Ensayo/crítica:

Sor Juana Inés de la Cruz, exégeta y heroína

Piedad Larrea Borja

MÁS ALLÁ de la inteligencia, de excepcional magnitud de vuelo, más allá del imperativo de conocimientos y de saberes, más allá aun del sentir estremecido, acendrado de pasión; es el signo de lo extraordinario el que marca la insigne vida de Sor Juana Inés de la Cruz.

Su intuición del tremendo designio de las predestinaciones, se afirma ahondando su convicción en el propio destino, lejano de lo común y concreta en el asidero entre las turbulencias de su marejada espiritual.

Y la convicción –por íntima y sincera alejada de la petulancia y de la pose– marca también con inmisericorde admonición de designios, la ruta a seguirse.

Entre los cuatro puntos cardinales de su vida se siente cómo la evidencia de su alto señorío intelectual, alejándola de la hinchazón de la mediocre, la lleva a aceptar, en plano misional, su vocación de arte. La conduce, con unción sacerdotal, al ara inmolatoria. Le presenta, con la delectación de un cilicio, la quemante excelencia de su genio. La hace abrazarse a su destino, con el arranque místico con que se abraza la Cruz, para subir con ella la Vía de la Amargura.

La inteligencia ilímite de la Monja de México capta la trascendencia dolorosa de toda superioridad. La fina sensibilidad de Juana de Asbaje intuye la tremenda desolación de las cumbres.

Y acepta como designio ineluctable sus categorías de superioridad. Esas categorías por las que tendrá que pedir perdón a la vida, ofreciéndole, en sacrificio expiatorio, la posibilidad de su dicha de mujer. Y este es el drama de Juana de la Cruz: el drama de la inteligencia; más aún el drama de la inteligencia de mujer, y de mujer de su siglo.

En carne viva y en perpetuidad de martirio llevará esta mujer excepcional los estigmas de su talento, que sangrarán a lo largo de toda su vida. En el recuerdo infantil del miedo sellando su boquita niña, haciendo secreto inviolable –el primero de los innúmeros que guardará su vida– de su saber leer, en previsión del castigo materno por el inautorizado conocimiento. En la plena conciencia del dolor de saber en que estalla al decirnos, hablando de sus victorias en el conocimiento: «Que es triunfo de sabio obtenido con dolor y celebrado con llanto».

En la búsqueda justificadora de su genio literario, que la hace defenderse con este patetismo: «El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena, que los pudiera decir con verdad: ‘Vos me escogistéis’, lo que sí es verdad que no negaré (lo uno porque es notorio a todos y lo otro aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad) que desde que me rayó la luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprehensiones (que he tenido muchas) ni propias reflexas (que he tenido no pocas) han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí. Su Majestad sabe por qué y para qué, y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento, dejando sólo lo que baste para guardar su ley, pues lo demás sobra (según algunos) en una mujer; y aún hay quien diga que daña»…

En comentario a esta sardónica aseveración, con qué gallarda firmeza defiende la Madre Juana –en florilegio de ingenios y de argumentos y de sabidurías– el derecho femenino al saber y al trabajar.

Esos derechos que fueran como un crimen de lesa feminidad entre las tinieblas de su tiempo. Relievando esta tendencia, mejorativa y redentora, y en demostración de las posibilidades de mujer en el devenir de la historia, nombres y nombres y nombres entrelazan sus prestigios, con esa fatigante profusión, característica estilista de Sor Juana. Pasan, con la enseñanza de sus excelencias, mujeres del Evangelio, de la Mitología, de su amada latinidad, y de la Grecia. Y tras el sucederse de la inacabable letanía, en cumbre contemporánea de lo admirativo se destaca la figura sugestiva de la sueca Reina Cristina.

A todo este apasionado argumentar y demostrar, su «Respuesta a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz» –nombre de una destacada monja trinitaria según aseveraciones de nuestro Mera o femenino seudónimo del obispo de Puebla– une un regusto de íntimas satisfacciones al rememorar, a guisa explicadora y justificadora, el temprano arder de su inteligencia. Esa su precoz ansia de conocimientos. Las ricas posibilidades de su poesía. La perenne inquietud de las que llamará «sus cogitaciones». Sus triunfos en el dominio del conocimiento.

