Ensayo:

Aproximación a la poesía de Alfredo Gangotena

Bruno Sáenz Andrade

 

Una vida, dos mundos

QUITO no fue la residencia de elección de Alfredo Gangotena, pero sí la ciudad que lo vio nacer y morir. Cuatro décadas no alcanzan para abarcar la edad de la inocencia y los años de aprendizaje de un patriarca bíblico, y casi se vuelven breves, comparadas con la común medida de una existencia, pero las que transcurrieron entre 1904 y 1944 pudieron parecer interminables: conocieron la gestación, el estallido y la consumación de dos guerras mundiales. Tampoco le resultaron cortas al ecuatoriano. Escribió, antes de su término, algunas de las páginas más personales y desgarradas, más insólitas y grandiosas, concebidas por un hombre de tierra americana.

De tierra americana, no siempre de habla peninsular. Cuatro de los cinco libros de Gangotena y la parte más amplia de sus composiciones sueltas están redactados en lengua francesa. Hacia 1920, el poeta viaja a París. Según Jorge Carrera Andrade, a los diez y ocho años, el estudiante de la Escuela de Minas domina, sin fallas, su idioma de adopción. De regreso a la patria, se tendrá por un «exiliado en los Andes». No hay justificación para separar demasiado la obra gala de la castellana. El motivo fundamental cambia de acento, no de nombre ni de esencia. Acaso, alcance un grado mayor de perfección la primera, y se muestren superiores, por la hondura, por el tono angustiado, aún por la desmesura, las mejores páginas de la segunda.

Un apéndice a los Poèmes Français (Orphée-La Différence, 1991-1992) –no es el único documento consultado– incluye un esbozo biográfico de Gangotena. Nace un 19 de abril. Su madre es Hortensia Fernández; su padre, Domingo Gangotena Álvarez. La infancia de Alfredo transcurre en Quito y en la hacienda familiar. Se forma con los Jesuitas. Escribe para las revistas La Alborada y Juventud. 1920 lo traslada a Francia, con los suyos, aunque su padre regresa, pronto, al Ecuador. El estudiante del colegio Duvigon de Lanou pasa, en 1922, a la carrera de Arquitectura. La abandona por la de Ingeniería de Minas de la Escuela de Bellas Artes. Se diploma en 1927. Se forja un nombre por su condición de creador. Inicia una temprana colaboración con Philosophies, Intentions, La Ligne du Coeur, Chroniques, Cahiers du Sud. Publica sus libros, en francés, con Gallimard y Cahiers de Poètes Catholiques1.

Gonzalo Zaldumbide lo presenta a Güiraldes y Alfonso Reyes. Jean Cocteau se entusiasma con el ecuatoriano. Anuncia a Max Jacob: Gangotena es, desde Radiguet, la mayor naturaleza que he conocido. Supervielle lo elogia: Un poeta como usted, qué suerte para al América del Sur. Carrera Andrade transcribe otro comentario del franco-uruguayo: (Gangotena) Delicado de salud, siempre en peligro, estaba dotado maravillosamente para recoger y situar el sufrimiento humano. Alfredo dedica un texto a Paul Claudel. El genial lírico de la Cantata a tres voces guarda silencio.

Gangotena vuelve al Ecuador, en 1927, acompañado por Henri Michaux. El francés permanece bajo el sol equinoccial hasta 1928. En 1929, Gangotena celebra su matrimonio con Emma Guarderas (un artículo de Carlos Tobar Zaldumbide alude a su divorcio). Dicta, por breve tiempo, la cátedra de Mineralogía de la Universidad Central. Una carta, fechada el 23 de julio de 1934, da fe, por la primera vez, de una relación apasionada de Gangotena, de la que el servicio de correos se convertirá en la singular Celestina. Nunca verá a la amada, Marie Lalou, poetisa de Lille, enferma y con marido. En 1936, Gangotena vuelve a Francia con el nombramiento de agregado cultural de la embajada –solo hasta 1937–. Marie no accede a recibirlo.

El «exiliado» en los Andes, miembro, durante la segunda guerra, del Comité de la Francia Combatiente en el Ecuador, no permite que se aflojen fácilmente los lazos que lo unen a París. La revista Arco (enero de 1965) reproduce cinco misivas firmadas por Max Jacob. Tres corresponden a la estadía del estudiante Gangotena en Francia. Dos sirven de testimonio de esa lucha por atravesar la anchura de un continente y la masa líquida del Atlántico, a través del puente de la amistad. La del 15 de octubre de 1933, reporta la llegada de Ausencia, publicado en Quito, a la capital de las Galias:

Su libro «Ausencia» me produce el efecto de sonido de una gran campana que escucho con placer. Me dice: terminaron las bagatelas artísticas, los detalles pintorescos. Una época trágica requiere una poesía trágica, una época desgarrada, poetas desgarrados.

