Relato:

La maldición

Elisa Ayala González

Publicado en 1917, en la revista Ilustración, de Guayaquil, este precursor relato de Elisa Ayala se escenifica en el mundo rural costeño y contiene todos los ingredientes literarios que años después desarrollará el Grupo de Guayaquil. Un año después, en 1918, Piedad Castillo de Leví había ponderado el carácter pionero de la escritora en «dominar las infinitas dificultades que ofrecía, aun a las plumas más doctas, el cuento».
En Antología del cuento ecuatoriano (Guayaquil, U.C. Santiago de Guayaquil/UASB, 1993), la crítica guayaquileña Cecilia Ansaldo describe con nitidez las cualidades de este relato: «Relato muy bien contado, perfectamente distribuido en partes, y aunque adolece de pobreza de intriga, consigue momentos de intensidad emocional a costa del poder descriptivo de la autora. El habla regional, que explotaron Campos y los narradores realistas, ensaya aquí sus primera voces».
Lo publicamos en este Boletín, junto al relato Guásinton, historia de un lagarto montuvio, de José de la Cuadra, como un forma de evidenciar las curiosas similitudes estéticas, temáticas y estilísticas de dos autores separados por sus años de nacimiento, pero cercanos en sus recreaciones literarias a la vida montuvia del Ecuador.

I

A ORILLAS del Chápulo, bajo la sombra de los cacaotales, escalonábase una ranchería; y a poca distancia de ella, en humildísimo casucho techado de bijao, habitaba Pedro Vélez en unión de su familia.

Pedro era un trabajador de nuestros campos; tocaba ya en la cincuentena y aún manteníase ágil y fuerte. La familia componíanla la mujer, cholita joven, alegre y vivaracha llamada Rosa y tres hijos: Fermín, el mayor, de trece años de edad; Atanasio de diez y Teresa de ocho.

Comenzaba el mes de junio y la cosecha del cacao tocaba a su término. Pronto los trabajadores trocarían la palanca por el machete, para dedicarse a la roza y socola de las huertas; entonces la cuadrilla de muchachos que durante las cosechas ayuda en el trabajo, recogiendo el cacao, despojándolo de su cáscara, y conduciéndolo luego en mulas a los tendales de la hacienda donde va a secarse; la cuadrilla demasiado débil aún para ayudar en el trabajo de la roza, vagaría libre, pudiendo a su antojo dedicarse a los juegos y correrías. Tan pronto marcharían buscando los árboles frutales, para hartarse de zapotes, caimitos y pomarrosas; como irían en pos de nidos, de azulejos y consejeros; o bien se dirigirían al río, a pescar camarones, o zambullir en las ondas los desnudos cuerpos, bronceados por la caricia del sol ecuatorial. Allí era, adonde la revoltosa cuadrilla gozaba más, prorrumpiendo en alegres o temerosos gritos, según los motivara un chapuzón feliz, la captura de un pececillo, o el repentino hedor a almizcle, precursor casi siempre del feroz caimán, que oculto bajo las enormes masas de lechuga flotantes en el río, acecha desde ellas a su víctima.

Pero la niñez hasta en el peligro se recrea e imaginar el ataque del caimán era, para los muchachos, nueva causa de algazara y regocijo. «Que viene el lagarto», gritaban los más atrevidos a los pequeños o tímidos, y todos huían a la orilla, unos riendo otros temblando. Cada noche el caimán recorría las orillas, haciendo presa en el perro, gallina o cerdo que encontraba; y cada noche los muchachos estremecíanse al escuchar desde sus ranchos, el grito de la víctima y los bufidos y coletazos del saurio; pero a la mañana siguiente, cuando el brillante sol hacía chispear las aguas, mostrando bajo el límpido cristal las guijas y arenas del fondo; cuando el azul-turquí del cielo era tan bello, y los pericos y loros en los altos palos-prietos picoteaban aquí y allá, esparciendo una lluvia de rojas flores, y atronando el aire con su algarabía, ¿quién iba a temerle al caimán?, ¿quién iba a pensar en la muerte?

