Esquema de Camilo Egas
Ensamble de dos textos críticos sobre el pintor ecuatoriano Camilo Egas, publicados en diferentes períodos –en 1944 y 1956– y que patentizan la certeza crítica y verbal de Raúl Andrade para enjuiciar, afectiva y objetivamente a la vez, el recorrido pictórico y existencial de uno de los nombres imprescindibles de la modernidad artística ecuatoriana. El primer texto se publicó, en la revista Continente, n. 5, febrero de 1944, una publicación fundada en Quito por el servicio diplomático de Colombia en el Ecuador. El segundo, «La evolución pictórica de Camilo Egas», se publicó en el diario El Comercio, de Quito, el 26 de agosto de 1956, a partir del regreso al país del pintor quiteño para realizar una exposición en el Museo de Arte Colonial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Publicamos este vibrante texto y ensamble como una suerte de homenaje y rememoración cuando se cumplirá en septiembre del presente 60 años de la muerte del notable pintor quiteño.
Perspectiva
Raúl Andrade
PARA INTENTAR MEDIR la dimensión pictórica y humana de Camilo Egas1, es preciso realizar una exploración previa al recuerdo –glaciar abandonado o jungla enmarañada–: así son de complejos, varios y contradictorios, el personaje y su obra. Necesario es volver a rondar –en fructuosa recolección de pasos perdidos en las viñas del tiempo– por familiares recovecos. Corría el año del armisticio. Las calles aún eran empedradas por puntiagudos guijarros y, a lo largo de ellas, una lisa cinta central rememoraba la rumorosa y bien provista acequia de la Colonia. Sobre esas calles resonaba, todavía, el trote de los caballos que arrastraban coches encapuchados y, en las aceras, taconeaban mujercitas nerviosas ceñidas por vaporosas mantas de burato. Quien escribe estas líneas –datos para una biografía que nadie ha de escribirla– era un mocito belicoso, haragán, ya secretamente mordido por una melancolía clandestina, que admiraba por igual los burilados sonetos de Noboa Caamaño y los sonoros puñetazos de Oswaldo Zaldumbide, y rondaba de cinco a siete de la tarde cierta casona de colonial contorno, enclavada en la esquina de San Agustín, frente a esa cruz de piedra con marquesina de latón, pintado –albergue para gorriones bajo la lluvia– y diagonal a una plazoleta acogedora de mendigos piojosos y falsos mutilados, ornamentada por jardincillos resecos, con una pileta silenciosa y sedienta que la manía municipal del ornato convirtiera en subterráneo de dudosos servicios y hoy evoca en los turistas las estaciones de los ferrocarriles metropolitanos.
La promoción literaria de aquel tiempo escribía pueriles y aterradores «cuentos crueles» –«Y la histérica reía», por ejemplo– o melosos e ingenuos ensayos rodonianos. Los poetas importaban otoños en conserva o se aventuraban en líricas cacerías de pájaros extraños, como el bulbul, en su urgencia de consonantes que rimasen con azul, color predominante y divisa de la poesía. Los estudiantes universitarios trataban de vivir en una Citerea de postal coloreada; entre una Corte de Amor compuesta por hermosas infantas de cráneos deshabitados, de petimetres reverentes, de melancólicos bufones, cuando ya sus colegas de Córdoba, Santiago y Lima se batían a pedradas en las calles, frente a las carabinas de los gendarmes, por la reforma universitaria.
Por entonces, la última nota sensacional de arte la daban las páginas de los desaparecidos magazines madrileños La Esfera y Nuevo Mundo. El quejumbroso poema seudoverlainiano de Emilio Carrére; el cuento burlescamente perverso de Antonio de Hoyos y Vinent; el reportaje pedestre y la novela pornográfica de «El Caballero Audaz» –carretero y audaz como sus nombres humanos y de guerra–. Se asumían actitudes de éxtasis ante los retorcidos arabescos de Manuel Bujados y el «modista» Zamora o ante las parisienses muñecas de Federico Ribas y Rafael de Penagos. Beltrán Masses era la más alta expresión pictórica. A tan lejano límite alcanzaba la provinciana erudición. Nada significaban los sangrientos peleles de Goya, los Riberas martirizados, los lívidos Zurbarán.
