Ensayo:

La muerte como incitación a la vida en la obra de Efraín Jara Idrovo

Bruno Sáenz Andrade

 

NO HACE falta «avivar el seso» ‒Jorge Manrique viene muy a propósito‒ para comprender el lugar que la muerte ocupa ‒situación extrema, tanto del que se aleja definitivamente, como para cuantos permanecen de pie sobre esta tierra, testigos estremecidos de la partida‒ en la poesía de Efraín Jara Idrovo. Basta la aproximación a los títulos de sus poemarios. El más antiguo ‒entre aquellos que he leído‒, una selección de páginas escritas de 1945 a 1970, El mundo de las evidencias (el de los sentidos, de las sensaciones, del conocimiento sustentado en la experiencia), se abre con un Tránsito de la ceniza, eco de la Biblia, espejo verbal de la existencia trocada, desde su comienzo, en marcha fúnebre, y voz de una sensatez enemiga de ilusiones. De los otros tres, dos quieren ser homenaje a un desaparecido, no menos que consolación por la palabra: Sollozo por Pedro Jara (1978) pule, talla y combina, hasta convertirla en labor de artesano, la herida ‒sentimental e intelectual‒ causada por el suicidio del hijo. In memoriam (1980) es recuperación del ayer, renuncia y epitafio dedicado a un amigo, Luis Vega. El último, Alguien dispone de su muerte (1988), enfrenta al propio autor, aún no con la inminente precipitación en la nada, sino con la precariedad esencial del ser: cualquier bocacalle, un pasillo, un escalón de la cotidianidad pueden desembocar en la puerta de salida ineludible. Hoy, dentro de una hora, el día de mañana… La reiteración podría llevarnos a la conclusión de que el poeta ha perdido su natural adhesión a la existencia. Es necesario ir más allá de lo evidente, para conocer el revés del pensamiento fúnebre, su sentido profundo: se trata de una reacción ante la fatalidad de lo finito, que no hace sino aumentar el justo precio de la vida. El autor se defiende del misterio detrás de la aceptación estoica, racional, y del vigoroso muro de los vocablos. Su relación con la caída resulta ambigua: la siente fuente de desventura, la sabe columna de la conciencia, de la creación, del gozo (no siempre agua pura, sin enturbiar).    

La filosofía del ser, y del dejar de ser, no se modifica a lo largo de los tres grandes libros (como el pensamiento del joven no contradice al del hombre: este puede volver los ojos al pasado y reconocerse). Cambian los procedimientos: se ha de considerar la sujeción de la técnica a la voluntad de adoptar, por ejemplo, un desarrollo inspirado en el de la composición serial, aplicada al Sollozo por Pedro Jara, o el especial grado de asunción personal del tema (el testigo pasa a protagonista), de Alguien dispone de su muerte, título que sucede a los homenajes, el ofrecido al hijo (catarsis a través de la victoria sobre las buscadas dificultades de una forma y de sus variantes) y el dedicado al amigo (catarsis apoyada en la memoria, vale decir, en el presente de aquel que, incapaz de olvidar, recupera lo ido). Cabe referirse a cierta gradación en la intensidad de las diferentes manifestaciones de la separación: la del hijo, la del amigo, la del yo… (explicaré, después, la alteración del orden de los dos primeros términos). Saldadas las cuentas, sentimentales y poéticas, con el prójimo, se ha de abrir la bolsa para pagar la deuda con la propia personalidad, anticipadamente, con premura…

Antes de 1978 

El mundo de las evidencias empieza con el ya mencionado Tránsito de la ceniza, un puñado de poemas de tendencia clasicista, redactado de 1945 a 1947. Otros poemas ‒trabajos sueltos o entresacados de varias obras, de similar inclinación estilística‒, un lapso amplio, de 1948 a 1958. El mundo de las evidencias (el título de la serie conclusiva coincide con el de la selección), uno de mayor importancia, de 1958 a 1970. El volumen, una cuarentena de poemas, cubre veinte y cinco años y muestra algunos hilos del tejido de la evolución de un hombre, lírica y humana, sin quedarse en la nostálgica revisión del pasado: el individuo que escoge ‒si las páginas contienen una antología, no una recopilación exhaustiva‒, que rememora, lo hace desde su presente, a la entrada de la década de los 80. Preserva cuánto le parece válido de la obra concluida; lo que le habla con actualidad, en la hora de la recapitulación. El libro aparece, significativamente, a la vez que In memoriam, con posterioridad a la publicación del Sollozo.

