Relato:

Guásinton, historia de un lagarto montuvio

José de la Cuadra

YO HE ENCONTRADO a los lagarteros, esto es a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos, de las ciénegas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.

Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa a Yaguachi. Estaban dos entonces. El uno, machucho ya, de cuerpo silgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida, para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla. Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo-amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombre y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda. Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.

No crucé más palabras con él que las rigurosas de saludo; pero, por mi peón pernero, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.

El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino. Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia. Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión. No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquilostomiasis. Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde. Su cuerpo se conservaba intacto. Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.

Cuando los cazadores pasaron camino adelante, pregunté a mi compañero de viaje:

‒¿Cómo se llama el viejo?

‒Celestino Rosado ‒me respondió‒; ¿no ha oído hablar de él?

‒No. ¿Quién es?

‒Pues… Celestino Rosado… Me creo que es de los lados del Balzar o del Congo.

El peón pernero contó cuánto sabía del cazador, que no era mucho.

Concluyó:

‒Ese fue uno de los que mató a Guásinton.

‒¿A Guásinton? ¿Y quién era Guásinton?

‒Guásinton era, pues, Guásinton… Un lagarto asisote…

La mano del peón pernero se extendió en un gesto amplio que abarcaba metros de senda:

‒¡Grandísimo!

Por desgracia, en ese instante se recortó contra el horizonte la cruz de la iglesia de Yaguachi, bajo cuyos ámbitos opera San Jacinto sus milagros famosos.

Mi guía lo señaló con el dedo:

‒Ya mismo llegamos ‒dijo.

Y no sé cómo se enredó en una complicada disertación acerca de porqué la cosecha de arroz había sido tan buena y porqué, empero, el precio del grano estaba tan elevado en Guayaquil.

‒¡Cosas de las fábricas, pues! No hay más vaina…

Las “fábricas” eran las piladoras, los molinos.

Y esa fue la primera vez en mi vida que oí hablar de Guásinton.

No sabía bien, todavía, quién eras tú, Guásinton, lagarto cebado…

No sospechaba que tus diez varas de fiera, sobre el agua, obsederían algún sueño mío, en las noches caliginosas, cuando me tendía a dormir en la popa de las canoas de montaña, navegando por los ríos montuvios.

Y también desconocía que tenías la mano derecha mutilada, que te faltaba la más poderosa de tus garras…

¡Guásinton, ilustre baldado!

Recuerdo que otra vez me encontré con los cazadores de lagartos en Samborondón.

Fue por la noche. Al día siguiente se celebraría la fiesta grande del pueblo, la fiesta de su patrona Santa Ana, y todo el vecindario se había echado a las calles. Samborondón ofrecía un aspecto fantástico, iluminado por farolillos chinos y sacudido de cohetes voladores.

Estábamos bebiendo en la cantina de Victoriano Acosta, que queda, o quedaba, en una esquina de la plaza. Yo ocupaba una mesa próxima al mostrador, con otros agentes viajeros. Entonces, en Samborondón, el dinero corría a chorros; y, para la época de la fiesta vendíamos abundantemente nuestra mercadería de pacotilla. En esa ocasión yo conduje un cargamento enorme de zaraza, que había realizado por completo con un fuerte margen de utilidades. Esto me tenía satisfecho y con ganas de divertirme.

Había una gran tarde de gallos; y como entre pelea y pelea, trasegaba vasos de aguardiente de caña, a la noche debía estar un poco borracho. No recuerdo bien este detalle.

Mi vecino de mesa, el viajero de la Compañía de Cervezas, me dijo:

‒¿Qué te parece, Concha, si contratamos unos músicos para que toquen?

(Porque yo me llamo Valerio Concha, y como ya lo he insinuado, ejerzo por los campos la próspera y honesta profesión de agente viajero).

Acepté la invitación de mi colega; y así, tras vencer mil dificultades, pues los músicos andaban escasos en el pueblo enfiestado, perinchido de turistas citadinos, que los traían de aquí para allá dando serenatas, conseguimos una orquesta reducida a su mínima expresión, es decir a una guitarra y un tiple.