Y he aquí que, de sus Américas, nos llega su voz de metal, su verbo firme y perfumado y su corazón cargado de un mal atroz, la nostalgia (el mal del país), mal que nos legó el gran poeta Ovidio a otros exiliados. Esta voz nos llega, cálida aún, del Ecuador, desolada como los 6.350 metros de altura del Chimborazo, y roja de dolor como sus piedras comidas por los soles odiosos e implacables.

De Orogenia (1927) a Nuit (1938), pasando por La Tempestad Secreta y Ausencia (1930), el hispano hablante compone en francés. En Ausencia, hay dos piezas forjadas en la lengua materna, suprimidas, después, de la edición europea.  Tempestad Secreta (1940, sin artículo) y algunos poemas independientes están redactados en castellano.

En 1941, el escritor acepta una nueva misión diplomática. Va a la ciudad chilena de Valparaíso. En 1944, proyecta trasladarse a la Francia liberada. Fallece el 29 de diciembre, cuando parecía reponerse de una intervención quirúrgica, que se le hiciera para salvarlo de una peritonitis aguda. Desde la juventud, padecía de hemofilia. En 1945, Francia confiere al autor fallecido la Legión de Honor.

Gangotena, como poeta trasplantado al Viejo Continente, halla su ubicación en el período de la entreguerra. La primera conflagración mundial se declara en 1914. Concluye en 1919, con el Tratado de Versalles. En 1920, el ecuatoriano va a educarse en Francia. En 1939, año inaugural de un nuevo conflicto, y 1940, durante la ocupación alemana de París, Quito ha pasado a ser la residencia de Gangotena. La muerte solo le concede tiempo para conocer, desde la mitad el mundo, la expulsión de los nazis de «su» Lutecia.

La de la entreguerra es una época de esplendor artístico y mundano. Se proclama moderna, optimista, iconoclasta; no le importa ser tomada por frívola. Se abre, con suprema tolerancia, a todas las ideas. Francia la vive, sazonándola con un grano de nacionalismo. Las personalidades del literato Jean Cocteau y del músico Francis Poulenc la representan bien. Una falsa seguridad, corroída por la ironía y el escepticismo, caracteriza a los dos artistas. La despreocupación, el eclecticismo, el dinamismo son las máscaras de una disimulada inquietud espiritual. Porque el desparpajo y la «vulgaridad urbana» de Poulenc hallan su contrapeso en la melancolía de los movimientos lentos de sus partituras y la religiosidad de su última etapa creativa. La irreverencia, la afición a la paradoja y el esteticismo de Cocteau –que obligan a codearse al mito y a la cotidianeidad contemporánea– son el reverso de su necesidad de estabilidad, de su aspiración a un clasicismo «remozado», su secreta fe en la eternidad de los sueños profundos del hombre. Y el París de Poulenc es el del suizo Arthur Honegger, su compañero en el Grupo de los Seis, dramático y romántico, y el del innovador ruso Igor Stravinski. El de Cocteau se cruza con el de los grandes «sobrevivientes» de una generación más afín con la trascendencia, Claudel (1868), Gide (1869) y Valéry (1871). Y es el de François Mauriac (1885), Saint-John Perse (1889) y Aragon (1897).

No solo la lengua adoptada por Gangotena revela a su condición de expatriado cultural: el simbolismo tardío, el superrealismo, la óptica científica vivificada por la conciencia existencial… Los movimientos espirituales que ofrecen pie a esa multiplicidad de tendencias son universales, no de la propiedad exclusiva de un país. Gangotena asume el legado latino como cosa propia, de manera radical y no precisamente lúdica. Asume, adopta… Los verbos señalan la diferencia que va de Gangotena a un autor nacido en el Barrio Latino o sus alrededores… Y su oficio soporta todo el peso de la tradición española, de la naturaleza y la historia americanas, no menos que el de la huella de la infancia ecuatoriana de este cosmopolita. Supervielle proclama la suerte de América Latina, al poseer un poeta de su complexión. Neruda confiesa su desconfianza en el desdoblamiento cultural de los escritores aristocratizantes que se trasladan a París para escribir, con dificultad o sin ella, en francés. Pero libera de su desdén a Gangotena: … para qué hablar del maravilloso y olvidado poeta ecuatoriano Gangotena, desaparecido en plena juventud…