Y por sobre todo, insuflando con un hálito de su alma, se siente la afirmación de su yo. Magistral defensa de él hace Sor Juana Inés en la defensa de los sagrados fueros del pensamiento, que involucra su respuesta a las acervas críticas que levantara la valentía de su «Crisis de un Sermón» –publicada por el entusiasmo del Ilustrísimo Obispo, Fernández de Santa Cruz, y bajo el título «Carta Atenagórica»–, estudio en el cual esta bella y extraña Monja rebate, con insólita reciedumbre, los conceptos de Vieyra, jesuita lusitano de oratoria aureolada de conocido resonar. «Llevar una opinión contraria a la de Vieyra –protesta la Monja, magnífica de altura– ¿fue en mí atrevimiento y no lo fue, en su Paternidad, el llevarla contra los tres Santos Padres de la Iglesia? Mi entendimiento, tal cual es, ¿no es tan libre como el suyo, pues viene de un solaz? Es alguno de los principios de la Santa Fe revelados, su opinión para que le hayamos de creer a ojos cerrados?» … Y luego, premonitiva del mutuo respeto de opiniones, desconocido en su momento, añade: «Si es (como dice el censor) herética, ¿por qué no se le delata?, y con eso él quedará vengado y yo contenta, que aprecio (como debo) más el nombre de católica y obediente hija de mi Santa Madre Iglesia, que todos los aplausos de docta. Si está bárbara (que en esto dice bien) ríase, aunque sea con la risa que dicen del conejo; que yo no le digo que me aplauda, pues como yo fui libre de disentir de Vieyra, lo será cualquiera de disentir de mi dictamen».

Mas, la firmeza intelectual, la honda convicción misional, no forman la tónica constante en la complejidad psíquica de Sor Juana de la Cruz. En las reconditeces de su alma, es la lucha. Y no la lucha que le hicieran la miopía y la mediocridad –que de este tremendo combate nos dirá mejor su vida–: es el hondo, el tremendo disentir entre el sagrado intimismo de su corazón de mujer y el mandato expresivo de su vocación de poeta. Es la incurable nostalgia por la aurea mediocritas.

Denunciador de este sentimiento, quizá autodesconocido, el romance «A la Condesa de Galve, en su cumpleaños» esconde entre lisonjas de mal gusto y desmedidas humildades eufemizantes, un deseo de ser simple y diáfana, de vivir la calma de los días vulgares y de las almas corrientes.

 Si es ventura para todos,
¿Por qué no lo será mía?

 inquiere, desde la angustia de su superioridad, para insistir luego:

¿No soy yo gente? ¿No es forma
Racional la que me anima?
¿No desciendo, como todos,
De Adán por muy recta línea?

Del conflicto que en Juana Inés libraran la poeta y la mujer que ella era, quedó un gran silencio sobre su vida –silencio de hechos y de nombres– y quedó un gran caudal de versos. De entre estos, como un grito de evasión a la torre de marfil, este lirismo irremediable –confidencia y queja– de sus Desahogos del corazón:

A fuera, a fuera, ansias mías
No el respeto os embarace,
Que es lisonja de la pena
Perder el miedo a los males.

Salga el dolor a las voces,
Si quiere mostrar lo grande,
Y acredite lo insufrible
Con no poder ocultarse,

Salgan signos a la boca,
De lo que el corazón arde,
Que nadie creerá el incendio
Si el humo no da señales.

No a impedir el grito sea
El miramiento bastante,

Que no es muy valiente el preso
Que no quebranta la cárcel.

El que su cuidado estime
Sus sentimientos no calle,
Que es agravio del motivo
No hacer del dolor alarde.

Mayor es que yo mi pena,
Y esto supuesto, más fácil
Será que ella a mí me venza,
Que no que yo en ella mande.

Superado en el mensaje poético está aquí el dilema; mas, volverá a surgir redivivo en cada momento de ese gran enigma que fuera Sor Juana Inés de la Cruz. Es que su figura, esquiva a la definición y a la lógica explicativa, se biloca cien veces por sendas diversas y aun opuestas. Se diluye, por decirlo así, en multiplicidad inaprehensible. Para dibujar su contorno verdadero, el afán admirativo deberá inquirir –guiado siempre por el signo de las predestinaciones, como armado de un «sésamo ábrete»– en el triplicado prodigio de su bellísima realidad de materia, de su vida atormentada y de la fecundidad inquietante de su obra.

Viva y dolorosa paradoja, la de esta mujer que rompió las clepsidras con el ímpetu de su inteligencia encendida, que insurgió contra imposiciones y prejuicios; y que se plegó, sin embargo, al refugio conventual, solución del siglo a todo conflicto femenino. Buscó ella ese refugio, tan ajeno a su temperamento que, entre sus acostumbradas sofisticaciones y cerebrales componendas, habrá de confiarnos: «Entréme religiosa; porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas de las repugnantes a mi genio, con todo para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado».