Tránsito de la ceniza (las cuatro palabras resumen toda una filosofía de la vida y la muerte) parece ocuparse, primero, del amor: el de la madre, el de las ejemplares mujeres de la Biblia, el de las aves (su vuelo, símbolo de levedad, de elevación lírica). La calidad del verso, la validez de la imagen poco se ajustan a la juventud del autor: ha dado ya con la voz propia. Y, a través de ella, con las claves de su pensamiento: la mineralidad ‒desintegración de lo sensible en la fijeza, en la inerte durabilidad‒ halla su espacio en «Esponsales con la espuma» e «Incursión en la sal». La apreciación del instante como la realidad, «acaso la única», se integra a las visiones tempranas (Coronas y azahares, vertiginosas túnicas/ forjan tu identidad que dura lo que el rayo… Mas yo sé bien que un día volverás renacida/ al árbol de la sangre y prenderás tu lámpara;/ tu lámpara que instala, con el tiempo, exterminio…). Está presente la sexualidad, intensa manifestación del existir, herramienta de la imposible permanencia («Elegía por el sexo de Thamar», «Sexo»). La doble faz de la relación de la vida y la muerte, del tiempo y lo infinito, se vuelve fórmula expresa en «Esponsales» (Porque en ti, como en mí, ¡oh espuma!, todo dura/ a condición de ser permanente despojo…). En «Sexo» (Este fuego tenaz que nos sostiene/ aunque seamos ya polvo esparcido).

El texto inicial de Otros poemas, una «Elegía en el umbral del verano» dedicada a «Meche Castro Velázquez, en el otro lado de la sombra», menciona el regreso al polvo de los cuerpos («polvo eres…»), precisamente como una degeneración petrificante (Ahora cauce seco, espinazo de piedras/ ya eres constante esencia, concentración de mármol…). En «Vida interior del árbol» la degradación va, con amargo matiz de consolación, no de la animación a la quietud, sino de la conciencia humana a la inconciencia vegetal (También mi aciaga carne ha de inmolarse/ en el festín del ácaro y la mosca… Ved entonces, amigos, el ramaje/ la inquietud de cardumen de las hojas,/  la tensa piel de azúcar de los frutos:/ son mis huesos, mis venas y mis ganglios…). Domina en Otros poemas un tono sombrío, resignado (la resignación puede ser una forma de la rebeldía). Los versos de amor hablan de un sentimiento, aunque encendido, reflexivo, «sapiencial»; fúnebre, una vez más (Círculo de agua soy, fugitiva presencia… Yo hundo las raíces donde las amapolas/ extraen su fulgor de la sien de los muertos: «Canción para ofrecerte mis dones», alabanza también del verbo poético). «Octubre» (¡Octubre, torbellino de extinción y presagios!) y «Designio», de 1957 y 1958, se anticipan a los acentos de la madurez (Y, a pesar de todo esto; aunque tú seas/ pasajera humedad, eco del polvo,/ seres, y cosas, y hasta dios reclaman/ identidad en ti, ¡oh ardor precario!). Este fragmento aporta un elemento esencial del universo lírico de Efraín Jara. Se asigna a la conciencia un papel creador: sin ella, la existencia, al ignorarse, deja de ser existencia. Completo su vocabulario básico, intelectual e imaginativo, el poeta ha de esperar el momento propicio para afinar y desarrollar la dialéctica de la vida y la muerte, para explorar los abismos de la altura y la profundidad, a su guisa.

Transcribo una pieza («Advertencia») de El mundo de las evidencias:

       ¡No te fíes del ojo!                        
       El mundo no se extiende ante nuestra mirada.

       Cuando vamos del ojo
       al árbol o a la estrella,
       en realidad,
                   no vemos:
       recogemos fragmentos de nuestro ser,
       migajas del propio entendimiento…

El texto amplía la comprensión de esta clave del pensamiento de Efraín Jara: la subjetivación de la realidad puede ser considerada desde dos perspectivas complementarias: el poeta declara la función «realizadora», activa de la inteligencia. Cuando falta, los mundos y las cosas están, no son. El modo de su presencia es la insignificancia. El conocimiento ve, revela, da sentido a la existencia, la perfecciona. Enseguida, ubica al sujeto inteligente en su sitio, como parte del mundo. Su angustia, su desvelo contaminan la materia y sus transformaciones.

