Ensayo/poética
Ifigenia: la crítica, los críticos y los criticones
Teresa de la Parra
IFIGENIA (Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba) es una novela que ha corrido con suerte. Reconozco sin embargo que es incómodo para la vida diaria, el ser autor y, sobre todo, autora de un libro. No por los buenos amigos siempre dispuestos a perdonarlo todo; ni por la crítica consciente por muy severa que sea; ni por el gran público anónimo, que es cordial, franco y silencioso como un hermano ausente, ¡Dios lo bendiga!, sino por los intelectuales que nos conocen o rodean. No creen jamás en nosotros, y sienten una necesidad violenta e imperiosa, de hacérnoslo saber cuanto antes, sea directa, o sea indirectamente.
Felizmente que en lo que me concierne, he descubierto ya que no existe en la vida carga más abrumadora y más cruel que la de sostener a todas horas un prestigio cualquiera, sobre todo, si dicho prestigio es de orden moral. Por lo tanto aprovecho complacidísima la ocasión de descanso siempre que se me presenta, y declaro al momento a mis intelectuales amigos o amigas que yo tampoco creo nada en mí misma.
Este amable y conciliador recurso, que es a ratos muy sincero, nos liberta de las tiranías del orgullo, de las fatigas de la vanidad, y nos deja en dulce paz con nuestros intelectuales amigos y con nosotros mismos. Me permito recomendarlo a todos los autores. Sin tan suave medida de renunciamiento, corremos el riesgo de encontrarnos a cada paso en la misma situación angustiosa, y llena de zozobras, en que se encuentra un mal estudiante que va a sufrir el interrogatorio de los exámenes y espera inquieto el veredicto.
Nuestros examinadores severísimos son los falsos intelectuales. Por lo que a mí respecta, no tengo reparo en confesar que suelo quedar muy mal en semejantes interrogatorios, porque ¡tiemblo ante mis examinadores! Los considero verdaderas potencias desde el punto de vista intelectual: son brillantísimos en la discusión; están siempre muy bien documentados, y sus argumentos vienen tramados de tal suerte, que no tienen réplica posible. Son como peñones inmensos, que nos cayeran de golpe en la cabeza: a la vez que nos aniquilan, nos privan durante un rato de la facultad de pensar.
Los falsos intelectuales tienen por otro lado grandes valores espirituales: están llenos de convicciones y encendidos de fe; creen en ellos mismos, creen en la gloria, y la defienden de los intrusos con el legítimo ardor con que se defiende el propio patrimonio. ¿No es pues gran temeridad la de medirse con semejantes contendores? Es por eso por lo que rehuyendo con una cobardía a toda prueba las discusiones con mis amigos intelectuales, les doy siempre la razón y quedo de acuerdo con ellos.
Una vez por ejemplo, me dijo uno (con aire de protección naturalmente) que mi novela Ifigenia estaba llena de «feminidades». Yo creí sinceramente, que se trataba de un gran elogio, e iba a dar las gracias con la más amable de mis sonrisas. Pero aún a tiempo me di cuenta de que las «feminidades» no constituían una cualidad, sino un grave defecto. Entonces con la misma sonrisa con que iba a dar las gracias por el elogio las di por la advertencia y ofrecí que en adelante no volvería a cometer ninguna otra «feminidad». Lo cierto es que no podré corregirme nunca, puesto que aún no he logrado comprender lo que quisieron decirme.
Otra vez me declararon (también con aire protector) que Ifigenia podría pasar como novela, si no fuera por sus largas y numerosas descripciones. Yo que tengo la conciencia absoluta de que en toda la novela no existe sino una sola descripción, la cual no llega siquiera a ocupar una página, ¿discutí? no, convine muy cariñosamente en que para el futuro, dado el caso improbable de que escribiese una nueva novela, abreviaría mis descripciones.
Para vivir; pues, confortablemente, después de haber publicado un libro, no debe discutirse sobre él con ningún intelectual. Por el contrario, hay que escuchar siempre interesados y agradecidísimos los juicios, descubrimientos y advertencias, que quieran expresarnos, aunque naden todos dentro de la incoherencia.
En cambio: ¡qué suave deleite es el oírse criticar por los verdaderos inteligentes! ¡Qué flexibilidad la de sus convicciones, y qué amplitud de comprensión! Los vemos llegar siempre con alegría, aun cuando vengan a arrebatarnos nuestros más caros errores. Saben concedernos generosamente el natural derecho de ser tontos o ignorantes cuando la ocasión se presenta, y si con ellos discutimos, los argumentos que nos oponen parecen encerrar la simiente de mil contestaciones oportunas e ingeniosas. Las decimos nosotros encantados, sorprendidísimos, como sí no salieran de nuestra propia boca, tan grande es la facilidad con que las expresamos.
Debo confesar, que salvo raras excepciones, es de estos últimos de quienes ha venido casi toda la crítica publicada sobre Ifigenia. Han sido pródigos en elogios y acertadísimos en sus advertencias. Bien quisiera haber dado a todos mis sinceras gracias por el regalo de su comprensión, y bien quisiera también el haber discutido en amables coloquios sobre elogios y objeciones. Pero me ha separado de casi todos el tiempo y la distancia ¡ha habido crítica que llegó a mis manos seis meses después de haber sido escrita! Otras no llegaron nunca…
Hay algunas que han despertado en mi alma el diablillo de la réplica. Y es que sus autores, se han ido a veces andando por senderos distintos a aquellos que con tanto cariño y paciencia habían trazado mis manos para el viaje del lector. Tal confusión de caminos es culpa quizá de quien no supo señalarlos bien, ¡quizás no es culpa de nadie! Ifigenia, novela esencialmente femenina, insinúa mucho más de lo que dice, y estos senderos de la insinuación, no se ven, se sienten y presienten como los diversos estados de ánimo a través de los versos de un poeta. Pero la novela no puede apartarse de su concordancia con la realidad, de su papel de espejo claro de la vida, y nos duelen las falsas interpretaciones, aun cuando las conduzca la benevolencia.
Escuchando hoy al diablillo insistente de la réplica, quiero contestar y publicar ciertas contestaciones inéditas, enviadas hace ya tiempo a algunos de los críticos de Ifigenia, enderezando así, ante los ojos del público, no tanto los ajenos, cuanto mis propios entuertos.
(1926)
En: Teresa de la Parra, Obras Completas, Venezuela, 1967.