Para la expresión de su inquietud y sus sentires, ella, la original y exquisita, se anegó en la imperante modalidad de un exacerbado barroquismo literario.

Laberinto, al parecer inexpugnable, el que forma la frondosidad de la obra de la «Décima Musa», como la designara la expresión admirativa, típica de la hipérbole culterana. Audaz empresa parece el cazar el genio tutelar de la poesía, fantasma fugaz de este bosque enmarañado. Inalcanzado se nos presenta el afán de encontrar la euritmia inicial entre el festón y el exorno de lo barroco; el perseguir la idea matriz entre el sobrecargo de imágenes, de mitologismos, de metáforas y de citas, con el que esta churrigueresca literatura del XVII declina, ¡tan frecuentemente!, en la pedantería y el mal gusto. Igual es el sentir, la inspiración, el hálito emocional, entre la retorcida voluta de lo gongórico.

Entre el tumulto –¿fervor o desorientación?– que marca la ruta literaria de nuestro siglo XX, Dámaso Alonso con amoroso entusiasmo, busca, repristina y explica lo de olvidado o incomprendido que hay en la obra del poeta de las Soledades. Y precediendo o rodeando al ensayista español, hay también, y como herencia de la llamada generación del XX, un reverdecer admirativo para la escuela de Don Luis. La razón, más que en la del inevitable retorno –justiciero o esnobista– a las excelencias o equivocaciones del pasado, ¿no estará en la coincidencia del estilo gongórico con la dominante y actual pasión por el logogrifo literario? La convergencia actualiza también la obra de Juana Inés de la Cruz. Porque inevitablemente, irremediablemente y reconocidamente, la forma expresiva de la Monja de México está ligada a la del poeta cordobés. Y no es, ciertamente esta semejanza, el mejor atributo del verso de Sor Juana. No es el retorcimiento atormentado de unas estrofas que dicen:

DANDO EL PARABIÉN A UN DOCTORADO

Gallardo joven ilustre
Que en bien logrados abriles,
De sazón temprana ofreces
Frutos que el Otoño envidie.

Tú que en gloriosa palestra
De las literarias lides,

Al alto honor de las ciencias
Nuevo añades, sacro timbre,

donde hallaremos la rica vena poética de Juana Inés. Ni encontraremos a la artista genuina que es ella –artista en el verso y en la música y en el dibujo y en la vida– en la horrible profusión de Lisys y Filis y Casandras y Arminios y Policenas, que plagan en gran parte sus Romances, sus Epigramas o sus Redondillas. Ni siquiera guarda sus aquilatadas calidades de autora, la complicación sonora y truculenta de su Teatro.

Ella, la sola en su magnitud de poeta y de escritora, vive en lo lírico, en la ternura, en la pasión, en la reciedumbre de convicciones. Vertidos no importa en qué contorno: Romance, Sonetos –sobre todo Sonetos–, Silvas, Canciones y Letrillas. O en el fogoso ímpetu de su prosa. Ella es plenamente el genio y la sensibilidad de excepción, cuando sacia su «sed de sapientia» y su sed de belleza en las claras fuentes de lo latino. O del precursor romanticismo de Calderón de la Barca. En la elevación de Teresa de Ávila, o en la ternura de San Juan de la Cruz, del que hiciera la Monja una réplica femenina en el nombre, y una femenina antítesis en la vida.

No hay, acaso, más que capacidad de versificadora, un hálito de Santa Teresa en el patetismo de combate de este Romance.

LUCHA ENTRE LA VIRTUD Y LA COSTUMBRE

Mientras la gracia me excita
Por elevarme a la esfera,
Más me abate a lo profundo
El peso de mis miserias.

La virtud y la costumbre
En el corazón pelean,

Y el corazón agoniza
En tanto que lidian ellas.

Y aunque es la virtud tan fuerte,
Temo que tal vez la venza,
Que es muy grande la costumbre,
Y está la virtud muy tierna.

Oscurécese el discurso
En tan confusas tinieblas;
Pues ¿quién podrá darme luz,
Si está la razón a ciegas?

De mi mesma soy verdugo
Y soy cárcel de mi mesma:

¿Quién vio que pena y penante
Una propia cosa sean?

Causo disgusto a lo mismo
Que más agradar quisiera,
Y del disgusto que doy

En mí resulta la pena.

Amo a Dios y siento en Dios,
y hace mi voluntad mesma
De lo que es alivio, cruz,

Del mismo puerto, tormenta.

Padezca, pues Dios lo manda;
Mas de tal manera sea,

Que si son las penas culpas,
No sean culpas las penas.