Mal se podría desconocer la preferencia de Alfredo por el idioma extranjero, mas, hacer de él, lisa y llanamente, un artista europeo, equivale a borrar, con el silencio, las líneas trazadas por una de las dos plumas que descansan sobre su mesa, terminada su tarea de poeta. Su lírica castellana no es un apéndice de la otra, sino su continuación, una parte integrante de un inmenso organismo poético y, acaso, la última palabra que le correspondía pronunciar, la más conflictiva, la más ardua. En mi opinión, la más elocuente.

La situación de Gangotena se inserta en una tradición francesa, la de los «trasplantados», ya se llamen Milosz, Supervielle, Ionesco o Beckett. El suyo, por su acusada individualidad, no es el carácter de un jefe de filas, ni el del fundador de una escuela. Su aliento es el de una cumbre áspera y solitaria, no la brisa que sopla a campo abierto, para todos los caminantes. Su permanencia en el extranjero, de corta duración, y la falta de reediciones de sus libros, no le habrán permitido hacerse apreciar mucho más allá de un círculo de élite. Los comentaristas de la literatura francesa repiten los nombres de Heredia y Supervielle. Descuidan el suyo.

En el Ecuador, sus compañeros de ruta se llaman Gonzalo Escudero (1903) y Jorge Carrera Andrade (1903). Escudero toma, del clasicismo, la perfección de la forma y el sentido de la grandeza temperada por el equilibrio. De Francia, tal vez, la sensualidad, el refinamiento, la intelectualidad que coexiste con la sensibilidad. Jorge Carrera Andrade se quiere telúrico. Va de la concisión extrema a la descripción estilizada; de la historia, a la naturaleza; de la admonición sapiencial, al canto de optimismo. Se diría que la herencia de Darío se ha depositado y remozado en las manos de Carrera.

La posición de Gangotena, intelectual ecuatoriano, es excéntrica. Gonzalo Zaldumbide, su introductor ante los escritores de América Latina, recibe el homenaje de unos versos de Orogenia («Bajo la enramada»). David García Bacca, español domiciliado en la capital del Ecuador, es el dedicatario de Tempestad secreta. Carrera Andrade lo incluye en su Poesía francesa contemporánea. La amplia labor de traducción de Gonzalo Escudero (al lado de la de Filoteo Samaniego) divulga, en lengua ibérica, la voz de Gangotena. Aunque reconocido por sus colegas, no resulta fácil su adscripción a una corriente determinada (no basta con que su tiempo sea el inmediato posterior al del modernismo. Habría necesidad de aclarar si su estilo muestra rasgos comunes con los que se atribuyen a la imprecisa etiqueta «postmodernista»). Muy pocos escritores compartirán, actualmente, el galicismo de Gangotena. Su cosmopolitismo, el de Carrera y de Escudero, tiene mejor derecho a la vigencia. La insatisfacción extrema, la incapacidad de Gangó para respirar libremente, para hallar plena satisfacción bajo la estrecha vestidura de su piel, aún de su alma, tras los límites de su país andino y los de la gran urbe europea o los de la naturaleza, angustiosas porque equivalen a la asfixia de un par gigantesco de pulmones (los de un montañés, como presiente Max Jacob), no son ajenas al sentir de un poeta de hoy.

En torno a una obra

La poesía escrita en francés es la más abundante de Alfredo Gangotena. No parece absurdo suponer que la estadía en Europa obliga al poeta a dedicar, puesto que ha regresado a la América del Sur, sus más imperiosos esfuerzos al dominio de otra lengua poética, el castellano, paradójicamente la de su lugar natal. Su acento individual se traslada de un idioma a otro, de una mentalidad a otra, sin desviarse de la línea ascendente –o subterránea– de un pensamiento único.

