Relato:
La historia de una inmensa piel de cocodrilo.
Capítulos de una novela desconocida
Enrique Gil Gilbert
1
VEO LA inmensa piel del cocodrilo más de una vez cada día: se exhibe en los escaparates de la oficina central de una curtiembre que ostenta por nombre el de una república sudamericana; y mi camino obligado al salir de y volver a mi casa es por frente de ella. He sido criado en el campo y puedo imaginar cómo fue el animal cuando vivió: desde la trompa hasta el rabo mediría siete varas. Reflexionando, no recuerdo haber encontrado jamás un monstruo de tal tamaño. Nunca he visto, viviente, nada igual. ¡Y he visto tantos!
Hoy, al regresar a casa, me detuve a contemplar la inmensa piel del cocodrilo. Sola, colocada en sesgo para que cupiese, ocre, descuidada, polvorienta, desempeñaba bien su oficio de propaganda. Frente al escaparate se agrupaban niños escolares: miraba uno, rubiecito, con inmensos ojos azules, estáticos de asombro; junto a él, otro, zambo, abría con fuerza los cuadernos. Arrapiezos de barrio contemplaban: este de cabello lacio, castaño, cayéndole sobre la frente, cuya mirada aguda escudriñaba; ese, gordezuelo, blanco, silbaba. Una turista yanqui intentaba fotografiar la piel y los curiosos. Un cargador magro, hediondo a sudor y a caucho, contemplaba con aire distraído la muestra de la vitrina.
Digo verdad cuando digo que no escuché sus conversaciones. ¿Cuánto tiempo contemplé esa piel? ¡Tanto como el que ha durado la vida de Olegario Franco! Terminé la contemplación con un suspiro que atrajo la atención de los curiosos y provocó la risa de algunos.
2
Os contaré mis recuerdos frente a la piel del inmenso cocodrilo. Disculpadme, que tienen mucho de personales.
Fui, pues, criado en el campo de la costa ecuatoriana; y trabé mucha amistad con Olegario Franco que es, con poco más o menos, de la misma edad mía, en las reuniones nocturnas de la cocina, en la Casa Grande. Llegábamos ahí escapados de las ternuras de nuestras sendas madres a disfrutar, si no de los cigarros ni del café, de las conversaciones de los viejos y de los plátanos que se asaban al rescoldo. La cocina estaba siempre llena de humo de leña, que de vez en cuando el viento bravo arremolinaba. Desde lejos venían, transportados por ese mismo viento, los acres olores de la manigua. Y nosotros los distinguíamos muy bien. He oído decir que cada ser humano tiene su propio olor: no lo sé; pero sí sé cómo huelen los manglares intactos y los manglares talados, los aguazales abandonados y los preparados para la siembra de arroz; puedo (o podía) orientarme en las noches por los olores. Mientras escuchábamos a los viejos, jugábamos a acertar en los distingos de las emanaciones que portaba el ancho viento; viento furioso que a ratos sacudía la casa y rugía sordo como bramido de toro. El corazón bullicioso del viento está lleno del lloro de los sapos, del chirrido de los grillos, del clamor del «madreluna», del tronar de las yeguas espantadas, de las lentas pisadas de los bueyes, del… de todo lo que tiene voz en la vastedad nocturna.
Una noche cesaron de pronto las conversaciones. Todos nos pusimos alertas. Miramos hacia las afueras oscuras, prietas, que simulaban un mar de «chonta». Y los viejos atendieron, atendieron. Hasta que uno de ellos dijo:
–Lagarto. Sí, apesta a lagarto.
Porque en el viento, dimanado del río cercano, el Taura, había pasado la pestilencia inconfundible de los cocodrilos, y no la habíamos percibido solo nosotros sino especialmente los perros, que alborotaron la noche con sus carreras, aúllos y ladridos; porque perros y cocodrilos se odian.
Entonces tuve idea acerca de caimanes y cocodrilos, que nosotros llamamos simplemente lagartos, como de fieras: las inmensas y feroces bestias de nuestros ríos y pantanos.
Mientras aún percibía a retazos sus hedentinas, oí la primera historia inolvidable de cocodrilos: la historia de la muerte del abuelo de Olegario Franco, lagartero y borracho de profesión. La contó el mulato Valentín Bustamante; allí, precisamente en medio de la pestilencia transportada por el viento bramador e infinito. El mulato estaba cerca del fogón y la lumbre hacía refulgir sus dientes y las córneas de sus ojos. La voz del mulato era bronca; y su hablar, lento, desganado. Al conjuro de sus relatos nos habíamos acercado hasta estar muy juntos, Olegario Franco y yo.