Con nuestra orquesta improvisada, el viajero de la Compañía de Cervezas, yo y otros agentes que se nos juntaron, fuimos a la casa de la viuda Vargas, quien, además de ser una de las firmas comerciales más sólidas del pueblo, tenía un muestrario de hijas guapas y amigas del jaleo.

El baile que armamos fue alegre y encendido; pero, yo no intervine mayormente en él. Me sentía cansado, y esto hizo que buscara un rincón apacible, en el comedor, al lado de la botellería. Ahí se reunieron cuantos odiaban el bullicio intrascendente y amaban el alcohol, entre ellos, don Macario Arriaga, gamonal montuvio, personaje de edad y de letras y según me enteré muy luego, otro de los que mató a Guásinton.

Sí; ya yo sabía yo de tiempos: Guásinton era un gigantesco lagarto cebado, cuyo centro de fechorías era el Babahoyo, desde los bajos de Samborondón hasta las revesas del puertecillo Alfaro, al frente mismo de Guayaquil. Sabía también, hacía poco, que como uno de esos legendarios piratas que, en los abordajes, perdían las manos bajo el hacha de los defensores, era bizarramente manco. Pero ignoraba que se había quedado así en un lance heroico, y que su garra perdida era por ello como un blasón hazañoso.

Don Macario Arriaga me refirió la arriscada proeza de Guásinton, donde quedó manco:

‒Estaba en celo Guásinton, y venía río abajo, con la hembra, sobre una palizada. Un vapor de ruedas (creo que fue el Sangay; sí, fue el Sangay) chocó con la palizada. Guásinton se enfureció y partió contra el barco. Claro: una de las ruedas lo arrastró en su remolino, y no sé cómo lo destrozó; pero, la punta de un aspa le cortó la mano derecha. Chorreando sangre, Guásinton se revolvió y quiso atacar de nuevo; pero el piloto desvió hábilmente el Sangay sobre su banda y lo evitó. Quienes presenciaron la escena, dicen que fue algo extrañamente emocionante. Nadie en el barco se atrevió a disparar sobre Guásinton sus armas, y fíjese que pudieron haberlo matado ahí, sin esfuerzo, a dos metros de él; pero la bravura del animal los paralizó, porque nada hay que conmueva tanto, señor, como el arrojo. Dejaron no más escapar a Guásinton, quien fue a juntarse con su hembra en la palizada.

Se aproximaron a nosotros dos individuos que yo no había visto antes. Eran invitados, como don Macario mismo, de la viuda Vargas.

Don Macario me los presentó:

‒Jerónimo Pita… Sebastián Vizuete… El señor … Y vea, señor, la casualidad: estos también estuvieron en la cacería de Guásinton, cuando lo acabamos… Con Celestino Rosado, con Manuelón Torres, con… Éramos catorce, ¿sabe?, la partida. Y anduvimos con suerte: solo hubo un muerto y un herido. Nada más. Anduvimos con suerte, de veras.

Pita y Vizuete eran cazadores profesionales de lagartos. Amaban su oficio como un culto cruento y salvaje, pero próvido con sus fieles.

Para ellos, la verde fiera de los ríos, el lagarto de las calientes aguas tropicales, no era una vulgar pieza de caza, sino un enemigo, a pesar de su fama de torpe, en realidad astuto y, además, valiente. La cacería del saurio era para ellos como la lidia del bicho para el torero: un arte que juzgaban noble y digna, y que, a mayor abundamiento, les daba para comer.

Pita y Vizuete, corroborados en ocasiones por don Macario, relataron esa noche hazañas sueltas de aquel héroe fluvial, a quien alguno, se ignoraba cuándo y porqué, bautizó con el nombre amontuviado del general norteamericano. (No sería, por supuesto, por lo desdentado; ya que el monstruo montuvio poseía una dentadura formidable.)

Podría llenarse un denso volumen con los hechos singulares de Guásinton, y abrigo la esperanza de que se escribirá ese volumen. Nada tendría de raro, hoy sobre todo que se ha dado en la flor de escribir biografías de todo quisque, y hasta biografías de ríos. Por lo demás, Guásinton se lo merece.