Pedro y su familia tenían muchas amistades en la ranchería, por lo cual, Fermín y Atanasio solicitados continuamente por los amigos, casi nunca hallábanse en casa, y aunque Rosa amábales tiernamente, no oponía obstáculos a tales correrías. Antes bien, cuando Pedro extremaba sus observaciones y trataba de corregirlos, ella tomaba la defensa de sus hijos; y con frecuencia se originaban disgustos, a causa sobre todo de Fermín, por quien Rosa tenía preferencia, y que sabiéndolo mostrábase cada día más altanero e indomable.

Pedro predecíala con ese sistema muchos males para lo futuro, pero ella se encogía de hombros sin preocuparse, ni menos creer que tal cosa llegaría a ser verdad.

Cierta tarde, conversando Fermín con un amigo llamado Andrés, contóle este que, en la orilla del río frente a un frondoso pechiche, reuníase cada mañana gran cantidad de camarones. Despertóse al saberlo la codicia de Fermín, y se prometió ir a pescarlos al siguiente día, aun cuando su padre había de enojarse al verlo faltar al trabajo; ¡no importaba, Rosa como siempre lo defendería! Aquella noche pasó largo tiempo desvelado con la idea de la pesca y del pretexto que inventaría para engañar a Pedro.

En efecto, a la siguiente mañana fingióse enfermo y acostado en una hamaquita cercana a la escalera, rehusó las instancias que hiciera su padre para marchar al trabajo. Insistía Pedro sin conseguir nada, hasta que enfurecido ya, se dirigió a él y asiéndole por un brazo, con una violenta sacudida lo sacó de la hamaca, repitiéndole:

–¡Te hei dicho que vas al trabajo, y vas!

Fermín lanzó un grito de dolor y de rabia, gruñendo furioso:

–No voy; ¡no quiero ir!

Pedro alzó el brazo para castigarle, pero Rosa se interpuso, y volviéndose al muchacho, díjole en tono de ruego:

–Anda, Fermín.

Este sintió crecer su furia y rencoroso contra la que no tomaba su defensa, le respondió con insolencia:

–¡No voy, no me da la gana de ir!

Ante tamaña audacia, Pedro se quedó un momento atónito; él no creía que tan pronto el cachorro se convirtiera en león.

–Vos querés quedar hoy rompido de un hueso, o que te abra la cabeza –gritó con los dientes apretados, y temeroso él mismo, de dejar estallar su cólera.

El furor de Fermín y su soberbia ya no reconocieron límites:

–¡Pegarme a mí! ¡Cuidao sea yo, viejo chocho, quien te zurre!

No fue voz, fue un rugido el que exhaló Pedro al lanzarse contra su hijo, pero este con sorprendente agilidad salvó de un salto la escalera y corriendo como un gamo se internó en la huerta.

Lívido de rabia, con los ojos inyectados en sangre, desencajado, trémulo, espantoso, tendió el padre con terrible ademán los cerrados puños en dirección al fugitivo y balbuceó roncamente:

–¡Mardito seas mil veces, hijo del diablo!, ¡premita Dios, que no caigas muerto ya mesmo!, ¡que te muerda una culebra, o te despedace un lagarto!, ¡ojalá que jamás vuelva yo a verte vivo!

Rosa se aferró con ambas manos al brazo de su marido diciéndole bañada en lágrimas:

–¡Oh, por Dios, no lo mardigas así!, ¡perdónalo!

Con una brusca sacudida, Pedro se libró de su mujer, y dio algunas vueltas por el cuarto vacilando como si estuviese ebrio. Luego, viendo a Atanasio y a Teresa que lloraban asustados, trató de serenarse, pero el rencor y la ira le cegaban todavía.

–¡Perdonarlo! murmuró como si esta palabra lo ahogase; ¡nunca!, ¡manque lo vea muerto!

Y ceñudo y trágico, cogió la palanca que se hallaba arrimada a la pared, calóse un viejo sombrero y se marchó.

Rosa permaneció buen rato como anonadada. La acción de Fermín le había abierto los ojos bruscamente; por primera vez comprendió que las recriminaciones de Pedro eran justas, que ella con sus condescendencias y mimos tenía la culpa de todo; y al pensar que sobre la cabeza de Fermín pesaba el terrible anatema de la maldición paterna, deshacíase en lágrimas y sollozos, y como sucede siempre a las madres, al considerar las posibles desgracias del hijo, sentía crecer en su corazón el amor y conmiseración por él.