¡Qué íbamos a suponer que esa noche fuese inicial en su destino! ¡Ni cómo hubiese imaginado que lo vería morir, tan dolorosamente y tantos años después, esta tarde!
3
El mulato Valentín Bustamante, con su bronca voz de padrote, habló de esta laya:
–… como ya dije, ¡se la tenían jurada! ¡Puchas con el animalote ese! Era de verlo cómo se paseaba el maldito a flor de agua, con su tapota como proa de canoa montañera en delante de su pescuezo de «pulpero», gordo, seboso, inflado. Era muy orondo el tal. ¡Muy orondo, señor! ¡Y ni para qué mentar cuando se asoleaba en los barrancos! Le placía esa playita que hace el bajo de mano derecha del «Estero de la Angustia»: y era suya de él, de nadie más. Y que algún otro «conchudo» se atreviese a «siestar» allí: al día siguiente andaría «rebalsado», panza arriba, en la corriente. Ahí se templaba quieto, como si el mundo no existiese, a esperar. Tal vez estuvo esperando tantos años la noche en que finó al Viejo Franco. Puede haberlo sesteado, porque a veces los animales son como los propios cristianos. Y son vengativos, señor, vengativos de mala entraña. Deben saber que el Viejo Franco era lagartero de los buenos, de esos que no se ven en estos tiempos; y solo falló dos veces, y las dos veces con ese orondo. Pero a mi parecer, la venganza le nació al bicho de una burla del Viejo Franco, después de la primera fallada. Porque esa sí que fue buena, ¡ja-ja-ja!
Reía el mulato Valentín Bustamante como si tragase la risa, de la garganta hacia adentro, achicando los ojos y mostrando los dientes, con su bocaza abierta de par en par repercutiendo todo él como si fuera un tambor.
–¡Ja-ja-ja! Se la jugó lindo. ¿Te acordás vos, Solórzano? Fue como diez años antes de que… Bueno traíamos una balsa de guadúas y la corriente la jalaba para abajo del apegadero. El patrón le gritó al Viejo Franco que se botara con la soga. Y cuando el Viejo Franco venía nadando para la orilla, a poquito, ahí cerquita, le salió el conchudo, como diciendo: ¡Esta es la mía y aquí se jode uno! ¡Ja-ja-ja! ¿Aquí se jode uno, amigo? ¡Qué va! El Viejo Franco lo vio antes de que lo avisáramos, y se fue a pique cuando el conchudo se quedó abobado, ¡el pendejote! A poquito salió el Viejo Franco, que iba ya cogiendo para los manglares, ¡el vivo! Así que le vio el lagarto, otra vez peor que toro cimarrón. Pero ahora se le tiró al coletazo. Y otra vez el Viejo se fue a pique a tiempo. ¡Y qué rabazo, amigo! Si lo coge lo hace polvo. Y la última vez le salió ya muy cerca de las «ñangas» de los manglares, y ahí sí, ¡hasta luego, Lola! El conchudo coleteó y se quedó rondando, pero el Viejo lo pifiaba: «Entre el diablo y yo, yo nací más primero». ¡Ja-ja-ja! ¡Ah, Viejo Franco para demonio! Pero el conchudo había sido de los que no olvidan.
La primera falla –dijo el mulato Valentín Bustamante, que se rio solo cuanto quiso a merced del recuerdo, sin preocuparse porque los otros se rieran o no– sí fue cosa seria. Y fue cuando el Viejo Franco estaba en lo mejor como lagartero, cuando era mozo, y ni el padre de este –señaló con un gesto de la cara a Olegario Franco– pensaba en nacer. Parece que el Viejo Franco vio un día al conchudo y se enamoró de su piel, que ya era grande. Porque entre los animales como entre los cristianos hay unos enclenques y otros macizos. Este era de los macizos, seguramente desde que desengüevó. El Viejo Franco lo anduvo persiguiendo hasta saberle todas las mañas, y escogió una tarde para pescarlo. Decía que este no era de los que se cogen ni de noche ni con sombrero ni con arpón sino de día y amarrándolos. Se fue solamente con dos ayudantes, nada más. El Viejo Franco sabía con quién se las estaba viendo, porque solo dio una zambullida con el lazo listo en cuanto estuvieron sobre la cueva del lagarto. Dicen que no demoró mucho, cuando vieron el remolino de lodo y al Viejo Franco que salió braceando como condenado para la orilla y atrás el conchudo coleteando como un demonio. ¡Pucha amigo! Si dizque se aventó contra la canoa y casi la hace fracasar. Y si el Viejo Franco no amarró a ese, no había quien lo amarrase. ¡Qué va, carajo! Si como lagartero, el Viejo Franco; y pare de contar. De resultas de esa fallada se creó la inquina entre ellos: mala inquina, amigo. Dizque de la rabia se estuvo bebiendo como cuatro días sin parar. Dizque ya le gustaba el trago al Viejo, pero desde entonces lo agarró fuerte, hasta su perdición. Y en cada juma era: «que ya no era cuestión de negocio, ni qué piel, ni qué aceite, ni qué niño muerto. Que ahora es de macho a macho: ¡o me jode o le jodo! Que no tenía ningún otro enemigo, fuera de ese animal». Pero…
El conchudo se hizo más grandote y más malo. Se cebó y le gustó la carne de ternero. Se tragó al perro lanudo de don Estrada. Se le llevó la chancha preñada a mi compadre Rosales. ¡Y qué sé yo! ¡Animal para bandido!