La visión participativa no agota El mundo de las evidencias. Se han de citar otras inquietudes: la soledad, la fragmentación de la memoria («Destellos de una infancia solitaria»); el elogio de la poesía ‒signo de perduración‒ («Tríptico» a Rubén Darío); el canto entrañable a la filiación ‒sin las reticencias del Sollozo‒ y a la vida («Balada de la hija y las profundas evidencias»: Solo el amor y el canto nos reintegran/ lo que dimos al mundo, dilatándolo); la pasividad atormentada del lecho, agotado ya el placer de los cuerpos («El lecho»). «Sentimiento del Tiempo», «Muervidate», «Mano en el agua», «Perpetuum móbile» (donde el proceso descendente de la muerte se cambia por el ascendente de la resurrección en la naturaleza: Pisotearán mañana/ tu corazón los pájaros/ y encenderá sus lámparas el trigo en tus pestañas…), «Currículum vitae», «El ojo de la muerte», recogen temas que se han ido convirtiendo ‒junto a la adopción del verso libre‒ en las señales de identificación de esta lírica:

¡Sé que debo morir!/ ¡Que no se diga que tengo miedo a la muerte!/ Únicamente la pena infinita/ por el golpe en el atril,/ que anuncia/ el término del concierto…

… …

Por la palabra, el puro aleteo del ser/ se congela en espejo/ o desfallece en relámpago./ Se oye en las altas bóvedas del poema/ forcejear al tiempo hechizado por los vocablos.

Conviene recapitular los motivos de la obra de Jara, relacionados con su compromiso con la vida, contemplada a la luz negra de la muerte, según se presentan en la recopilación tripartita de El mundo de las evidencias:

-La muerte es la salida, la puerta falsa por la que fuga el ser. La vida es corta, pero halla toda su validez en esa brevedad. No hay otro bien real que el momento, la fugacidad del presente, aun cuando la memoria posea el don de convertir la historia sucesiva en simultaneidad, el pasado en presencia imperfecta. El hombre, en cuanto conciencia, percepción, es el origen, si no ontológico, psicológico de cualquier forma de existir: aquello que a sí mismo se ignora, en cierto sentido no es.

-La conciencia individual es frágil, contingente. La materia, por el contrario, dura, resiste, pero su relativa perennidad poco significa, si alguien dotado de conocimiento no afirma su realidad.

-El poeta no olvida poner el acento sobre determinadas fuerzas afines a la vida, derivadas de ella: la atadura filial, la palabra, el sexo. Más tarde, habrá de sumarles la amistad, y una manera adicional de la expresión, la música.

Dos cantos fúnebres y un testamento

En 1978, la Casa de la Cultura Ecuatoriana, del Azuay, publica, en una hoja plegable, Sollozo por Pedro Jara, elegía de Efraín Jara Idrovo que abre el tríptico de los grandes poemas inspirados en la muerte. El autor moja la pluma en la tinta de un dolor íntimo, para cantar su dimensión humana. La mirada que posa sobre el destino individual ‒su punto de vista es el del agnóstico y el desengañado‒ se ha agudizado, se ha hecho más penetrante. Exorciza los demonios del sufrimiento, colma el espacio de la pérdida con la imposición de nuevos retos, con la experimentación. Su técnica poética parte del paralelismo con un sistema de composición musical del siglo XX, el serialismo, y un recurso que promueve la colaboración activa del intérprete y el autor, lo aleatorio, el azar controlado. La simple reducción de la atroz circunstancia ‒el suicidio del hijo‒ a la categoría de palabra, una palabra escrita para no ser borrada, parecería, si la historia y la cultura no hubieran consagrado la exhibición de la herida sangrante y del más velado de los secretos como privilegio del arte, la empresa de un monstruo moral, de un cronista sin entrañas. Precisamente, al arte, al oficio, toca la tarea de vestir la desnudez, de transfigurar la indiscreción y volverla sugerencia; quizás, revelación.

La intuición del poeta tiene, además, el derecho de organizar la imprevisible crónica, la ciega libertad de los hechos, dándoles una secuencia lírica más válida que las de la lógica y la cronología: las obsesiones, las sensaciones, las sospechas, van trabándose, complementándose, hasta alcanzar, de modo coherente, la formulación de una peculiar filosofía. Efraín Jara reacciona ante el suicidio del hijo. Ha de soportar la muerte repentina y doméstica del amigo. Al fin, se animará a anunciar su partida, aunque reafirmando antes sus valores, su pasión esencial. El escritor no avanza del desasimiento de lo más distante (el amigo), al de lo más cercano (el hijo, el yo). El orden, dictado coincidencialmente por el tiempo real, ubica a la amistad en el centro de los homenajes, se ajusta, en virtud de la decisión de atender a la propia muerte, a otra visión de la proximidad, distinta de la debida a la sangre: el hijo, objeto del canto en el Sollozo, es una intimidad necesaria, pero destinada a deshacerse, a afirmar una diferencia, no solo al lado del padre sino frente a él. La muerte precipita el alejamiento, antes de que haya llegado, naturalmente, a consumarse. El amigo (In memoriam), por el contrario, es la separación que se atenúa, la alteridad que deja una plaza a la camaradería, a la comunidad con la persona que elige y es elegida (igual ocurre con el amor). El acercamiento, convertido en contigüidad, se trunca. Sobreviene la muerte. Por fin, se ha de aceptar la desaparición de la propia conciencia, de la propia personalidad: se alcanza la suprema separación. Para ese alguien que dispone de su muerte ya no hay a quien compadecer, por quien apesadumbrarse. La escritura cierra el ciclo, quizá con la intención de conjurar la «amargura final», la del guiño sorprendido por Pablo Palacio, anticipándose. La aceptación equivale al desafío. El Sollozo por Pedro Jara hace las veces del primer peldaño de la escala descendente.