Cansada al fin, de lágrimas y reflexiones, volvió en el acuerdo de sus quehaceres, y dedicóse nuevamente a ellos con gesto doloroso y ojos enrojecidos.

II

Lentas transcurrían las horas, cuando de pronto rompiendo el silencio reinante se oyó un grito angustioso, desesperado, terrible; uno de esos gritos que hielan la sangre en las venas, y que una vez oídos jamás pueden olvidarse; grito de dolor, de espanto, de agonía, pero tan indistinto, tan lejano que luego de haberse extinguido, quedaba la duda de si en realidad se escuchó o fue solo una ilusión de los sentidos. Rosa se sobresaltó y tuvo una de esas corazonadas que se llaman presentimientos.

–¿Has oído?, preguntó trémula a Teresa, ¿será Fermín?
–¿Y por qué había él de gritar así? Sin duda fue un perico-ligero.
–¡No, era el grito de un cristiano!, ¡quizás le ha pasao algo a Fermín! ¿ahonde se habrá ido? Anda Atanasio, corre hijito a buscalo; dile que venga que ya no estoy brava, que lo estoy esperando.

Atanasio que medio dormitaba en la hamaca, levantóse contento de tener pretexto para dar un paseo y se marchó.

Durante buen espacio de tiempo esperó Rosa la vuelta de sus hijos, no pudiendo por último dominar su inquietud, encomendó a Teresa el cuidado del rancho y partió en busca de ellos. Al llegar a la ranchería, fue de casa en casa, preguntando, inquiriendo; nadie había visto a Fermín, pero sin duda pronto lo hallaría Atanasio, pues se había internado en la huerta buscándolo. Descorazonada, oprimida por horribles presentimientos, volvió a desandar lo andado, y al llegar a casa, sobreponiéndose a sus angustias, dedicóse a preparar la merienda, acechando frecuentemente el camino.

Pronto regresó Pedro del trabajo. Manteníase hosco y silencioso, y en el contraído semblante, leíase la resolución de aquella mañana: ¡no lo perdonaré!

Comenzaba ya a anochecer, cuando se presentó Atanasio en compañía de un hombre y tres mujeres, amigos de la familia; hallábanse todos sombríos y cabizbajos, como oprimidos por un peso enorme, y en los ojos del muchacho percibíanse claras huellas de llanto. Rosa abarcó en un instante todos estos detalles, y un dolor sin nombre le desgarró el corazón, abalanzóse a su hijo y lo agarró por un brazo escudriñándole el rostro, como queriendo adivinar la verdad de su respuesta.

–¿Ahonde está Fermín?, ¿por qué no viene?

Atanasio respondió que no sabía; en vano había recorrido los alrededores, interrogando a cuantos hallara, todas las pesquisas resultaban inútiles y no aparecía en ninguna parte.

Nublóse la vista a Rosa y prorrumpió en desesperado, amargo llanto.

–¡Mi hijo! ¡mi hijo! el grito que yo oí era de él, ¡mi hijo se ha ahogao!…

Rodeáronla las mujeres prodigándole consuelos; en tanto el hombre hizo una seña al sorprendido Pedro, y bajó con él. Relatóle entonces que Fermín había sido visto aquella mañana, desnudo de medio cuerpo arriba, metido en el río pescando camarones, y que luego al mediar las doce, habíase escuchado aquel horrible grito que no fue repetido; ¿lo habría atacado el caimán hallándole descuidado? Podía creerse que sí.

Pedro bajó la cabeza haciendo esfuerzos por detener las lágrimas; todo su rencor se desvanecía ante la sospecha del horroroso fin de su hijo. Empero, aún la duda le asaltaba; ¡era preciso convencerse, cerciorarse, tener la evidencia de la verdad! Había pues que buscar cuanto antes, aun cuando debieran pasar en ello toda la noche, llamó a Atanasio pidiéndole un farol y reunidos los tres emprendieron la marcha.

Al llegar a la ranchería, cuyos habitantes hallábanse en movimiento con la nueva de la probable desgracia, inquirieron noticias sin conseguir averiguar nada; nadie sabía de Fermín, solo dos o tres aseguraban haber oído en dirección al río el angustioso lamento.