Las planas desarticuladas de los diarios –entre noticias «fiambre» de la guerra europea y minuciosas gacetillas político-policiales– alguna rara vez daban cabida al suceso de trascendencia artística o literaria. Las exposiciones municipales –«municipales», como su nombre lo indica– exhibían iluminados cromos de farmacia. Pero Egas, para entonces, ya ha descubierto al indio como elemento decorativo esencial. Es cuando logra identificarlo, por primera vez, aunque de lejos. Ya suscita controversias apasionadas. Está en vísperas de su segunda partida para Europa. Esta vez va a ser España –España multiforme, dramática y eterna, cubierta de mal cicatrizadas grietas sangrientas– la meta de su inquietud. Es el mismo de siempre. Invariable aspecto exterior de esta sensibilidad que cambia y se transforma –arcilla de origen volcánico– sin cesar. La misma tez cetrina. Igual nariz ganchuda. El mismo irreductible cabello de negrura india. La misma mandíbula recogida. El mismo mirar centellante de inquieto pájaro nocturno. La misma carcajada nerviosa y sin reemplazo. Se hace pagar por sus cuadros precios fabulosos para la época. Un millonario criollo –por extraña casualidad, hombre culto y mecénico, echado a perder por la política, al abandonar su invernadero de cristal– coloca su elegante tarjeta, con corona marquesil de segunda mano, en los marcos de los mejores cuadros que Egas realiza.
Éste, ensaya con poca fortuna el retrato y con demasiada el amor. Barba Azul cosmopolita e incruento, pasea todas las tardes, despreocupado y rumboso, en automóviles antediluvianos, en anónimas compañías elegantes, rondando aquella casa de vetusto contorno colonial, enclavada en plena esquina de San Agustín, habitada por dos muchachas españolas, risa y sonrisa de la ciudad ceñuda y gris.
Por curiosa paradoja, los indios de Camilo Egas decoran sin ofensa aparente los salones del señorío criollo. De ese mismo señorío que en la heredad ilimitada somete al indio al hambre, al trabajo forzado, al látigo del mayoral, mientras le roba unos centavos del jornal magro. El pintor es un hombre venturoso y feliz que se une al señorío para explotar al indio. Pero esa explotación es solo decorativa. Por cierto, los indios de esta época de Egas carecen de drama. Son indios para el turista y la pinacoteca del adinerado. Tienen los ponchos limpios, las macanas brillantes, los sombreros sin mugre, los pies, sin tierra triste. Su presencia ni ofende ni rechaza. El pintor, por entonces, mira al indio con cegadas pupilas de terrateniente. Años más tarde, va a interrogarle su modelo india, mirando las extrañas pinturas traídas de Europa:
–Patrón, indios de allá serán…
Camilo Egas. FIESTA INDÍGENA. Óleo. 1926.
Torbellino
Vuelvo a encontrar a Egas cuando alista las valijas condecoradas de etiquetas polícromas. Junto a él, Susana Ribera –raíz hispana y gracia parisiense– sonríe suavemente con su labio carnoso y puro. Esbelta, elegante, contorno de voluta: evocación velazqueña de Venus ante el espejo. Recita con timbre inimitable y entonación lejana a Mallarmé, a Gerardo de Nerval, a Gautier. En el piano, interpreta a Ravel, a Claude Debussy y al sefardita Albéniz. El pintor siente afirmada su personalidad. Hay más firmeza en su trazo, mayor dominio de su paleta. Continúa cultivando el motivo vernáculo, pero dentro de un supersticioso respeto a los cánones. No ha logrado liberarse todavía del gusto ajeno y, acaso, ni siquiera lo intenta. El millonario aquel, culto por excepción, le encarga doce panneaux que representan los meses del año, para su museo particular. Egas cobra doce mil sucres –«casi seis mil dólares»– y se apresta a recomenzar su tránsito de hombre sin asidero. Susana Ribera –¿qué habrá sido de ella, de su impecable silueta de voluta, en estos años que todo lo han deshecho?– parte con su sonrisa desencantada… La vida, al parecer, carece de conflictos para el pintor.
Me toca despedirlo en el puerto, hacia 1923. Pocos meses antes, las calles se tiñeron de sangre –primera sangre proletaria vertida– sin que quede recuerdo visible de la tragedia. Como no sean las grandes manchas sangrientas del cacao puesto a secar sobre los adoquines. Pero los carros verdes halados por mulitas trotonas, los alegres pregones de los vendedores de frutas y mariscos, la sensualidad cimbreante de las mulatas, borran cualquier idea lacrimosa. Trasatlánticos de chimenea triple y sirenas enronquecidas por el ron de todos los puertos, son otras tantas invitaciones a partir. Egas se embarca y yo lo veo alejarse desde los herrumbrados barandales del muelle.
París lo transforma y subvierte. Se apodera de él un desaliento impreciso, una angustia tenaz y sin forma. Pablo Picasso ha enseñado a utilizar los grises, los blancos, los azules deslustrados. Después de la disección cubista del color y la forma, ha dado a la pintura un serio tono triste; ha reinventado el sentido del volumen; ha descubierto la sensibilidad morbosa de su tiempo. Egas siente un gran choque; encuentra que ha naufragado en un tremendo remolino sin acertar a reencontrarse.
