Relato:
Un lagarto del tamaño del cielo
Andrés Cadena
Lo he venido a reconocer y recordar ahora, después de décadas, cuando es inevitable que ya todos sepamos —eso es lo que nos une— que el espacio que habitamos no es el presente. Ni siquiera es el de los recuerdos, porque se trata de un mundo que ya no está vigente pero que tampoco acaba de pasar, que nos vive por dentro, como una condición congénita. Con el mismo, enfermo silencio.
La cosa es que recuerdo cuando lo conocí a Hernán, el primo de Ernesto que vivía en la capital, en una tarde que había sido de lluvia leve y larga, y que yo la había empezado fumando en la sala del departamento: aprovechaba que papá tenía el turno vespertino en el diario. Entonces, agrandado, me gustaba prender la radio y fumar frente a esa visión del pueblo —si ahora Miranda es un pueblo, imagínense hace más de treinta años—: no sentía que la ventana me ofreciera la ciudad, sino que me protegía de ella. Probablemente le tenía más cariño al vidrio que al cemento amontonado de afuera.
El pito del carro de Ernesto hizo el código de costumbre: dos cortos y un largo, como el bostezo de una perrita en celo. Eran otros tiempos, cuando no podíamos saber mucho más que lo que nos decíamos en persona, no había celulares ni era posible conectarse con nadie que no tuviéramos en frente; telefonear era aún algo robótico, en el mejor de los casos, o espectral, como de ultratumba, en el peor.
Acudí al llamado, vi la vieja camioneta Datsun de color verde césped que Ernesto tenía desde que entrara a la universidad (era un año mayor a mí, yo estaba por terminar el colegio), estacionada frente a nuestra puerta, y me subí tras darle la mano.
—Acompáñame a ver a mi primo, que llega de visita —me habrá dicho, pero con otras palabras: los recuerdos ya no son detalles sino efectos, sensaciones apenas, y cada vez más nebulosas.
En el trayecto —y lo que más claro retengo es el aire frío posterior a la lluvia—, mi amigo Ernesto me habló de su primo, me dijo que había sido militar en el oriente y que luego le habían dado de baja por alguna locura o pendejada, dijo, de modo que ahora era guardaespaldas de un político o empresario en la capital.
—Es un bicho raro, no calza en ningún lado. Ya vas a ver.
También me dijo que ir a retirarlo era un favor que su tía le había pedido especialmente, y yo imaginé congoja en la voz de una vieja que no conocía. La misión completa, contó mi amigo, era hacer tiempo, demorar la llegada porque la señora debía alistar la casa, lo que querría decir otras cosas que no se me confiaban o que yo no entendería por ser ajeno a la familia.
—Solamente no le digas nada, pero nada, si menciona a un hermano. Es su amigo imaginario —me advirtió Ernesto una vez que estacionamos frente a la terminal de buses, sonriendo con la misma seguridad con que todos sonreíamos, como si domináramos las calles cuando en realidad no nos dominábamos ni nosotros mismos.
Los esperé en la camioneta, y recuerdo haber tenido la certeza de que lo único real en esos minutos era una llovizna que recomenzaba, como si Miranda llorara entera, pero no de pena sino de algo menos grave, un aburrimiento extremado hasta el hastío.
Salieron de la terminal, entraron al carro y Hernán —un gordazo, de ojos a medio abrir y bigote dramático, no correspondiente con su juventud— dejó escapar un «hola» a medias cuando Ernesto dijo nuestros nombres para presentarnos. Yo me ubiqué en medio de ambos, mi amigo al volante, el primo rozándome el muslo con su pernil desbordado.
Escuchamos a Hernán relatar algunas cosas mientras recorríamos la tarde mojada a través de la ciudad colonial, y es extraño que recuerde eso tan vívidamente pero que haya olvidado de qué iban sus historias. Me parece —haciendo esfuerzo— que nos contaba de unos amigos o conocidos que se habían enliado por diferentes borracheras espectaculares y terminaron mal (accidentados, presos, y así). Hernán mismo, él solo, engarzaba una anécdota con otra, cada vez más impresionante, como si fuera un concurso de oratoria de un solitario participante. Sigue clara, en mi memoria, la voz de Hernán, que debía tener menos de treinta años pero que sonaba vieja, como algo que se saca de un mueble olvidado y cubierto de polvo. También me llamó la atención que, pese a la emoción de sus historias, no volteaba su cabeza para mirarnos, no buscaba contacto visual: le hablaba al parabrisas, a la calle a nuestros pies, a la ciudad que se sucedía al frente con el ánimo derrotado de lo que es inevitable.