Acompañados de buen número de hombres y muchachos provistos de luces, se dirigieron al río, explorando la orilla y lanzando al viento con estentóreas voces el nombre de Fermín. Tal vez se había extraviado y podría oírlos, ¡vana esperanza!, solo el viento de la noche se dejaba oír moviendo el follaje de los árboles, y el río permanecía silencioso e imponente en las negruras de sus grandes masas de lechuga.

Entonces Andrés creyó oportuno aportar un dato: Fermín debía haberse dirigido aquella mañana, bajo el pechiche grande a pescar camarones, pues así habíaselo dicho la tarde anterior. Dirigió el grupo sus pasos en dirección al pechiche, y apenas las luces iluminaron las hierbas que lo cercaban, vióse blanquear un objeto, que al momento fue reconocido como la camisa a rayas blancas y azules que vestía Fermín; al lado de ella, un casco de coco contenía un poco de agua, en que se rebullían vanamente algunos camarones. Cáscaras de fruta esparcidas en el suelo, probaban que el muchacho había hecho allí su almuerzo; las huellas impresas en la tierra húmeda de la orilla, indicaban el sitio adonde entró en el agua. La duda no era posible, la camisa y camarones abandonados, decían claramente que el infeliz había sido sorprendido durante la pesca sin tener lugar más que para lanzar aquel grito. El drama se reconstruía por sí solo, y aquel sitio era adonde únicamente debía buscarse.

Embarcados en canoas y provistos de largas pértigas recorrieron el río, explorándolo con las luces y hurgando los lechugales; nada de extraño vieron, ni tampoco encontraron cosa alguna. Las aguas obscuras y dormidas guardaban celosamente su secreto. Grupos de gallaretas, sorprendidas por la claridad de los faroles, aleteaban asustadas entre la lechuga, dejando oír sus penetrantes gritos.

A las tres de la mañana, la cuadrilla rendida y desanimada resolvió retirarse, viendo la inutilidad de sus pesquisas. Despidiéronse de Pedro, ofreciéndole continuar la busca al siguiente día.

Padre e hijo, empapados y llorosos, regresaron silenciosamente a su rancho, conduciendo por todo hallazgo la camisa de Fermín.

Rosa los aguardaba en el reducido dormitorio, vivamente iluminado por dos velas colocadas ante una estampa de la Virgen María pegada en la pared. Habíanse retirado las amigas, y Teresa dormía hacía tiempo, con el sueño invencible de la infancia; solo la madre había velado, esperando ansiosamente e implorando de la Virgen piedad para su angustia. Al ver a Pedro y Atanasio presentarse solos, se quedó yerta.

Pedro con la frente inclinada y voz enronquecida, relató cuanto había hecho en su busca, y el único dato recogido: la camisa abandonada.

–¡Oh, madre de misericordia! ¡María Santísima!, clamó la desventurada anegada en llanto, y cayendo de rodillas ante la imagen con las manos tendidas en desesperada súplica; ¡Virgen mía!, ¡madrecita de mi alma!, ¡devuélveme a mi hijo!, ¡no permitas que mi hijo haya muerto!, ¡castígame, pero no en él! ¡Ay, yo no puedo pensá, me vuelvo loca!, ¡cómo va a ser posible que se lo haiga comío el lagarto!, ¡ay, mi hijo!, ¡mi hijo de mis entrañas!, ¡yo quiero mi hijo!…

Y se abatía contra el suelo, con los cabellos esparcidos y en desorden, retorciéndose las manos, sollozando, besando frenética la camisa que estrechaba sobre su corazón, como si fuese un pedazo del hijo ausente. De nuevo volvía a alzarse, y de nuevo prorrumpía en desgarradores lamentos.

Transcurría la noche, y Pedro sentado en el suelo lloraba en silencio, torturado por el dolor y los remordimientos, sosteniendo reclinada en su hombro la cabeza de Atanasio, quien había comenzado también por llorar acabando por dormirse.

III

Hacía rato que clareaba el día, cuando llegó Andrés corriendo, pálido y despavorido.

–¡Don Pedro!, gritó jadeante, desde el patio, ¡Don Pedro, venga a ver lo que hay en la lechuga!