Cada uno de estos títulos abarca un poema completo, por encima de sus necesarias subdivisiones. Sollozo por Pedro Jara se desenvuelve a lo largo de cinco columnas de tres estrofas, con igual número de versos de similar disposición tipográfica y significado no demasiado distante ‒según el modelo metafórico del sistema dodecafónico o serial‒, que permite un número amplio ‒si bien limitado‒ de combinaciones, modificaciones y lecturas alternativas ‒la sugerencia viene de la música aleatoria. Cada columna («movimiento», «serie temática»… Es dable hablar de variaciones secuenciales: la línea y la estrofa se transforman, paso a paso, sin desprenderse de su origen) adopta por asunto una etapa de la vida-muerte del hijo y de la percepción paterna. In memoriam prefiere asignar denominaciones expresivas a sus ocho segmentos (Inventario de sombras, Yo, Tú, Siempre hay tiempo, etc.): van puntuando la historia (rememorada), el desarrollo de la relación amistosa, la ruptura impuesta por la contingencia. Alguien dispone de su muerte se atiene a la exterioridad de la analogía musical: sus cinco partes repiten las denominaciones convencionales de las divisiones de una sinfonía (Andante melancólico, Allegro non troppo, Adagio, Allegro finale). Su conclusión, modestamente, toma el nombre de «coda». La alusión se remite al período clásico-romántico, no a la vanguardia del siglo XX.

Acaso el Sollozo se adapte con dificultad al enfoque de este ensayo. La proximidad afectiva de la tragedia que lo provoca, justifica la aparente lejanía de la «incitación a la vida», clara en las páginas de las otras obras. La muerte no se muestra como una consecuencia forzosa de la vida. O es un hecho violento, o uno inesperado ‒In memoriam. La ruptura, comparada con la degradación, gana tintes dramáticos. Admite el desbordamiento pasional ‒cuidadosamente graduado, ha de admitirse‒. Justifica las conclusiones extremadas de la meditación. Salvo en un sentido, el de la «incitación a la palabra». El hecho no solo despierta la pluma del poeta: estimula su vena artesanal, su inclinación a experimentar.

El movimiento inicial recoge una experiencia, la del nacimiento, sometida a la percepción del progenitor. El segundo (igual, el tercero), el desvanecimiento de una ilusión, la perdurabilidad. El cuarto se aproxima al suicidio del hijo, a la evidencia de su falta. El quinto prolonga el sentimiento de la ausencia; coloca, en la balanza, el contrapeso: la persistencia de la memoria, la continuidad de la especie; sencillamente, la de la vida (somos los ecos de un tañido inextinguible).

La ubicación ‒ideal, tanto como geográfica‒ del escritor, está en las islas, las Galápagos: roca y mar, inmovilidad y duración, tangibilidad, pero no sensibilidad. Aislamiento (yo andaba entonces por las islas/ dispersa procesión del basalto/ coágulos del estupor/ secos ganglios de la eternidad).

El texto atribuye a la duración anhelada, no verdadera, del ser humano, cualidades minerales (Pedro, piedra). El «estar» no es ajeno al «ser»:

te llamarás pedro

pedrovenasderoca  

… …

te llamaré pedro

pedroespinazodepeña

                   pedropiedrasinedad

 

Así lo pretende el exiliado, desde el refugio del archipiélago. El don de la eternidad conlleva, sí, el de la presencia, pero inmovilizada (secos ganglios de la eternidad):

parecías cincelado en granito

hechoparaempiedraendurar

… …

pero todo cuanto se enciende en el corazón o el tacto

se infecta de perecimiento

El poeta, por dar a entender la frágil condición del desaparecido, la debilidad de la ilusión paterna, acude a imágenes que se contraponen; enfrenta lo grande y lo pequeño, lo fuerte y lo débil, lo entero y lo despedazado:

pedrofronda te ansié

                    te perdí pedrohojarasca

… …

parecías…

orla inabarcable del vuelo del gavilán

¡pero fuiste colibrí en el embudo del huracán!

