Cómo escribo
Gabriela Mistral
EN ENERO de 1938, durante unas jornadas literarias realizadas en la Universidad de Montevideo, se reunieron Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni para contar cómo escribían sus versos. La poeta chilena, luego de hacer un elogio a sus colegas escritoras, expuso la siguiente reflexión:
LAS MUJERES no escribimos solemnemente como Buffon, que se ponía para el trance su chaqueta de mangas con encajes y se sentaba con toda solemnidad a su mesa de caoba.
Yo escribo sobre mis rodillas y la mesa escritorio nunca me sirvió de nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa.
Escribo de mañana o de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la razón de su esterilidad o de su mala gana para mí…
Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa; siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y Europa me ha borroneado. Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles.
Mientras fui criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato, sobre la carne caliente del asunto. Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme, me forra y me oprime y rara vez me deja ver el paisaje y la gente extranjeros. Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la Cordillera. Me irrita, en todo caso, pararme, y tengo siempre al lado, cuatro o seis lápices con punta porque soy bastante perezosa, y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho, excepto los versos…
En el tiempo en que yo peleaba con la lengua, exigiéndole intensidad, me solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes bastante colérico el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.
Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otra cosa… He cobrado el disgusto y el desapego de mis poesías cuyo tono no es el mío por ser demasiado enfático. No me excuso sino aquellos poemas donde reconozco mi lengua hablada, eso que llama don Miguel el vasco, la «lengua conversacional».
Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aún así se me quedan bárbaros. Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible, queda en lo que hago, sea verso o sea prosa.
Escribir me suele alegrar; siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Es la sensación de haber estado por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total.
Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regalarme espacio, y este apetito de espacio lo tienen mi vista y mi alma.
En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo recogido en un caño que iba por la calle lado a lado conmigo, o siguiendo los ruidos de la naturaleza, que todos ellos se me funden en una especie de canción de cuna.
Por otra parte, tengo aún la poesía anecdótica que tanto desprecian los poetas mozos.
La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma; pero la ajena mucho más que la mía. Ambas me hacen correr mejor la sangre; me defienden la infantilidad del carácter, me aniñan y me dan una especie de asepsia respecto del mundo.
La poesía es en mí, sencillamente, un rezago, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta de no sé qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser la lengua del género humano.
Es todo cuanto sé decir de mí y no me pongáis vosotros a averiguar más…
Gabriela Mistral y Benjamín Carrión en Río de Janeiro, 1945. Los acompañan Palma Guillén, Jorge Mañach y otros escritores latinoamericanos.
Un jardín de Petrópolis
Gabriela Mistral
Morros y flores
Petrópolis tiene en primer lugar su derramamiento de colinas, danza desordenada que por tal parece de mujeres, y de mujeres felices.
Después de ellas, que bastaban para dar a la ciudad una fiesta perpetua, sin estaciones, es decir, sin despojo, Petrópolis tiene sus jardines, tantos que no hay quién los cuente, grandes percales coloreados, cada uno lindo a su manera, muchos ejemplares, varios indecibles.
Yo quiero contar cuatro de ellos, pero comienzo con uno de Independencia, porque de tenerlo todo el verano frente a mí, casi es mío…
Es un jardín de brasileños de dos edades: don Luis Fossati, que del mucho construir casas con la arcilla del Brasil, ya parece el asociado de ella; su mujer, a quien llamaremos «Doña María llena de gracia», y su hija Laura, crecida aquí como una jabuticaba del lugar. Con lo cual este jardín vive vigilado por ojos expertos y ojos nuevos, y fue hecho por un gusto maduro y uno adolescente, y complace a niños y viejos.
Hace tres años lo tengo delante; lo ando sin moverme de mi terraza, me lo sé casi como a mis ropas; puedo andarlo con los ojos cerrados…
Y él no da más alegría a sus dueños que a mí; pero aunque lo sé perfecto, envidia no me da, codicia tampoco: consuelo y dulzura, esto sí.
Todo es jardín
La casa confortable, que bajo otros dueños hubiese sido la piedra central y autoritaria de la granja, aquí no se lleva la palma. No es la sabida «casa con un jardín»; es un jardín que domina el espacio y vuelve la casa subalterna suya.
El arquitecto y autor tiene entre sus sabidurías, la de crear puertas clásicas, puertas próceres. Quien pasa nuestra ruta, hasta peones y ovejeros, se paran a mirar ese portón ancho que en los días de lluvia torrencial estira un alero cristianísimo, y convida con un poyo, y hasta guiña con un farol florentino. A nadie deja pasar de largo esa puerta…
El forastero así invitado entra y cruza el jardín por una avenida que sorprende el paso con piedras tajadas en bloques rústicos.