Era un espíritu original el que alentaba en este gigante verde oscuro, acorazado como un barco de batalla o con un caballero medioeval, y que medía diez varas de punta de trompa a punta de cola.

Se decía que era generoso como un buen dios. Entre un caballo que pastara a la orilla y una mujer que lavara sus ropas en la playa, Guásinton prefería devorar el caballo. Las comadres afirmaban que no lo hacía por gula, sino por compasión, al escoger a la bestia en vez de a la mujerzuela.

Solo durante las grandes hambrunas Guásinton acometía a las gentes. Lo ordinario era que nadara junto a los bañistas, sereno, poderoso, consciente de su fuerza, sin molestarlos, aparentemente sin advertirlos siquiera. Se satisfacía entonces con los tributos que cobrara a los reseros: cada vez que estos tenían que pasar ganado de una ribera a otra, ahí estaba Guásinton, llevado por quién sabe qué misterioso aviso, a reclamar sus derechos de señor feudal de las aguas montuvias. Se apropiaba de una res, de una res no más, pero de la mayor, siempre de la mayor. Guásinton seleccionaba bien. Y nada hacía ya al resto del ganado ni a los reseros. Ellos conocían la costumbre del saurio, y separaban su res en los negocios:

‒Rebájennos un poco en el precio ‒decían a los vendedores‒ para que nos salga más barata la vaca de Guásinton.

La vaca que había que pagársele por el permiso de pasar el río…

Río seguro, después de todo, pues Guásinton no consentía en él competidor alguno: cuando cualquier lagartuelo imprudente, tras larga siesta de los tembladerales, se atrevía a penetrar en el Babahoyo, Guásinton daba cuenta inmediata de él.

En las orillas su fama era casi mítica. Había para él una suerte de veneración, muy parecida a la religiosa. Comenzó todo por hacer asustar a los niños con su nombre terrible, y luego el miedo se contagió a los mayores. Como suele ocurrir, de ese miedo se engendró una superstición, y de esta algo como un culto.

Cuando, entretenido quizás en empresas amorosas, a las que era particularmente aficionado, o simplemente durmiendo el prolongado sueño de su especie, tardaba en aparecer por su zona acostumbrada, las gentes se preguntaban, vagamente inquietas:

‒¿Qué se habrá hecho Guásinton?

Y añadían, ahora temerosas:

‒¿Qué se habrá hecho Guásinton?

Y añadían, ahora temerosas:

‒¡Mala seña! Este año va a estar seco el río.

Porque, en la creencia popular, Guásinton, señor de las aguas, las traía consigo.

En ocasiones, Guásinton alteraba sus hábitos antiguos. Ocurría eso cuando las hambres. Entonces, se trepaba a los potreros ribereños y arrastraba las presas capturadas.

Atacaba a las canoas: las volteaba de un coletazo y devoraba a sus ocupantes. Se convertía en un siniestro poder, en una furia desatada.

Pero esto pasaba en breve, y Guásinton volvía a sus modos plácidos de siempre. Tornaba a gustar de la melancólica música montuvia: porque, aun cuando se cree que los lagartos son casi sordos y se guía solo por el olfato, parece ser que Guásinton oía muy bien y que hasta encontraba en ello un especial encanto.

Dizque en las noches, cuando los pescadores tocaban sus guitarras, mientras conducían su pesca al mercado, Guásinton, como una guardia fiel, seguía a las canoas, y si alguno daba un traspiés y venía al agua, Guásinton se alejaba a todo nado, sin duda para evitarse la tentación de comérselo.

Trece lagarteros experimentados, armados de fusiles de repetición y embarcados en dos canoas de fierro, fueron necesarios para matar a Guásinton.

Y ni aun así les fue fácil; porque el animal se defendió tenazmente, y al morir hizo morir con él a uno de sus matadores y malhirió a otro.