Calló un momento el mulato Valentín Bustamante. La hedentina del lagarto se había regado por todo el viento: lo llenaba todo, hasta el aroma del café en las tazas repletas y el olor tibio de los plátanos; era aún más fuerte que el perfume de los cigarros. Los perros aúllan desde el prieto corazón de la noche. El mulato Valentín Bustamante tenía su taza de café con ambas manos y el cigarro con los labios: se encendía sobre el fondo de su cara, oscura como la noche, y era como un clavel palpitante. Olegario Franco estaba junto a mí, silencioso como yo. Y volvió la densa voz del mulato, pausada, en palabras roncas:
–Dicen que también se comió al menor de los hijos del Melchor Hidalgo. Dicen…
Yo percibía la cruel hedentina del cocodrilo. Ya no solamente con las narices. Me estaba entrando en la sangre, como la hedentina del tigre, para quedarse allí, eternamente, entre los hedores que se odian y se temen. Hasta me parecía ahora que el viento se tornaba vicioso y tibio. Pestilencia de bestia, de la fea bestia de nuestros bellos ríos; la turbia y feroz entraña de las aguas claras y mansas. Desde esa noche no puedo mirar las aguas sin pensar que bajo su tersura se agita la muerte entre las fauces dentadas de los cocodrilos, que bajo su frescura se cobija la muerte tremenda acurrucada en la cola de espantosa musculatura; la muerte traidora, impasible, fría, que avanza vigilante en unos ojos de gelatina verdiamarilla, sin párpados, sin expresión, horriblemente inmutables; en aquella fauce arriscada en una sonrisa cruel, insensible, sin baba, sin sonido, como de piedra envuelta en lodo.
Otra vez habló el mulato Valentín Bustamante. Y su voz, como su risa, era tal que el profundo sonido de un tambor ahogado. Y dijo:
–La noche final del Viejo Franco debe haber venido jumo. Y falló por última vez. No fue sino la segunda en su vida, ¡pero fue la última maldita sea! Pero acabó como deben acabar los hombres, siempre en su ley. Tal vez el conchudo había esperado esa ocasión. Lo debe haber estado sesteando, como enemigo propiamente dicho. Nadie sabe cómo fue esa pelea. Solamente el Viejo Franco, el conchudo y Dios.
A los días de buscar y averiguar se encontraron restos de la canoa destrozada, con las huellas de los mordiscos y de los rabazos. Estaba manchada de sangre. Y nunca más se vio ni al Viejo Franco, abuelo de este mocoso que está aquí, ni al conchudo. Solo el Viejo Franco, el conchudo y Dios saben lo que pasó esa noche. Y esa ha sido Su Santa Voluntad, que se ha cumplido. Pero yo juro que el Viejo Franco no entró solo a la Gracia del Señor, sino que mandó al conchudo a las pailas del Perverso.