No seguimos hacia la casa, la dejamos de lado. Doña María apenas si vive allá adentro; ella está en pie a las seis y trajina hasta que la espada del mediodía la fuerza a entrar. En mermando el sol, ella vuelve a salir y sosegará solo a la noche. Entonces se sienta, igual que sus vírgenes italianas, bajo el chorro de la Vía Láctea que cae sobre nosotras en el sabido reguero de la nodriza Juno…
A los pinos alabarderos que acompañan la avenida, yo los he visto crecer como a los niños del lugar, asustada de que los muy lentos, aun ellos, se apuren bajo el sol del Brasil.
Las filas de pinos graves corren entreveradas por matas de azaleas, que durante tres meses los acicatean con su punzada solferina; y para mayor gloria de la avenida, paralela a la falange conífera, crece otra de los eucaliptos amigos de nuestro aliento. Y detrás de estos sigue todavía una límite de ficus que ayer no más eran ramillas y ya son muros –¡fecundidad de tierra que me asusta todos los días!
Laguna
Yo doblo a la izquierda, porque allí tengo mis amores. Y estos son una laguna anti-geométrica, que no quiso ser estanque y en medio de la cual el arquitecto, jugando con las maderas de Brasil, inventó «la Casita del Pescador» y quiso rodearla de un agua beata que doble el silencio.
La laguna vive regaloneada por un cerco de «plumas» –no de camelias ni de jazmines del Cabo sino de meras «plumas», mitad caídas, mitad en vuelo. De junio a julio las muy altas florecen, lanzan sus penachos, se cimbran al viento, haciendo genuflexiones y si la noche es de ‘luar’, crean un semicírculo de fantasmas. Y este jardín nocturno resbala entonces de lindo a alucinatorio; deja de ser el jardín-Fossati, deja de estar en Independencia y se vuelve una fantasmagoría entre cielo y tierra, pero sin dar espanto…
A nadie se le ocurrió antes honrar así a la planta pajiza de plumero asiático, tan común como cualquier carrizo y tan «buena pobre» que no cuesta nada.
En estas noches de ‘luar’ y de plumones maduros, que van del blanco al candiel, la granja Fossati parece estar debajo de una divina molienda. El molino no se ve, pero mascó mucho y avienta eso y más, hasta que se va la luna, vieja embaucadora de los hombres.
La laguna tiene dos costados lo mismo que nosotros; las plumas le ablandan y le crecen uno, pero el otro replica contra tanta seda soltada al aire. Este flanco es de magueyes, de aquellos mismos magueyes azulados, casi parientes míos, pues ellos dan sus visos moarés a la meseta del Anáhuac donde viví.
Las cactáceas viven honradísimas en plazas y jardines petropolitanos. Es un auge que arranca de la novedad y del contraste. En estos quiebros de la Sierra de los Órganos que, como la boca de Adán exhalan un vaho constante, la tribu entera de los cactus prospera gracias a la humedad y pasa de penitente a eufórica… Las especies preferidas del jardín son la pita y el cactus de orla amarilla.
Sesgando su ojo dorado como el gallo, la laguna mira por encima de los magueyes hacia una pineda en ciernes, mixta de cedro, de pinos de Alepo y de casuarinas, que ya da sombra, pero está solo a comienzos de su hondura y de su olor. Y, a su vez, la pineda de cinco años mira, por encima del hombro y con el desdén de los perros de raza, crecer vecina a ella, en la misma tajada de suelo, un huerto frutal que la escandaliza con durazneros, higueras, caquis, limas y hasta maracuyás. A unos pasos hay algo más escandaloso aún para las pináceas linajudas: el cuadro doméstico e infaltable de las legumbres. «Los señores no dependen del mercado; sus tres yantares están dentro de la casa misma». (Este decir era medieval; ahora los patrones, desventurados, lo tienen todo de puertas afuera.)
Agua trina
Por detrás de la «Casita del Pescador» corre un estero o bracito de río. El agua estancada da poco gusto, y doña María –llena de gracia– quiso tener el agua corredora, el agua huida de las manos de Dios. Y este gusto se lo dieron, y más que eso, pues donde la granja llega a campo raso, el marido halló para ella una cascada verídica, no de engañifa, que se despeña en blancos nupciales hacia la Bajada Fluminense, atraída por el mar que pide su sorbo, con manoteos de olas.