Fue don Macario Arriaga quien montó la expedición y quien la dirigió. Cosa curiosa: don Macario nunca le regateó a Guásinton su tributo de ganado; pero, cierto día Guásinton devoró al perro favorito de don Macario y este se decidió a acabarlo. Viene aquí bien aquello de a pequeñas causas…

Hubo de procederse con mucho sigilo al formar la expedición, para que no se enteraran de ella las gentes de las riberas, que veían en Guásinton un ser casi sobrenatural.

Con el viejo saurio no valían los cebos. Seguía de largo frente a los cerdos atados a las canoas o a las balsas, tras las cuales se escudaban los fusileros avizores. Se burlaba de la faena del «sombrerito». Este ardid consiste, como es sabido, en que el cazador, desnudo de busto y munido de un cuchillo, se sumerge en lo hondo, dejando flotar en la superficie su sombrero: el lagarto se engaña y se lanza en dirección al sombrero, creyendo que ahí está el hombre, mientras este, desde abajo, en un nado veloz, resurge y le clava a la fiera el cuchillo en el vientre una, dos, tres veces, hasta que le alcanza la respiración y el animal se desangra en la hemorragia. ¡Peligrosa la faena del sombrerito! Si la primera cuchillada no es decisivamente mortal, el atrevido perece sin remedio en las fauces del lagarto.

Con Guásinton hubo que emplear otras argucias que las comunes. Se lo vigiló durante varios días, hasta que se supo que solía reposar en cierto estero, pequeño y remansado, pero profundo. Entró en él cierta mañana, y entonces los cazadores taparon rápidamente la boca del estero con una compuerta de maderos y alambres de púas, preparada de antemano.

José Carriel, el más valeroso lagartero que ha existido en el Guayas, se tiró al agua, puñal en mano, a desafiar a la fiera.

En principio, Guásinton rehuyó la lucha. Se comprendería metido en una trampa y quiso forzar la salida, rompiendo la parte baja de la compuerta, sin mostrarse en la superficie. Debió herirse en la alambrada, porque, en la boca del estero, el agua se manchó de sangre. Y cuando sin duda fracasó, retrocedió, furioso, contra el hombre.

Carriel lo esperaba, atento, advirtiendo sus movimientos por el fango removido. Se zambulló y lo alcanzó a punzar; pero el lagarto fue más ágil que él: de un formidable coletazo lo trajo al fondo, con la columna vertebral partida y la cabeza deshecha.

En ese momento, don Macario Arriaga ordenó que los cazadores se dispusieran en ambas orillas del estero y dispararan contra el agua sus fusiles.

‒Alguna bala lo tocará ‒dijo.

Y sucedió lo asombroso: Guásinton ‒que bajo el agua era invulnerable tras su coraza de conchas y dada la escasa fuerza de los proyectiles, disparados de tan cerca‒ saltó a la tierra; y loco, monstruosamente loco, arremetió contra los hombres.

Estos se desconcertaron ante lo imprevisto, y de ello aprovechó la fiera para llevársele de un tapazo media pierna a Sofronio Morán, que estaba más próximo a sus fauces.

Pero los hombres se sobrepusieron. Sin cuidarse del herido, se apartaron, y una lluvia de balas cayó sobre Guásinton.

Para morir, se volteó, vientre al cielo. Agitaba los miembros como si quisiera agarrar. Abría y cerraba las enormes tapas de sus fauces, y emitía un sordo gruñido aún amenazante.

Se acercó a ultimarlo don Macario Arriaga. No llegó a hundirle la daga, como intentara: justamente en ese instante el bravío espíritu de Guásinton partía a fundirse en el gran todo…

Las diez varas de su cuerpo se sacudieron con violencia, y la mirada de sus ojos sanguinolentos se fijó en el vacío:

Guásinton, señor feudal de las aguas montuvias, era ya para siempre invencible…

Publicado en Guasintón. Relatos y crónicas, de José de la Cuadra, en Quito, Talleres Gráficos de Educación, 1938. El arte de la cubierta del libro y el grabado del lagarto montuvio corresponden al artista ecuatoriano Leonardo Tejada.