Disminuidas a la categoría de reminiscencia, la infancia y la juventud se concentran en apretadas voces compuestas, evocadoras de la experiencia cotidiana:

pedrocalzoncillosalrevés

                        pedrocabezarasurada 

pedroceroengramática

Una metáfora precisa, de resonancia metálica ‒la duración equiparada con la inercia‒, desarticula los recuerdos; pone al cuerpo pendiente de la cuerda en su estado y su hora actuales y, en adelante, irrenunciables:

…péndulo paralizado en la eternidad

La supervivencia –de algún modo, Jara desea creer en ella‒ ha dejado de ser personal; se parece demasiado a la falta de cualquier forma de continuidad, salvo la de la añoranza ‒o la emocionada, quizás apaciguadora, de la letra:

pero respiras en mí

                   amas todavía en mí

golpeas en el corazón

como un animal anhelante de otra oportunidad

La independencia progresiva del hijo, su natural distanciamiento, no han tenido lugar. Tampoco la apacible llegada de la vejez, ni la lenta disolución de la carne roída por la enfermedad. Aquí, como en In memoriam, la desaparición tiene la fuerza, trae la sorpresa de una cornada, de un derrumbamiento. El Sollozo puede ser leído como si se tratara de un grito, de la expresión de una revuelta: la pérdida del hijo es superior a la más formidable capacidad de resistencia. La ligadura, cuando se rompe, provoca pesar, una lastimadura  insoportable. La finitud, puesto que tenemos conciencia de ella, da un precio más alto a la vida, pero le priva de su explicación, de una parte de su significado. La exalta y, a la vez, la convierte en una aspiración a lo imposible, en una especie de derrota, de fracaso elemental.

In memoriam (publicado en 1980) se organiza como la crónica de una amistad interrumpida. La preceden y la prolongan las consideraciones sobre la vida y la muerte que se han apoderado desde hace tiempo del pensamiento del poeta (Sabía que la vida no tolera/ sino el esplendor del momento/ que día a día la sequedad de huesos del desierto/ tendría que devorar el paraíso… y que al final/ desesperados por nuestra condición furtiva/ tendríamos que tentar no desvanecernos del todo/ acudiendo a lo más fugitivo/ las palabras). La temática abordada es la habitual de las meditaciones alrededor de la interrelación vida-muerte: la contingencia del hombre, el valor existencial del momento, la sequedad mineral, la ceguera de la perdurabilidad, la vigencia singular de la palabra. El giro todavía más personal que va a identificar al próximo libro queda anunciado: la muerte, no solo problema de los vivos, los deudos, los testigos de la desaparición, sino inminencia que concierne al destino del cantor: sabía que la muerte me puso el ojo/ desde la primera vez/ que pronuncié la palabra ausencia/ y que más que buscarle sentido a la vida/ había que furiosamente acrecentarla/ así/ con entereza/ con pasión/ con alegría.

In memoriam atiende a dos direcciones opuestas: una conduce a la aproximación entre dos entidades irreductibles. Rompe la barrera egoísta de la individualidad, crece y se establece. Otra concluye en una ruptura, la bien sabida de la muerte. A «Inventario de sombras» sucede una sección denominada «yo»; le siguen «tú» y «nosotros». «Sábados de gloria» prosigue la alabanza del amigo. La introducción, fúnebre, contamina con la aflicción, modifica el impulso vital de las primeras páginas (el del acercamiento, de la consolidación, del secreto acuerdo entre las diferencias), deja entrever la punta del lazo que ha de sujetarlo a su contrario. Jara se describe con oscuros ojos de pez/ en la luz tamizada de acuario de las bibliotecas/ vagando entre la ruin opacidad de las tabernas/ o por los vestíbulos de cristal del conocimiento. Identifica al otro, al «tú», a Luis Vega: tu juventud de grandes estrellas y arboledas…/ de pronto desgajada/ tajada/ por la espada/ el insidioso llamado de la especie/ la trampa de crisantemos del amor/ el cálido aliento de buey de la compañía. Se detiene para recoger ‒solo a retazos‒ cuánto llegó a unirlos (gustos comunes, respeto mutuo, placeres compartidos). «La noticia», «Siempre hay tiempo» y «Epitafio» desencadenan, de golpe, sin el preludio lento, sin la preparación de la vejez o de la enfermedad (hubo, sí, la poética, la del «Inventario de sombras»), desde la lejanía, el motivo de la separación:

ay amigo

         ¡amigazo del alma!