Corre el estero entre los planos oblicuos de una canal pulida y va asustado de sus piedras civiles, y de llevar nombre de granja y no ser más rural…
El estero pasa asistido de sauces llorones –con duelo corto, pues no son viejos– y los plañideros me recuerdan el campo de Chile que es turno de álamos y sauces. Ellos son las únicas melancolías de este jardín no elegíaco que sonríe allí donde no ríe a risa plena.
El amo, sabio en combinaciones, neutraliza el duelo de los sauces enfrentándoles una línea de naranjos de casta, o sea del segundo numen del país. Yo no sé por qué causa al Brasil le citan solo uno de ellos, el café; él posee una Trimurti botánica: la caña, el café y el naranjo.
El estero civil alimenta de sí los bebederos de venados y de aves. Porque esta granja petropolitana no cría vacas por temor de estropear sus pastos, pero quiere tener venados, y el ama suele andar entre ellos, uno de cada lado, convertida en Diana sin cacería, mera criadora de lindas bestias.
Ahora el jardín se me dispara proyectado hacia México, a causa de la venadería. Espantadizos y menudillos, los cervatos escapan y los pierdo en un pestañeo.
Y aquí me para en seco el encuentro de un cinamomo, ¡ay!, no visto desde Vicuña, hace cuarenta años. El árbol, muy bíblico y muy sensual, Sulamita doble, austero en la ceniza de la hojazón y pecador en la fragancia superlativa, sin que yo lo sospechase, estaba allí, perdido entre los árboles sin historia y anónimo para todos menos para doña María, la sabedora de su laberinto floral. ¡Qué salto de su Palestina a Petrópolis, y qué ventura de no padecer con el trueque!
Espacio liso
Y a todo esto, no he dicho nada del pectoral derecho del jardín. Está vacío y sus gredas rojean al sol, aguardando la grama que no apura, pues a ella le bastan dos semanas para brotar y cundir. Cuando los mil árboles ya sean altos y el jardín se confunda en el hervor vegetal de las colinas, entonces la vista de los tres castellanos querrá aliviarse descansando sobre el paño cuadrado de la «pelouse». Para ese día quedó allí desnudo y vacante el pectoral derecho de la granja. Digo desnudo solo en el centro porque hacia arriba, la grama rematará en una procesión de mimosas, y ambas cantarán en primavera, el verde-amarillo de todo jardín nacional. Y aquí mi jardín petropolitano me lanza hacia Niza, donde la mimosa florece tanto como para dorar en el mayo próximo a toda la Francia recobrada.
Cantera
Naturalmente la granja remata, como toda parcela petropolitana, en unas colinas, blandas y fraudulentas, que engañan con sus cuerpos de lana verde, pero que apenas hurgados descubren su cantera de granito azuloso. De estas salieron las piedras esparcidas en bancos, en pilastras, en poyos, por el jardín.
Yo oí durante meses los picos musicales de treinta canteros penar sobre la colina granítica. De una parte estallaba la carcajada burlona de los gansos; de la otra subía el trueno de los rompedores de piedra. Y la colina socarrona lanzaba ambos estruendos hacia el morro de enfrente, por cuidar el sueño de su ama y por darme a mí, «saudadosa», el tumbo de un rodado cordillerano.
Ahora la piedra vencida está allí, en la horizontalidad de su descanso, después de la pelea. Y dentro de ella, que de rasa que era paró en ahuecada, hay ahora el agua recoleta de una piscina que hace el usufructo inocente de la cantera herida, y mira con sus ojos de cordera, sin saber que su madre fue despedazada…
Limo bravo
No se vaya a creer que este jardín, salido de cabeza ingeniera, se resuelva en una criatura áridamente lineal, como ciertos parques oficiales o de casas snobs. Conté que dos edades, es decir, dos ánimos, mandan sobre la granja: el hombre midió y dispuso, la mujer vigila y conserva, y la niña adereza y pone primor. No, no, nada de verdes calvicies ni de peluquerías-jardineras; un legítimo parque brasileño no puede aceptar sequedades ni prados lampiños.
Estos limos, sin más que lluvias y sol, se ponen a rebrotar y cundir, haciendo una burla desfachatada de los recortes y podas inglesas; ellos resucitan en días las plantas eliminadas y hasta echan afuera otras matas nunca vistas ni sembradas: el humus tropical hace de las suyas; nada más voluntarioso que él. Cuando se quiere «meterlo en cintura» él se ríe y cuando parece que está dominado, asoma su crespa rebelión por todos los cantos del huerto. Entonces no queda más que aceptarlo, como al dios Shiva, con lo cual toda posibilidad de geometrías y rigores queda liquidada.
