poeta ya no podía ser la del profeta visionario ni la del guerrillero político, sino solo la del centinela, el custodio de la lengua, que permite, simplemente, crear un espacio para pensar en el mundo y recordarle al hombre su pertenencia al lenguaje, «al que el tiempo venera», como afirma Andreu Jaume.

Como vemos, Whitman es un pirómano exultante, político, sexual, al lado de Auden: un bombero acucioso y sensato, «con sentido del humor», aunque siempre elegante.

Está escrito en el aire que El parnaso tiene varias moradas.

Para vindicar a nuestros dos poetas, quienes se enfrentaron a su manera ‒para perder o ganar, es decir con convicción apasionada‒ a casi todas las demandas históricas de su tiempo y nos dejaron una memoria citable para la poesía y la vida ‒que hoy parece tan fácil de tachar‒ cito estas palabras de Joseph Brodsky:

Si un poeta tiene alguna obligación para con la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene otra opción. Si no cumple con ese deber, se hunde en el olvido. Por otra parte, la sociedad no tiene obligación alguna para con el poeta. La sociedad, mayoría por definición, considera que tiene otras opciones que la de leer poemas, por bien escritos que estén. El resultado de su fracaso al respecto es su desplome a ese nivel de locución en que la sociedad cae presa fácilmente de un demagogo o de un tirano.

 Gracias.

Roy Sigüenza (Portovelo, 1958). Poeta, cronista y gestor cultural de amplia trayectoria en las labores culturales, patrimoniales y literarias de su ciudad natal y lugares aledaños. Es autor de los libros de poesía Cabeza quemada (1990), Tabla de mareas (1998), Ocúpate de la noche (2002), La hierba del cielo (2002), Cuerpo ciego (2005), Abrazadero y otros lugares (2006), Cuatrocientos cuerpos (2009), Manchas de agua (2016) y Nurdu (2018). En el 2020 Severo Editorial publicó su más reciente compilación: Habilidad con los caballos. Poesía reunida 1990-2020.

En crónica ha escrito: ¿Y vieron bailar el charlestón a la ‘Chiva’ Marina? (1991) y Portovelenses S.A. (1999). Sus notas periodísticas y reportajes de viaje han aparecido en medios de Quito, Guayaquil y Machala. Actualmente reside en la ciudad de Portovelo.

Este texto fue  presentado en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, en 2019. Aparece en esta entrega del Boletín de la Casa Carrión como una muestra de la agudeza poética y crítica de Roy Sigüenza en el mes del orgullo GLBT, cuando aún resuena en el orbe la celebración del bicentenario de nacimiento del gran poeta estadounidense.