La lírica francesa

Carrera Andrade piensa en Orogénie, L’Orage Secret, Absence y Nuit2 cuando determina, como inquisición esencial de Gangotena, la de Dios, menos obvia en la creación castellana. Al preguntarse uno por el significado de la poesía del quiteño, se le impone leerla como una aspiración, a veces activa, violenta, hacia la trascendencia, hacia la ruptura de linderos, los de la soledad, de la persona y de su incierta autarquía. Esa aspiración nunca satisfecha (fuente, por ello, de desilusión, de ansiedad), lleva al autor a la naturaleza –o a su rechazo–, a Dios, a la mujer, aun a la historia, no simultáneamente ni de tal suerte que uno cualquiera de los términos abarque a los demás o se trueque en su símbolo. La mujer no representa a Dios. Dios no absorbe a la mujer. A ratos, la presencia divina irrumpe en el más exasperado o en el más sensual de los poemas. Una y otra meta, la compañera, el Fin Supremo (¿es el otro la causa de la salida?), son manifestaciones de la atracción irresistible que arrastra al poeta fuera de sí.

No se crea que el movimiento centrífugo, con frecuencia interrumpido, agota este universo lírico-dramático. El lector no ha conseguido aprehender el significado del texto, cuando se sabe arrastrado por el vigor y la variedad de figuras que no admiten explicación unívoca. Para aliviar el desconcierto provocado por la diversidad, hasta por la aparente incoherencia de las mociones y las emociones, está obligado a acudir a los temas obsesivos que se prolongan de una composición a las sucesivas. La imaginación no excluye cierto grado de repetitividad. No desmiento a Hernán Rodríguez (…agitado, descomunal a veces, a menudo inconexo y caótico, como para poner a prueba a exégetas, o mejor para dar pie a cualquier exégesis) si afirmo que las imágenes adquieren, en Gangotena, un valor propio, no inferior al que les corresponde en cuanto partes de un conjunto. De aquí, la dificultad de dar una interpretación irrefutable de su poesía: de las combinaciones singulares de imágenes, surgidas no solo del desarrollo, ya del pensamiento lógico, ya de la fantasía, ya del sentimiento, sino de la yuxtaposición, de la juntura audaz. La alianza se inicia en un estadio subconsciente, a la manera de los superrealistas, o se origina en la coexistencia de elementos dispares. O en el contraste, según el ejemplo de una pieza musical. Lo abrupto de la forma corresponde a la perpetua agitación del contenido. Dice Barrera: (Gangotena) Apela a Pascal, pero se siente más cercano a Péguy, con todas sus contradicciones. Resuena la polifonía americana en su verso francés numeroso y rico. Polifonía, pero también vacío y duda.

La facilidad del poeta para relacionar lo distante, se insinúa desde las composiciones de 1923 y 1924:

El tiempo se abreva en la clepsidra.
En los canales del techo
la curruca aplaca la sed.
            (Terreno baldío)

 La relación entre el primer verso y los siguientes, se establece a través del agua, de la sed que calma (la del ave) o vuelve inmensa (la del tiempo, la conciencia de su curso).

El mundo de Orogenia, primero de los grandes libros, se insinúa en Pera de Angustia y en Cristóforo. Aparte de determinadas alusiones, Cristóforo no pretende constituirse en evocación de la epopeya ibérica. El poeta recoge –solo voces y subtítulos– las peripecias del viaje (el aire, el hijo, el fuego, el agua, los amotinados, el navegante… Este, privado del rostro, acaso sea un receptáculo del soplo del Espíritu). La ocasional reminiscencia de Colón va acompañada de otra, la de la estirpe española del autor. Ausente la gloria del descubrimiento, el fin del periplo y el del canto a la rebeldía, a la decisión de no detenerse, de no arribar –falta tierra para establecer una colonia–, es el de la juventud:

Están mis labios arrastrándose en esas lágrimas y áureas bebidas.

Las formas se lanzan a la conquista del viento.
Alojad a este anciano, advientos, nitidez,
La espalda ya no soporta bajo tanta oscuridad.
(Pero él)

Orogenia se publica con La tempestad secreta. Se trata de una colección de poesías de un poeta de veinte y cuatro años y de notable madurez. La orogenia es la rama de la geología que estudia los movimientos de la corteza terrestre, particularmente aquellos que dan nacimiento a las montañas. Allí, la expresión conserva un apreciable grado de claridad. Gangotena ha desarrollado ya un aliento propio, el de las cimas y el de los abismos. Cito un fragmento de «Cuaresma», que sobrepone y entrelaza las imágenes –al margen de su significado– con un impulso casi vegetal:

Torrentes, torrentes, rieles de Aldebarán
Donde se deslizan los trineos:
El pintor revolotea y canta la danza de los pájaros.
En el deslumbramiento de la paloma sobre nosotros.
En la ardiente seda del movimiento,
Que ella venga.
Difunta flor en el aliento de su tumba,
Nuestra madre hasta nosotros.