Elegancia y dejo calderonianos tienen sus Décimas; pero estas, «La Razón contra el Amor», tienen en la médula misma, el intenso sentir de Juana de Asbaje:

LA RAZÓN CONTRA EL AMOR

Dime, vencedor rapaz,
Vencido de mi constancia,

 ¿Qué ha sacado tu arrogancia
De alterar mi firme paz?

Que aunque de vencer capaz
Es la punta de tu arpón

El más duro corazón,
¿Qué importa el tiro violento,
Si a pesar del vencimiento
Queda viva la razón?

Tienes grande señorío,
Pero tu jurisdicción
Domina la inclinación,
Mas no pasa al albedrío;
Así librarme confío

De tu loco atrevimiento,
Pues aunque rendida siento
Y presa la libertad,

Se rinde la voluntad,
Pero no el consentimiento.

En dos partes dividida
Tengo el alma en confusión,
Una esclava a la pasión,

Y otra a la razón medida.
Guerra civil encendida
Aflige el pecho importuna;
Quiere vencer cada una,

Y entre fortunas tan varias
Morirán ambas contrarias,
Mas no vencerá ninguna.

Cuando fuera, Amor, te veía
No merecí de ti palma,

Y hoy que estás dentro del alma
Es resistir valentía;

Córrase, pues, tu porfía
De los triunfos que te gano,
Pues cuando ocupas tirano
El alma sin resistillo,
Tienes vencido el castillo,
E invencible al castellano.

Invicta razón alienta
Armas contra tu vil saña,

Y el pecho es corta campaña
A batalla tan sangrienta.

Y así, Amor, en vano intenta
Tu loco esfuerzo ofenderme,
Pues podré decir al verme
Espirar sin entregarme,

Que conseguiste matarme,
Mas no pudiste vencerme.

La obra y la vida –inseparable unidad de arte– de Juana Inés, vida y obra de tan alta dilección, como tal fue deformada en la admiración trivial. O en la interpretación incomprensiva, arbitraria o interesada. Entre los rígidos contornos de mujer sabionda y «latiniparla», de Fénix y de Musa Décima, estereotipó la figura de esta poeta plena el retrasado espíritu de Medioevo de su edad literaria.

En vida plena, ejemplar de fáciles virtudes y de ininterrumpidas serenidades místicas, como para colección de lecturas color rosa, se tradujo la existencia estremecida de luchas íntimas y de amargas decepciones, quemada de enigmas y de gozosa exaltación, de la Monja de Nepantla.

Así, sabia, Fénix y Monja dejó la sincera admiración de sus contemporáneos, para ejemplo de las generaciones venideras la figura de Sor Juana Inés de la Cruz. Al estudiar, o relatar simplemente este prodigio, este caso de rara avis –como dirá ella misma, en donosa burla del epíteto lisonjero, que desde Lope se le hiciera extensivo–, sus biógrafos primigenios, todos los que le estaban subyugados, en aprobación o condenaciones, olvidan o simplemente ignoran su viva y latente realidad humana. ¿Es que, ante la visión extraordinaria del Fénix, de la Musa, cabía siquiera preguntarse si sufría el Fénix o si la Musa tenía corazón? Es que la Monja sabia, docta en las lenguas, en las matemáticas y en «ambos derechos», ¿podía acaso ser un pensamiento en ignición y ocultar un alma estremecida de mujer?

A las características de exclusivismo conceptista, de supremacía del ingenio y del formulismo, en el ambiente literario diecisietesco, atribuye esta parcial valoración de la obra de Sor Juana Inés, Alfonso Rubio y Rubio, el eminente hombre de letras que con tan dilecta dedicación labora en este conmemorativo tiempo del tercer centenario de su egregia compatriota. Y unánime es, en verdad, el cantar la excelencia formalista, la perfección estilista, la erudición y abundancia de figuras, en el coro de admiración contemporánea con el que las dos Españas acogían las producciones, múltiples y repulidas, de la jerónima Madre Juana de la Cruz.

Que los versos de Sor Juana Inés «solo son galantería del ingenio, sin que costasen a la voluntad aun el menor sobresalto», dice, en generoso olvido de acrimonias, Juan Navarro Vélez, Calificador del Santo Oficio, en su aprobación censora para la reimpresión de Inundación Castálida.