de nuevo la hostilidad de los pronombres

de nuevo tú y yo

ahora que entre tu corazón y el mío se interpone

la alambrada insalvable de la muerte

«Siempre hay tiempo» querría explicar, no hay modo de hacerlo, el sentido (¿el sinsentido?) de la condición humana:

y ya que somos los predilectos de la muerte

pues ella nos dio el insólito espejo de la conciencia

a fin de depararnos su sempiterna compañía

ya que somos apenas chisporroteo

repentino espasmo de la duración

Adopta la forma de un elogio de la vida, válida solo porque transcurre, porque es tiempo, es instante. La perennidad, más allá de la existencia personal, la prolongación del ser (de sus elementos orgánicos) en la naturaleza ‒vegetativa o yerta‒ ocupa el lugar que el creyente concede a las postrimerías:

es cierto que hojas van

                       y hojas vienen

pero el bosque está ahí

… …

si de algo disponemos es de tiempo

                                  no de vida

tiempo para advenir

                   y empezar a despedirse

… …

¡siempre hay tiempo!

para que tú

           amigo mío

                     ya desolladura en mi alma

subterráneo festín de aguaceros y raíces

futura pulpa de los cotiledones

reinicies tu amistad con la tierra

                                   hasta los huesos

Idea esta, la de la continuidad, de la comunidad con el suelo ‒aliada, casi contradictoriamente, a la de la cesación de la conciencia y la disgregación consiguiente del todo‒, que vuelve a tomar, sutilmente, ese deslizarse de conceptos y de sonoridades del «Epitafio»:

aquí luis vega boga en su luz vaga

consumido

         consumado

                      con su nido

                      con su nada

Concluidos los dramas de la separación ‒intensos y, uno de ellos, de concepción renovadora: propone el texto como un organismo dinámico, de reglada capacidad de transformación‒, Efraín Jara cede a la urgencia de escribir el del aniquilamiento del yo, la suprema, absoluta separación: el viviente se aparta de sí, de su esencia. La existencia, la ajena, pierde el soporte de una encarnación irreemplazable del conocimiento. Semejante previsión, ya se tome por un ajuste de cuentas con la biografía personal, ya por la expresión de la última voluntad del poeta, se lleva a cabo, todavía, desde la vida. El cantor que dispone de su muerte manda, siquiera provisional, ilusoriamente, sobre la futura ‒no me animo a llamarla «imaginada»‒ extinción.

Los movimientos musicales que dan nombre a las secciones del poema no poseen la intención significativa de los títulos de In memoriam. El «allegro» de una sinfonía puede mostrar una apariencia animada, enérgica, hasta furiosa, sin constituirse por fuerza en una exhibición de alegría. El «andante melancólico» de Alguien dispone de su muerte se inicia con una «introducción» impresionante, arrancada al reino zoológico (y a la convicción de que la vida alimenta, en secreto, el gusano de la decadencia): ¿padecen los elefantes/ ese implacable desmoronamiento de cenizas/ con que ciertas criaturas advierten despavoridas/ que el tiempo no las preservará? La enormidad del animal ‒medida con la pequeñez humana‒, el instinto ‒cotejado con la razón humana‒… De la aparición, o desaparición colosal, el poeta baja a la modesta dimensión cotidiana, la del pensamiento. La conclusión dictada por las comparaciones, por la experiencia asimilada por las obras anteriores, es tan lógica como resignada: ¿cómo amar a la vida/ sin aceptar la muerte? Según conviene a un testamento lírico, no sometido a la objetividad de las normas del código civil, este ha de ser, al comienzo, «recogimiento de pasos». El poeta pesa su infancia y, con dureza, su juventud (anhelos/ frustraciones/ descalabros); convencido de que toca a su término/ la operación atribulada de arrancar/ las hojas consumidas de los calendarios, se acoge al amparo de la soledad ‒las Galápagos, el alejamiento, la piedra, lo durable e inanimado‒. Invita al viaje a la amada: ven conmigo a las islas/ acompáñame en este último trecho/ antes de que yazga definitivamente/ enorme/ inerme/ inerte (La desmesura de la bestia que se derrumba, se traslada a la inercia irrevocable, la «desmesura» del cadáver).