Las visiones celestes –y abismales– tuercen su ruta hacia el descendimiento, hacia la madre, aún hacia la tumba. (O no hay hundimiento. La vehemencia del hablante exalta la profundidad, la quiere arriba.) No tiene lugar, en Gangotena, el desencadenamiento arbitrario de la palabra, el libre –o, simplemente, automático– fluir del inconsciente. Si se inclina por las oposiciones violentas, los saltos mortales (morales, antes que circenses), por el enlazamiento de ideas y sensaciones disímiles, lo hace subordinándolo todo a un tema, a un sentimiento central, que impone el orden y evita la dispersión caleidoscópica. Gangotena acoge el bagaje superrealista con beneficio de inventario.

«Provincias eólicas», dedicado a Paul Claudel, ensaya la doble columna. La breve, a la izquierda, comenta, en voz baja, el texto «principal», o le presta un contrapunto intermitente.

El discurso de La tempestad secreta, similar al de Orogenia, es coherente; iluminado, si se desea. En «A la sombra de las secoyas», que vuelve a probar la doble columna, se destaca el motivo de la mujer, el de la esposa lejana y, por ello, buscada. «Nocturno», poema violento, situado en las antípodas del elegíaco nocturno romántico, envuelve, con el eco claudeliano3 y el gran manto de la soledad, algunos de los motivos típicos de Gangotena. La religiosidad se viste de resonancias sensuales. La naturaleza sirve de teatro y es representación, ya del encuentro con lo «otro», ya del extravío de lo amado, de la comunicación o de la ruta:

¿Pero qué astro de nuevo me guía y que fúnebre centelleo me extravía en los dédalos y en esta perniciosa provincia donde los tiernos reflejos de los tallos bañan la siniestra somnolencia de las serpientes?

Ausencia adquiere visos de poemario bilingüe. Las composiciones castellanas están fechadas en 1925 y 1929. El libro publicado en Quito, en 1932. La edición francesa no las recoge.

Los textos carecen, ahora, de títulos. Son las etapas numeradas de un vasto poema. Noche repite la experiencia. Noche y Ausencia alcanzan la armonía de la forma. La poesía castellana no sabrá mantenerla.

En Ausencia, la comparativa transparencia facilita la lectura, sin atentar contra la elevación ni la sensibilidad:

¡Y mis venas se asfixian!
Mis venas cargadas de lágrimas que pesan tanto en el cerebro.

A la inestabilidad de los acuerdos, a la fugacidad de la bienaventuranza, se suma la actitud de rechazo. Se anticipa al desencuentro y lo asume, con un sarcasmo cercano a la desesperanza:

Estás ahí en medio de la noche, Señora,
aparecida en el instante, Señora, en medio del invierno de mi noche.
Me he dicho, entonces: «Si bien recuerdo, Alejandro fue un gran capitán.
Y el rey Salomón vivió solemnemente como un gran rey».
Mas me tiene sin cuidado Alejandro y no soy el rey Salomón.
Y no tengo nada, nada que decir a la reina de Saba.
Pero a vos, alta y bella señora, ¿tendré la memorable suerte de interrogaros?

Ausencia reanima los espectros guardados por los libros, los de la crónica americana. Túpac-Yupanqui ocupa el lugar de la imposible comunicación (¿entre las culturas, entre el poeta y su tierra, entre los individuos? Su aparición se suma a una rememoración febril del trópico y los Andes):

¿Y vienes tú a interrumpirme y balbucir tu abstruso lenguaje,
Señor Inca, profiriéndolo a la manera de una cosa tejida de sonidos?

Pizarro está más cerca del escritor. Es un ser de deseo; también, uno ajeno a todo y a todos.

Se evidencia, en el libro, el ascenso de la percepción poética. Se traslada, del microcosmos humano (la carne, los órganos corporales, la psiquis), al cosmos, a la divinidad, a esa luz que, al desvelar la realidad, le da forma. No cabe hablar de un avance lineal, de la duda, del desconcierto a la certidumbre. En el universo y en los elementos que lo integran (o aparecen, sin organización visible, en el interior de la totalidad), subsisten, descarnadas, la conciencia, la angustia y las interrogaciones del ser contingente.