Desatinada y loca, se precipitó Rosa, más que bajó por la escalera, seguida de igual modo por su marido e hijos.

Rápidamente llegaron al fatal pechiche, donde ya les había precedido un numeroso grupo, compuesto de hombres, mujeres y muchachos, mirando todos ansiosamente hacia el río. Miraron a su vez y vieron que el lechugal hallábase disgregado, desecho, roto en un gran espacio como si en él hubiese maniobrado una fuerza enorme, algo como la hélice de un vapor. En el sitio en que el agua veíase libre de plantas, flotaba un bulto blanquecino, manchado profusamente de rojo.

–¡Una canoa!, ¡una canoa!, gritó Pedro, corriendo enloquecido a la orilla y embarcándose acompañado de varios hombres, en una de las canoas que habíales servido la noche anterior.

Con dos golpes de pértiga llegaron al sitio, uno de los hombres cogió el blanquecido objeto embarcándolo en la canoa y al fijar en él Pedro los ojos, llevóse desesperado las manos a la cabeza, y se tambaleó como si lo hubiese herido una bala, contuviéronle sus amigos y la canoa volvió rápidamente a la orilla. No bien en ella, Pedro se arrojó de bruces en tierra, llorando a gritos y mesándose los cabellos.

Las mujeres rodeaban a Rosa cuyos alaridos subían al cielo y trataban de detenerla para librarla del horrendo espectáculo. Los hombres y muchachos agrupábanse trémulos de horror, en torno del fúnebre hallazgo depositado en la hierba, de todos los ojos corrían lágrimas y de todos los pechos brotaban sollozos. Allí tenían ante la vista cuanto restaba de Fermín: un tronco desnudo y sangriento, sin cabeza, brazos ni piernas, desgarrado todo por las uñas del caimán con profundos y espantosos surcos, sin duda al detenerle entre ellas, en tanto que con los dientes arrancaba la cabeza y miembros. Los sitios correspondientes a estos formaban horrorosas llagas, colgando piltrafas y tendones.

Haciendo un esfuerzo supremo, desgarrándose en la lucha los vestidos y la carne, consiguió Rosa librarse de las manos que la sujetaban y con ímpetu irresistible se abrió paso entre el aterrorizado grupo. Al hallarse ante lo que restaba de su hijo, palidez cadavérica, terrosa le cubrió el semblante, descompúsosele este en indescriptible mueca de dolor y espanto, desorbitáronsele los ojos y un lamento, un alarido, taladrante, desgarrador, salvaje, se escapó de sus amoratados labios; tendió los brazos como tratando de asir aquella cabeza que faltaba, y dando un traspiés cayó con brutal violencia de cara contra el suelo.

Precipitáronse las amigas en revuelto montón, la condujeron en brazos a su rancho. Lo restante del grupo, sosteniendo a Pedro y portando el fúnebre hallazgo, completaban la tristísima procesión, salmodiada por sollozos y gemidos, entre los que sobresaltaban las agudas voces de Atanasio y Teresa.

Los amigos queriendo librar a los infelices padres, de que renovasen la vista del espantable resto, condujéronlo inmediatamente, envuelto en blancos lienzos, al cementerio cercano.

IV

A pocos días del suceso, perseguido el caimán con redoblada saña, fue cogido con cazonete, y abierto a hachazos en toda su longitud, halláronle dentro gran cantidad de huesos limpios ya, y una mano de mujer cubierta de sortijas e intacta aún; testimonio mudo de otro drama que jamás pudo ser averiguado.

Tres meses después, Rosa fue enterrada al lado de Fermín, le había sido imposible olvidar y si en su constante llanto llegaba a sus oídos el grito de las gallaretas, testigos únicos que sin duda fueron de la agonía de su hijo, trocábase su dolor en desesperación que concluía en terribles convulsiones.

Pedro roído por el pesar y los remordimientos entregóse a la bebida; Atanasio y Teresa fueron remitidos a un asilo y el abandonado rancho derrumbóse pronto, como si también a él, le hubiese alcanzado el peso de la maldición.

Publicado en Cecilia Ansaldo, Antología del cuento ecuatoriano, Universidad Católica Santiago de Guayaquil/Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, 1993.