Con este alambicado rubro y con una dedicatoria «A la Santísima Virgen María» se hizo a la vida de la imprenta, en Madrid, el primer tomo poético de Sor Juana. La nota amorosa preside y anima el libro. Disonante, postiza suena la dedicatoria en el modo de esta poesía en la que la preocupación religiosa apenas aparece en unos apagados poemas a la Inmaculada Concepción, a San Pedro o Santa Catalina, que contrastan notablemente con el ímpetu apasionado que se filtra desde la bruñida forma de los poemas de amor. ¿Hipócrita pasaporte ante el Santo Oficio de Inquisición, para este encendido aliento amoroso en los versos de una monja? ¿Autojustificación de su conciencia arraigadamente católica? ¿Íntima convicción de un alma que, turbulenta y rebelde, nunca perdió las rutas de Dios?… Como quiera que las interpretaciones y sutilezas, en condenación o defensa la hayan explicado, bien podía presidir esa dedicatoria a esa poesía. A esa poesía, apasionada y nítida en la que el amor es una llama purificatoria. A ese impulso amoroso en el que, junto al encendido clima anímico, gravita el clima del paisaje natal de Juana Inés: aire de altura, bravía belleza del Popocatépetl, trasparente limpieza del cielo de Anáhuac… Arder de la antorcha que se consumía en el convento de San Gerónimo de la mexicana Ciudad Virreinal.

Fue también española la reimpresión del tomo inicial de los versos de Sor Juana, y fue en la tercera edición –en Zaragoza– que al título, ¡a ese título!, se añadió esta portada: «Poemas de la única poetisa americana, Musa Décima, Sor Juana Inés de la Cruz, Religiosa Profesa en el Monasterio de San Gerónimo, en la Imperial Ciudad de México. Que en varios metros, idiomas y estilos, fertilizan varios asuntos: con elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, y útiles versos; para enseñanza, recreo y admiración».

Pura síntesis de la dirección que diera a toda poesía el confuso siglo XVII, en su primera mitad: enseñanza, recreo y admiración. Bajo esta faceta exclusiva fue también enfocada la obra de la gran mexicana.

En crisol de tiempo se depuran escorias y rebrillan calidades, en constante alternar, en las manifestaciones del espíritu: sensibilidad o pensamiento. La obra de múltiples caracteres encuentra en cada modalidad psicológica o estética el clima propicio que habrá de retoñarlo; así también la obra de Sor Juana, nutrida y varia, ha tenido su mensaje para el espíritu de cada época. Pero, constante y dominador, ha subsistido –herencia gongórica– más el ingenio, el retruécano y el epigrama, que la honda emoción, la inspiración fina o el ímpetu que su espíritu infinito proyectara en su poesía. Y en una de las frecuentes paradojas –lacerantes o simplemente intrascendentes– son aquellas redondillas:

Hombres necios que acusáis
A la mujer sin razón,

Sin ver que sois la ocasión
De lo mismo que culpáis,
Si con ansia sin igual
Solicitáis su desdén

¿Cómo queréis que obren bien
Si las incitáis al mal?

que más que a un sentir artístico responden a un afilado desengaño, las que se han convertido como en la canción insignia de Sor Juana. Ella, la elevada y elegante, la supremamente aristocrática en el espíritu y en el arte, ella, la exégeta y la heroína de la aventura femenina en los altos planos, dejó como herencia exclusiva de su genio, un desahogo para el despecho de mujeres malhumoradas. Amargura de verdades, enseñanza, admonición filosofante, expresadas en una forma donde la agudeza ha matado a la poesía.

Tomado de: Nombres eternos. Senderos. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1954.
Fotografía inicio e intermedio: Retrato de Sor Juana por Miguel Cabrera, ca. 1750. Tomada de Internet

Piedad Larrea Borja (1912-2001), escritora, filóloga y profesora quiteña. Miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Fue la primera mujer en integrarla y su secretaria perpetua. Integrante de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Grupo América, Ateneo Ecuatoriano y el Club Femenino de Cultura. Diputada por la provincia de Pichincha en 1960. Columnista de diario El Día. Integró el jurado del Concurso de Poesía Ismael Pérez Pazmiño del diario El Universo en los años 60.​ Fue profesora del Liceo Fernández Madrid, de los colegios María Eufrasia y Miguel de Santiago, y de la Facultad de Medicina de la Universidad Central. En 1994 fue galardonada con la condecoración Manuela Espejo que entrega el Municipio de Quito.

Su obra literaria, lingüística y  crítica incluye: Ensayos (1946); Nombres eternos: senderos (1954); Abenhazam en la literatura arábigoespañola (1960); Juglaresca en España (1965); Habla femenina quiteña (1968); Dolor de ser buena: poesía (1978); Castellano y lexicografía médica ecuatoriana (1986); «Algunos quijotismos en el habla ecuatoriana», en Memorias de la Academia Ecuatoriana de la Lengua (1988); Oníricos y cuentostorias (1990) y Refranes y decires de la Llacta Mama (1996).