Noche es un texto aún más poderoso, quizá mejor trabado, en el supuesto de que los valores clásicos resulten útiles para medir a Gangotena. (Jocaste, dedicado a Mme. Lalou, colmado de pájaros, ángeles –los de la locura–, alas, puertas abiertas, noches y pasos, miradas y partidas; de la mujer, sobre todo la mujer, esposa infiel o amoroso destino llamado desde el «vértigo insoportable», se anticipa a la fluidez de su estilo4). Sus primeras líneas son impresionantes:

¡Brisas, apartaos de mi senda / Porque soy el espanto! / Todo ha vivido en este lecho de sudores: / La fresca sangre de los homenajes,  / El azar y las vicisitudes.

La desolación se vuelve omnipresencia, ya se la identifique con la mujer, símbolo tanto como realidad, ya con lo creado. El espíritu se sabe esclavizado en el planeta, en la ciudad (¡Oh país de mi sótano! ¡Oh tierra en la resina de mis lamentaciones!), tras los barrotes o los velos de la prisión familiar (La desposada, la Familia! / Infatigables, acechan / A mi sombra y el giro de mis pasos). La telaraña de los lazos cotidianos no es la única amarra. La refuerza la de una tradición, entretejida con las exigencias de un núcleo social5.

La lírica castellana

Un trabajo largo, publicado como libro, Tempestad secreta (sin el artículo), y siete composiciones de más modesta extensión (no por fuerza de más corto vuelo), conforman la obra castellana de Alfredo Gangotena. Entre las siete, hay que contar dos estados de una misma poesía.

La pasión de Gangotena ya no se decanta: se exacerba. Su aislamiento se hace doloroso hasta lo insoportable. Su retórica se complica, su lengua se retuerce, se atormenta. Se vierte en la voz íntima, sí. Igual, en la sangre derramada. Sospecha uno haber topado con la prueba de la falta de familiaridad del autor con el español, pero Gangotena se ha establecido en su patria años antes de dar a la imprenta Tempestad Secreta.

Cierta lectura descubrirá, en la obra, un poema erótico. Una divergente, la entenderá como uno de los textos que representan de mejor manera el movimiento de trascendencia. La imaginería apropiada para expresar el deseo, aun el sexual, toma la primacía dentro de este poema consagrado a la avidez nunca colmada, al encuentro avizorado o vivido (de verdad, un desencuentro). La unión del varón y la hembra, poderosamente evocada, no se consuma. Solo el anhelo presta, al ausente, una tangibilidad análoga a la de la proximidad.

La mujer de los versos es el otro (la otra) por excelencia, ese otro (pareja o humanidad), cuyo rostro femenino le permite revelarse como el objeto de la pasión, como aquello que existe más allá de la piel, más allá del alcance de la mano tendida… Como la encarnación de lo imposible. El diálogo nunca entablado, la fuga, la ilusión desvanecida se cubren de nervios, adquieren forma humana, ante un ser de angustia que, apto para hablar, no para imponerse o entregarse, calla… El poeta ha logrado, con la mujer, la más próxima, la más patética personificación de sus aspiraciones a la trascendencia (la más nítidamente comprensible, por su proximidad a la experiencia). García Bacca relaciona el mundo de Gangotena con el de San Juan de la Cruz. Hace de esta Tempestad secreta una «llaga de amor viva». De la mística, sobreviven la resolución de salir, de desgarrarse, la exigencia de la fusión con el Otro –¿de su posesión?–, pero el libro no es confesional. Ni ella clama por el esposo escurridizo, ni se adivinan los pasos del misericordioso lebrel de Francis Thompson, del cazador que no da tregua, a despecho de los desdenes de la presa. Aquí, una voz masculina corteja y reclama.

Según el modelo de Ausencia, de Noche, Tempestad secreta es un solo canto, no una compilación de composiciones. Su clave es la de la comunicación desesperada, palpable, pero frágil o puramente ansiada. La búsqueda constante –la renuncia no tiene cabida[6]–, el ardor sin alivio  ganan la plaza siempre desierta del hallazgo. Rezan los versos (versículos) conclusivos:

En subidos aires salgo de mi aliento.
El jardín contiguo, en manos de las flores.
Y van pasos, desnudos pasos de mi alma;
Que te busque, toda mía, amén persiga con las ansias consiguientes del desierto.
Ni la sed es cosa tanta.
Afuera en claro sestean los leones, corre franca la pradera de los ciervos.