En el «allegro non troppo» ha de suponerse que el movimiento verbal-sentimental se acelera, aumenta, si acaso lo hace. Ni agitación, ni dicha moderada: el segmento es el de las instrucciones para la inhumación: ponme de lado/ de sien contra las agrias piedras de Floreana… ponme con las manos sobre el sexo… no pongas nada sobre mi tumba/ ni una piedra/ ni un tronco de algarrobo… Entre las cláusulas, se adelanta a la de los legados la enumeración de ciertos bienes del poeta. Uno, tal vez inmaterial, no por fuerza intangible, es el deseo. Otro es el verbo, arrancado a la piel más que a la boca: no supe amar sino con ferocidad/ y como es condición inexorable de lo intenso/ agotarse de súbito/ sin alcanzar la saciedad/ iba desaforado de mujer en mujer… nada hay en el núcleo radiante de la poesía/ que antes no haya sido machacado/ en los rompientes de la sangre. (Las riquezas individualizadas tienden a identificarse con la más honda, la que las engloba, la personalidad poética).

El «adagio» se vuelca hacia esos bienes, hacia ese bien. Voluntariamente, el canto evita la rapidez, el eventual frenesí del «allegro». Las dos primeras «estancias» comienzan con un ¡es tan maravilloso vivir! (A pesar ‒o, precisamente, por ello‒ del transcurso vertiginoso, de las interrogaciones/ que jamás esperan respuesta). El elogio parte de las cosas mínimas ‒el vino, el alimento‒, abarca al sexo ‒no tanto a la mujer (despojar de sus prendas íntimas a la mujer/ como quien priva de las cortezas a la naranja)‒, al viaje, a las palabras. Reitera convicciones que enturbian con la duda la objetividad de la percepción: ¡la realidad es presencia!/ estos pinos del parque central solo existen/ mientras remueven el agua de la conciencia… duplicarnos en el espejo de la conciencia/ constituye dudosa prerrogativa… todo llega desvalido y menesteroso/ hasta los pasadizos de la conciencia/ para que le concedamos consistencia y sentido. Cierra el «adagio» con el encuentro de la amada, fundamentalmente sensual (…tus caderas lucían la brillante tersura/ de la madera de los pianos de concierto …tu vendaval de rosas y manzanas), referido solo tangencialmente ‒eludiéndola, casi‒ a la relación interpersonal:

        ¡encantadora mía!

no arrojada a mis playas por lo imprevisible

sino como si alguna porción

inadvertida u olvidada de mi ser

se pusiera de pronto a fulgurar

… …

ay dama y señora mía

                    en todas las mujeres

parece que el hombre busca

a una sola mujer

El «allegro finale» ‒vendrá, aún, una «coda»‒ con la debida solemnidad, y monumentalidad, reabre el inventario de los bienes de la sucesión: como los elefantes/ sorprendí en mis venas el crujido/ que desquicia las osamentas y las bóvedas. Abraza, ahora, las más preciadas entre sus posesiones: la amada, los libros (oh anaqueles de mi biblioteca/ acantilados impertérritos/ a las asechanzas depredadoras del tiempo), la música (del pasado a este ahora tan afín a las predilecciones de Jara: Haendel, Mozart, Beethoven, Brahms, Chaikovski, Ives, Schoenberg, Stravinsky, Messiaen, Boulez, Stockhausen… poderosos vientos genésicos), los hijos (coágulos de mi soledad: los lazos de la sangre no bastan para quebrantar las barreras alzadas por el poeta). Los amigos (los únicos que no me defraudaron). El verso, las palabras (me provocan/ y revocan lo que intento decir/ cada vez me obligan a parecerme/ más y más a lo que ellas me dictan). Anotados, registrados en el cuaderno, la vida y sus dones, el conocimiento y la disgregación, refuerzan, en el autor, la voluntad de posesión, de adhesión a la existencia, irrefutable pero amenazada.

La «coda» lo abandona mientras observa su día de hoy, aprestándose a atarlo a su porvenir (su no porvenir): aquel hombre que hubiera podido ser yo/ y no añicos de un yo/ elige algunos fragmentos estropeados/ y con ellos alimenta la avidez de su lámpara… se apresta a verse en las islas/ de cara con la muerte/ y darle un abrazote confianzudo/ posesivo/ olímpico/ verdaderamente desmoralizador.

La actitud anunciada, su giro familiar ‒cabo de unas líneas cargadas con el peso de la desolación‒, confirma la ambición de conjurar lo inevitable, desde una posición precaria, provisionalmente favorable. El aislamiento ‒lo inerte, la separación‒ de las islas brinda un marco adecuado a esa ventaja. La muerte, allí, está demás, o casi…

¿La muerte como incitación a la vida? 