Ernesto nos llevó a una cafetería en el centro, con mesitas sobre la vereda. El temporal, en esa húmeda tarde de páramo, había deshabitado el lugar, de modo que estábamos prácticamente solos. El primo Hernán le reclamó, moderadamente, por el hecho de no llevarlo a un bar o directo donde su madre, diciendo que lo del café era una tontería de señoras. Ernesto no se molestó en contestar nada a su primo, seguía haciéndole preguntas sobre historias de gente que yo no conocía, y cuyo sentido me desinteresaba. De modo que, una vez en la cafetería, y tras sus últimas quejas de no haber ido por unas cervezas, el gordo terminó ordenando un batido de leche.
Ahí, en medio de nuestras bebidas, como lo predijera mi amigo, el primo que vivía en la capital habló de su hermano, Mario, en los mejores términos, me acuerdo. Colegí que Mario vivía en otro país, que le iba bien, y que era todo lo que Hernán habría querido ser; que tenía una familia ejemplar, posibilidades económicas, siempre planes proyectados; que les escribía a sus seres queridos sentidas cartas, a menudo. Me descolocó ver cómo ese hombre, algo desagradable, que no me había mirado una sola vez en toda la tarde, casi se precipita a las lágrimas al recordar a un hermano a quien, se entendía, no veía en años, y a quien nunca pudo expresarle cuánto extrañaba. Pareció, en un silencio pastoso en que Ernesto miró a su primo con fijeza —yo había seguido al pie de la letra la indicación de no hablar—, que todo el viaje de Hernán había sido para vivir ese momento de confesión, como si fuera un mensaje que se lleva, en una guerra, entre trincheras.
Luego esa suerte de encanto se rompió, y en el resto del camino que hicimos, hasta donde la tía de Ernesto, el primo volvió a hablar de tonterías, peleas callejeras, conquistas amorosas improbables, y por el estilo.
—Cuando llueve en el oriente, sientes como si te meara un lagarto del tamaño del cielo —fue lo mejor que dijo, de lo que me acuerdo.
Volví a esperar en la camioneta una vez parqueados en nuestro destino, sin que el gordo recién llegado se hubiera despedido de mí —y recuerdo haber pensado que yo no había participado de nada esa tarde, no había estado realmente en la Datsun ni en la terminal ni en la cafetería—. Cuando regresó Ernesto, tenía la cara seria, la boca cerrada con fuerza, la voz perdida (como si, para las pocas palabras que dijo luego, hubiera tenido que pedirla prestada). Casi no hablamos en el camino restante, maldijimos al clima, y apenas chocamos los puños antes de que me bajara en la entrada de mi edificio, donde aún me esperaban unas horas de soledad antes de la vuelta de papá. De despedida, los dos pitidos cortos y el uno más largo, un lamento mecánico que funcionaba como la prótesis de un abrazo que no sabíamos darnos.
Eso fue hace mucho, y recién lo he recordado y revivido todo hoy, en el velorio de Ernesto (un cáncer sorpresivo), a quien me había acostumbrado a ver apenas cada cumpleaños, o de casualidad a la entrada de un cine, o de lejos en la calle. Ahí reconocí a Hernán, que ya no es tan gordo pero que carga un trajín en el cuerpo de vida triste, agolpada. Lo curioso es que venía con un hombre muy parecido a él, quizá mayor aunque un poco mejor conservado, pero sobre todo con otra actitud, más presente, más seguro, y sin bigote. Até cabos, y tuve que imaginar poco para concluir que se trataba de Mario, el hermano del que nos hablara esa tarde de lluvia en que lo fuimos a recoger a la terminal terrestre. Ese hermano que tanto extrañaba y que Ernesto me dijo que no existía.
Quise confirmar, salir de dudas, hacer una pregunta que habría sido oportuna más de treinta años atrás, así que intenté acercarme entre los deudos cuando terminaron las palabras del sacerdote. Emprendí camino, pero ellos estaban adelante, rodeados de familia, y yo estaba muy lejos, en la parte del fondo, y solo. Desde ahí, cerca de la entrada de la sala de velaciones, pude escuchar con nitidez —y asimismo supe que no lo olvidaría luego— cómo afuera empezaba a llover sobre Miranda.
Andrés Cadena (Quito, 1983). Narrador y editor. Estudió Comunicación y Literatura en el Universidad Católica del Ecuador, y luego en el Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, Estudios de la Cultura, con mención en Literatura Hispanoamericana. Ha publicado Altanoche (2016) Premio Joaquín Gallegos Lara, que otorga el Municipio de Quito, y Fuerzas ficticias (2012), Premio Consejo Provincial de Pichincha. Es editor de la revista Rocinante, de la Campaña del Libro y la Lectura Eugenio Espejo.
En septiembre de este año obtuvo el Premio Miguel Donoso Pareja, de la VI Feria Internacional del Libro de Guayaquil 2020, con el libro de relatos Camino errado.