Para Gangotena, de conformarnos con la «hermenéutica» de Perenne luz, su gran poema final, la luz es la experiencia física primigenia y la manifestación comprobable de la perdurabilidad –la única que mantiene una velocidad constante en cualquier circunstancia. El hombre observa, a un tiempo, la causa y sus efectos, la luz y la muchedumbre de las cosas –mínimas, importantes, sin mesura… La elucubración científica de este ingeniero de minas y poeta va aproximándose a una biografía del ser en su entorno, de la voluntad de aprehensión de lo exterior. Afirma: «Esta tierra es una limitación, una contingencia». «Algo en este ir y venir de contingencias aparece como invariante, la luz». «Esta luz que al definirlo disgrega al mundo y al disgregarlo se ve sujeta a este trabajo de dominar tales disgregaciones, de anonadarlas...» La inacabable progresión, la imposible conclusión del «movimiento de trascendencia» se saben amalgamadas a la futilidad del diálogo, a la debilidad esencial del sujeto anhelante y del bien extraviado, del hablador y de su distante contertulio. ¿Radica la ganancia, el triunfo discutible, en la apropiación de aquello a lo que se aspira, en la iluminación de la inteligencia o en la caza desesperada? Perenne luz, palabra lírica indiferente a las explicaciones eruditas, asevera que el amor y la pasión no están destinados a descansar, alguna vez, en la plenitud de la posesión o en la prosaica saciedad. Han de indagar y han de seguir (¿hacia adelante?), porque el presente no es, no puede ser sinónimo de la presencia:

Allá en demora, Amada mía,
Por cuentas y sabores de tu amor que concertar.

La «hermenéutica», por su vocación didáctica, va más allá del poema y se desliza a un lado de su significación. El análisis de la luz es propio de la estabilidad conceptual. Los conflictos innombrables, la desolación, el verbo que se aferra a temas y a vocablos –la mujer, el deseo, la pérdida, el aniquilamiento, ese aguardar siempre alerta y siempre ineficiente–, de la actualidad de la poesía.

Diferencias sobre un motivo

He llamado «movimiento de trascendencia» al motivo fundamental de esta lírica. La inmovilidad, el encierro, el soliloquio sin respuesta se proyectan, igual a una sombra, se dan a conocer como el reverso de la tela. La insatisfacción cognoscitiva, los sentidos, la memoria personal y ancestral, las adhesiones y los rechazos del poeta lo impulsan a romper el estado de reposo, a despojarse de la envoltura corporal. Luego, a eludir el objeto del deseo, antes de que se convierta en materia de la posesión. A tenderse, arco cuya madera está a punto de quebrarse, cuya cuerda no es bastante fuerte para despedir la carne y el espíritu hasta el blanco, hasta el otro, lo otro. El motivo es proteico y sus transformaciones tienen la capacidad de ser temas por derecho propio. Ilustran, por un lado, el «movimiento de trascendencia»; por otro, adquieren el valor, ya de un matiz, ya de un elemento funcional, necesario para el desenvolvimiento del poema.

El blanco se hace mujer. Se hace Dios –un remanso, un refugio distante, un apoyo exigido. Es el cosmos (o el vacío, su opuesto… La renuncia, el fracaso). El amor y el apetito sexual se equiparan a la ambición de unirse con lo ajeno, lo exterior. La lectura literal no deja de ser verdadera: agrega, a la simbólica, un regusto de frustración física, le regala la evidencia de lo palpable, de la vivencia compartida por el poeta y su lector.

La luz no solo se constituye en el ámbito del universo, de la realidad; en la cualidad que vuelve posible el conocimiento. Se trata de una presa, de la meta de la búsqueda. Su papel, similar al del Creador y el de la mujer, no se reduce al de una repetición disimulada. Cabe admitir que, o es vario el destino de la apertura del yo (de la barrera por excelencia) –fuga, en ocasiones, activa; en ocasiones, pasiva, algo así como una ansiosa versión de la espera–, o la percepción del motivo ha sido sometida a una suerte de diversificación visual y emocional. Los fenómenos celestes, los geológicos, la biología, la zoología, la botánica, la historia, la tradición, incluida la familiar… El poeta captura sus imágenes en cualquiera de los cotos de caza de esta totalidad y en los de su experiencia individual. Imágenes para nombrar la avidez, imágenes de la huida, del extravío, de la repulsa, del precario apareamiento. El deseo es el punto de partida, la columna vertebral del «movimiento de trascendencia». La naturaleza, por turnos, es invocada o temida. Los animales representan el riesgo, la ira, la impotencia degradante. O se trocan en ocupantes de la extensión inalterable, de una paz sugerida por la inmensidad. La ciudad, el abolengo, el pasado –no invariablemente–, están calificados por los signos del límite, del estancamiento, de la negatividad.