Aunque la voz de Efraín Jara, individualista no menos que ejemplar ‒en tanto recoge una experiencia asequible a sus semejantes‒, tiene no pocos rasgos de gran poesía, de algún modo refleja el sentir popular, la sensatez algo escéptica del ciudadano corriente, cuando duda de la intemporalidad de los valores, de la perennidad del yo: acata la muerte como lo que es, un hecho cierto, y se apresura a trocarla en el aguijón que ha de espolear al corcel de la vida. La fugacidad pasa a ser la sal de la existencia ‒o de la conciencia. («Que me quiten lo bailado», dirá, no sin ánimo desafiante, la boca anónima.) La diferencia, enorme diferencia, radica en la imposibilidad, experimentada por el poeta, de gozar con inocencia, sin reflexionar acerca de las postrimerías ‒temporales, no trascendentes‒ del tiempo que se le ha concedido para andar por los caminos del mundo.

Al intentar el recuento ‒ni exhaustivo, ni rigurosamente organizado‒ de los motivos líricos a los que ha de reducirse el asunto de este ensayo, el alto precio ‒el misterio‒ de la vida realzado por la muerte ‒sin misterio, puesto que sin transparencia ni sombra‒, ¿hablaré de la incitación a reconocerse en la brevedad del tiempo, en el instante, reflejo de la vida entera, percibido siempre como presente? (El pasado no es sino carencia.) ¿De la calidad a la vez sensorial e intelectual de la única existencia digna de su nombre, la que se sabe vida (la observación, por ende, y la comprensión de las cosas, de los hombres, del yo, el gozo de tomar, dar y recibir y la tristeza del expolio)? De la incitación a la conciencia, la diferenciadora de lo que es y lo que solo está. De la incitación al amor y a la amistad, esto es, a la difícil determinación de compartir; al sexo (casi impersonal exigencia de la especie): acercamientos, es verdad, condenados a frustrarse… De la incitación al pensamiento, al verbo, al virtuosismo técnico y conceptual (la muerte no es una simple negación enquistada en la realidad, sino el objeto de una elaboración imaginativa, literaria. Y la letra posee la virtud de continuar sonando, en la memoria de alguien o en las polvorientas estanterías de una biblioteca. Queda, se demora la tinta, cuando la mano del autor se aparta)… De la incitación a buscarse ‒y hallarse‒ en los ecos de otras crónicas, de otras lenguas (la atracción de la música…). De la incitación declinante, que se allana a la caducidad o se tuerce hacia ella. De la incitación a rebelarse contra el dolor, cuando no a complacerse en la desdicha ‒y en la retórica de la desdicha‒. De aquella a la consolación, sea la de la supervivencia del cuerpo descompuesto en la hondura de la tierra o en el crecimiento del árbol, sea la de otros hombres, otras inteligencias (así la cesación de una cualquiera de ellas equivalga a la del planeta…). Por fin, de la incitación a disponer, desde la precaria superioridad de la vida, de la muerte, la propia…

Viene a propósito, aquí, la pregunta: ¿ese aferrarse a la existencia de la criatura racional, ese atarse a ella con todas sus facultades (el intelecto, la pasión, los sentidos, la memoria), esa disposición a conocer y a tomar en propiedad, que la vecindad de la muerte dignifica y exalta, no se parece demasiado, para Jara Idrovo, a la resignación, a una inclinación cómplice del ánimo por la parálisis de la nada? Me atrevo a interrogar, no a responder. Por encima de la disección, del análisis, de las explicaciones, la poesía funciona como un organismo, una construcción irreductible, aunque ensamblada con la varia, inagotable, contradictoria materia ‒o inmaterialidad, ¿por qué no?‒ del alma humana. Su coherencia fundamental no excluye la ambigüedad. Al margen de este comentario, de cualquier comentario, se yergue y se defiende, diálogo silencioso del poeta y su lector, de la escritura y la pupila atenta, la sólida y conmovedora obra lírica de Efraín*.

_______________

*A la que se han de sumar los sonetos no rimados de Los rostros de Eros (1997) y algunas composiciones de diferentes fechas, recogidas con el resto de su producción bajo un título reiterado, El mundo de las evidencias. (Obra poética 1945-1998), las revisiones de los sonetos y las adiciones de Poesía última.

Bruno Sáenz Andrade. Poeta, ensayista y dramaturgo ecuatoriano. En poesía ha publicado El aprendiz y la palabra, Oh, palabra, otra vez pronunciada, La inicial de tu nombre, La máscara desnuda: los trazos de mi cara e Iluminaciones para un libro de horas, entre otros.

Este texto es una versión revisada de la publicada en su libro de ensayos El caminante mira como pasa el camino (Quito, CCE, 2012). Ponencia presentada, años atrás, en el VI Encuentro de Literatura Ecuatoriana, organizado por la Universidad de Cuenca.