Los Fossati quisieron tener pineda, naranjal y masas de azaleas; pero también plantaron muchas personas florales sueltas, todas ellas ejemplares óptimos de sus dos floras: la tropical y la mediterránea. Y han esparcido, tirados al azar, varios vegetales fantasistas. Hay «planta de piedra», con sus hojas en palmas partidas por humorada; hay un arbolillo de nombre indio, e impronunciable, cuya copa parece un enjambre posado de insectos; hay un cactus que vale por «la Princesa de la Noche», en su florecer y su morir fulminantes; y está por todas partes la pasión de la «caña de ámbar», rondando el agua y asaeteando el jardín de su olor superlativo.
Color y aroma
Un jardín no se resuelve solo en la plantación organizada de flores y árboles de ornato que muchos creen; él debe cuidar de otras cosas: un combinador lo piensa en cuanto a juego de colores; su dueño-mujer cuida de que tenga constancia de aromas; los niños le piden la posibilidad de escondites y carreras. Un jardín cabal nace de estos deseos y voluntades y vive para cumplirlos de estación a estación.
El pinar denso asegura al jardín Fossati el fondo verde-renegrido, que a más grande, mejor es; y el naranjal, sin muerte alguna, ayuda a lo mismo; las mimosas aseguran por sí solas la transfiguración septembrina de oro total, y los muros trepados de rosas se encargan de que no falten el rosado cromo y las blancuras marianas de diciembre.
En cuanto a los buenos olores, ellos subirán de toda la muchedumbre vegetal, y de la tierra misma empapada de riego y de «russos»1. La Petrópolis serrana, barrida a lo menos por tres vientos, huele bien, huele a mujer limpia; pero en primavera parece abrir un arca y echar afuera todas las hierbas de olor, a fin de que la ciudad guarde su fama de diosa Flora y haga subir a todas las gentes. A la ciudad femenina si las hay, ciudad-mujer, le gusta la alabanza de los forasteros como a cualquier buena moza.
José y Antonio
Ya es tiempo de terminar; pero un relato de jardín no debe acabarse sin contar a sus jardineros. Son dos los de todo el año, uno brasileño, otro italiano asimilado; se llaman con nombres muy raciales, José Antonio Barbosa y Antonio Chandré. Cuando llego y cuando parto los veo delante tostados, fornidos y aniñados. Y no me dicen palabra sobre la maravilla que logran, no me cuentan su guerrilla con la tierra veleidosa y con el sol de ascuas. Sonríen desde sus ojos, sus arrugas y el brillo del sudor. Ellos no cuentan ni se cuentan como nosotros los escritores, pobre gente de parlería, y cuando les pido el nombre, creen cualquier cosa menos que voy a ponerlos en mi escritura, como la rúbrica del jardín.
Tienen la alegría que dan los patrones cuando no berrean y no hostigan sino que guardan en el trato la blanca miga patriarcal. La felicidad mía se llamó tal fecha; la de ellos «costumbre» a secas, es decir, «siempre».
Los miro desde mi casa, destapando tomas de agua, aseando el palomar, pasando las avenidas en cruz o acudiendo al griterío de los gansos, que llaman a rebato como por un incendio. Los oigo silbarse uno al otro de canto a canto de la granja y veo su silbo cortar el aire en un rasgón de la siesta parada.
Ahí están ahora con sus brazos caídos, como si nada hiciesen nunca. Y si yo no fuese una mera «habladora» sino un pintor, los dibujaría así, en esta ficción de quietud, pero haciendo saltar de sus brazos entreabiertos las tres avenidas, en cintajos verdes, y soltando el abanico del riego desde sus pies juntos, que mientan el descanso; y recogería el contorno de su talla usando el sol del mediodía por compás y regalándoles a todo mi gusto la aureola de cuerpo entero que vi en algún santo luso.
Me los conozco desde el día en que nací entre una viña y una montaña; son los mismos de Elqui, los mismos de Michoacán y los de la Campania: hortelanos, jardineros, peones de riego.
Los llaman en los libros la «sal de la tierra» y no son solamente su abono o su cuido, sino «El hombre que anda» de nuestro poeta Ried, el pino más bello y mejor de la tierra.
Entre los gremios que yo cargo, tal vez el suyo es el primero, aunque no se sepa, y en él me he de acabar, sobre algún país verde en el que pare mi vagabundaje.
Petrópolis, 27 de septiembre 1944