La psiquis –¿la soledad del yo?–, el organismo humano son, a la par que edificios deleznables, prisiones. El cuerpo de la mujer tiene de incitación a la pasión comunicante, a la salida, pero la vecindad del varón y de la amada carece de permanencia. Las etapas del deseo se resumen –a lo largo de un camino sinuoso– en la expectativa y en la inquisición, el encuentro ilusorio (o es fugaz o no ocurre, no es sino algo anhelado), la separación o el desencuentro. La nada carece de atracción real. Es –también la muerte– una amenaza insoslayable.

Los órganos aceptados convencionalmente como asientos de la emotividad y de la inteligencia, la herida, la sangre (la intimidad vertida, las entrañas que se revelan) ayudan a Gangotena a expresar lo extremado de sus afectos, el afán de captura o de alianza, el imposible equilibrio del ser, tanto como su aspiración a abarcar lo cósmico.

Esta lírica –identificada, en su madurez, con la libertad: no se atiene a patrones métricos regulares; prefiere el versículo al verso; no desdeña la prosa; emplea la rima con harta parsimonia, aquí y allá, o la abandona, a capricho, según el ejemplo del Claudel posterior a las Cinco grandes odas– ha recibido la marca de la tensión, la de la gestualidad retórica. En ella, aun el reposo se produce por contraste; no es obra del apaciguamiento de la sensibilidad y de la palabra. Existe por comparación con el contorsionado, dramático tono general.

1.  Para Isaac J. Barrera, fue heredero del versículo claudeliano y de los conocimientos científicos que recorrían los medios intelectuales… Poseía en sus venas la ansiedad ancestral angustiosa, que iba desde la fe católica hasta la desesperanza de la idolatría.
2. Se ha de agregar a la lista una treintena adicional de composiciones francesas.
3. Recuerdo,
    Ah, sí, recuerdo el cuerpo jadeante y húmedo de una mujer entre mis brazos.
    ¡Se juntan entonces los hálitos y las sombras que me exilan del cielo de mi razón!
4. La espera de «ella» está vivificada por vocablos idénticos a los que vienen a propósito para decir su alejamiento. La conclusión admite un acento, por excepción, casi de victoria, una victoria virtual: el himno anuncia a la amada, no celebra su arribo.
5. La muerte tiende, también, redes:
   Como las rumorosas y verdes colinas de la muerte,
   Las moscas se despiertan en la fulgencia
   De la sal de mi dolor.
6. El sentimentalismo apenas si aflora en el arte de Gangotena. Su retórica es la del gesto abierto, inmenso; la del patetismo dolorista y casi teatral -la sinceridad no excluye la representación-, acidulado con frecuencia por la ironía.
Nota sin fecha ni “a propósito de…”:
La rebelión poética puede erosionar verbalmente no solo una realidad social e ideológica, sino y quizá principalmente la “condición humana”. Y tal “condición” suele apropiarse negativamente primero de la propia del poeta, natural, individual, social, conceptual. Consigno aquí que el alzamiento angustiado o desafiante de Alfredo Gangotena (no agota, es cierto, los colores de su iris), va a menudo más allá, es más poderoso y radical que los innumerables ejemplos de protesta social pronunciados o vociferados por almas menores:
Magnates y caciques de tierra, me ponéis ya de duelo. / En mis ojos tres ciclones hacen estallar la alarma. / ¡Alto allí!, Salamandras y reptiles salivantes. / En mi cuerpo crece la agonía de mis arterias / y en mi noche, la arena y las piedras. (Yocasta. Traducción de Margarita Guarderas). 

Bruno Sáenz Andrade. Poeta, ensayista y dramaturgo ecuatoriano. En poesía ha publicado El aprendiz y la palabraOh, palabra, otra vez pronunciadaLa inicial de tu nombreLa máscara desnuda: los trazos de mi cara Iluminaciones para un libro de horas, entre otros. En ensayo, El caminante mira como pasa el camino (Quito, CCE, 2012), además de diversos textos críticos sobre arte, literatura y música en diversas revistas culturales del país.

El presente estudio es una versión revisada y actualizada del publicado en Letras del Ecuador, Quito, en 2003.