*
Tendido, apoyando mi cabeza sobre la maleta con dineros, mirando al cielo negro desde el fondo de la canoa, evocaba la vida de Olegario Franco, de los lagarteros…
Los ríos de mi país son parte de la vida de los campesinos: no se puede desligarlos de la vida de los arroceros ni de la de los cacaoteros ni de la de ningún finquero. Ni, naturalmente, de la de los lagarteros. De la de ninguno. Y moran a sus veras, y van con sus crecientes y vuelven con sus vaciantes; y sus hijos nacen cuando es el tiempo de las lunas menguantes y en ese mismo tiempo mueren sus enfermos porque es el de las magras mareas, las quiebras; y son las buenas épocas para podar y para talar. Así lo dicen; y yo, aquí, repito nomás, mientras miro al oscuro cielo, acostado en el fondo de una canoa, viajero por estos ríos, parte de la vida de nuestros montuvios; a cuyas veras habita Olegario Franco la casa en la cual yo posara muchas veces, desmañada casa que también alberga vientos, mosquitos, alacranes, arañas… y creo que una inmensa «sayama» negra para limpiarla –¡limpiarla!– de ratones y guardarla como perro; porque más que perros guardianes tienen perros lagarteros. Cerca, en las laderas de barrancos, las canoas están entre palancas para que no se las lleve la correntada, amarradas con cadenas y aseguradas con candados para que no se las lleven los ladrones. Por el placer de la casa, diseminados restos de pesca: pieles dañadas y pudriéndose, trozos de saurios desperdiciados, colmillos y dientes y uñas aspergeados, sobras de sal y de ceniza. Y la agria pestilencia de la podredumbre embarcándose en el viento para recorrer lejuras. Enjambres de moscas zumban todo el día y cubren la mortecina. Por entre ello dormitan los perros lagarteros. Y juegan los hijos de Olegario Franco, pálidos, flacos, barrigudos; miran huraños, agresivos, y al indicio de una presencia se agazapan, tal que ariscas bestezuelas entre los montones de los desperdicios de los cocodrilos.
La noche de aquel viernes que encontrara a Olegario Franco, después de cinco años de no haberlo visto, bajo la oscura bóveda infinita, limitado por ráfagas aromadas de maleza, por húmedo olor de huertas de cacao, por mágico perfume de cafetales; sobre la caricia humana de las aguas y el chasquear de la corriente contra las orillas, he tratado de recordar alguna canción de los hijos de los lagarteros.
Y no he podido.
Esos niños crecen sin canciones como los «cardones» crecen sin agua…
*
… Aún no viraba la corriente. Ni la de las aguas que van junto a las playas; pero ya los barrancos enseñaban sus negras intimidades, su lodo aguado. Poco después el río llegaría a su mayor magrura, a esa quietud moral e instantánea, como a ligero descanso para las aguas de viajes infinitos. Iniciaría el retorno hacia la creciente: fin de vaciante, pues.
Y fin el día. Inmensa cometa roja, el sol se inclinaba hacia las alamedas de guasmos y jelíes que fingían un collar oscuro, un límite umbroso; derramaba su rojo a espuertas, como un reguío de candela. Rojo el cielo, traicionando su amarillo de quemazones, rojas las bandadas de garzas volando lentas, en silencio, solemnes, en pos de su cambio de aves en frutas: porque para dormir se convierten en los blancos racimos de los guasmos. Roja la algarabía de las catarnicas revoltosas. Rojo el aire inmenso. Rojas hasta las frondas de los árboles.
Con los orbiculares contraídos para defender la pupila de la violenta luz, casi horizontal, Olegario Franco viene de la casa hacia la canoa. Sobre su piel de níspero el sol torna la luz y aparece cobrizo como un indio. Lleva su canalete a manera de bordón –bordón de aguas– en una mano; encajado hasta el hombro un rollo de betas. Tras de él, con la cabellera lacia ceñida a la cabeza, la mujer: inmensos ojos negros, de triste y vago mirar, más triste que yaraví, más vago que neblina. Camina leve, rígida, tal que si no hollara, envuelta en la luz roja del aire vespertino; solo su boca carnuda brilla con el sol. Acaso sienta temor de que aquella sea la última salida de Olegario Franco. Acaso. Pero su despedida no es dramática; es simple, como la de los arroceros que van a los desmontes. Olegario Franco y sus hombres embarcan aparejos y perros.
Parten.
Así partiera otra vez Teodosio Mina, el cojo. Volvió en medio de sus alaridos, su sangre, con la pierna cercenada más arriba de la rodilla.
También así partiera en ocasión anterior don Clodoveo Cevallos y regresó en el fondo de la canoa, cogiéndose con la mano sobrante el muñón del hombro, quejándose como si rugiera.
Así partiría muchas veces el Viejo Franco; hasta cuando fue encontrada su canoa destrozada; y, perdido su cuerpo, ha quedado de su vida nada más que comentarios.
Allá van, bogando.
La canoa se desliza. Las garzas carraspean. El aire se torna cárdeno: así es el color de los caimitos. Apesta a lodo podrido.
En la orilla, sola, con los brazos laxos a lo largo del cuerpo, la mujer de Olegario Franco mira a los que han partido, como todos los días, años tras años, en pos de las fieras recamadas con la apetecida piel.
Allá van, bogando.
La mujer queda, palma sola en potrero, a la intemperie.