Comienzan los días sin derrotero. Frecuenta las terrazas de Montparnasse repletas de inventores sin éxito y de grandes artistas desconocidos. Ve desfilar la silueta espectral de Modigliani; las gafas redondas y la tez amarilla de Foujita; las botas de siete leguas de Le Scouezec. Pero ha perdido su eje de rotación. No acierta y el esfuerzo se estrella. Le danzan en pesadilla extrañas figuras de larvas, grises como elefantes. Cree que nunca volverá a encontrar su expresión. Llega a París Margaret Gibbons, bailarina dorada, irlandesa y anémica –idilio comenzado en Quito, en 1922, cuando ella visitara esta ciudad en el cuerpo de baile de una compañía de ópera– con quien realiza la ruta diaria del bulevar. Poco a poco la retina recobra su equilibrio. Busca la síntesis y encuentra la sobriedad. Comienza a pintar una fauna humana de horrible belleza, que dirá el crítico de arte de Action Française, Breaj. La raíz india de Egas se ha rebelado contra el terrateniente. Sí. Ese es el indio del Ecuador embrutecido por el alcohol y el diezmo; por el hambre, el cura y el mayordomo. Desde ese momento, Egas inicia la aventura del descubrimiento del indio. Ha desaparecido el encubridor y ha nacido el hombre certero que va a emplear sus tubos de color para acusar a la plutocracia criolla, exhibiendo al desnudo la llaga indígena. Es un fenómeno subconsciente sin duda. Egas también intervino en la lucha social. Aún más, la ignoró totalmente.
Los señores Ventura García Calderón y Gonzalo Zaldumbide le abrirán las puertas del esnobismo parisiense con palabras ambiguas, sin atreverse a interpretar la intención del pintor. Acaso, propiamente, sin entenderlo. Alcanza un éxito mediano; breves líneas en los diarios más industrializados del mundo y se casa por tercera vez con Margaret Gibbons, que le ayudó a encontrarse cuando andaba perdido…
Lo he dicho ya en alguna parte: «Vivíamos el año de 1926, liso y desconcertante. El arte estaba en fuga y se refugiaba en la botellería romántica o en los placeres de farmacia. La espuela militar resonaba insolente por las calles. Una generación de demagogos librescos se había apoderado del gobierno del país. Los escritores devenían empleo maníacos o captaban consulados distantes. Otros, menos vitales o menos arribistas, melancólicamente alzaban los hombros ante todas las cosas. Se iniciaba un proceso de desintegración y el arte no escapaba a ese proceso. Para la Navidad de ese año, volvía de Europa Camilo Egas, junto a la estatua dorada de una bailarina irlandesa dispuesto a una revolución formalista. Es así como transformaba una fría covacha de la Plaza de la Alameda en cálido baluarte subversivo, desde cuyas ventanas apedreábamos la pesada solemnidad de los transeúntes y las chisteras últimas. Había nacido la primera cabaña de artistas independientes y en su mástil flotaba el inocente pabellón de ‘el arte por el arte’. Bien es verdad que, para entonces, los anarquistas de Zurich habían inventado ya una fórmula más expresiva. Aquella de L’art c’est une merde…»
Los pintores y dibujantes Nicolás Delgado, Sergio Guarderas, Carlos Andrade Moscoso (Kanela) y el autor del «Esquema», Raúl Andrade, en Quito, 1926.
Hélice, girando sobre sí misma, agitó la atmósfera calurosa y pesada. Lo más selecto y digno de aquel momento literario y artístico encontró cordial acogida en el refugio de Egas. Gonzalo Escudero, Jorge Reyes, Pablo Palacio –espectro en vacaciones–, José Joaquín Silva, Kanela, Latorre –adelantados del humorismo… Cuántos más… El ambiente vino a caldearse. Se libraron escaramuzas tormentosas y desorientadas. Para las buenas gentes sensatas Egas se había vuelto loco de remate. Comenzó a tejerse una gratuita leyenda de satanismo. Cuando menos, su estudio se había convertido en pagoda de extraños ritos prohibidos. Eran lógico fruto sus pinturas acusadoras. Esos indios adiposos e hinchados. Esa exaltación de un arte absurdo y de una literatura de droguería. Porque la consagrada estupidez de ciertas gentes supo encontrar en la farmacia la clave de todo aquello que era incapaz de comprender. Los eternos farsantes, propietarios del buen decir y personeros judiciales del «buen gusto»; aquellos que nunca fueron capaces de realizar la más mínima obra creadora, pero que supieron simularla, se levantaron indignados. Contaban para ello con la aquiescencia de un diarismo ventrudo y con la indiferencia invencible del medio. En tanto, quienes frecuentábamos el estudio de Egas apenas si éramos unos buenos muchachos que amanecíamos a la inquietud literaria y artística, bebiendo tazas de camomille y jugando a las cartas…
Las antiguas amistades del pintor, afortunadamente, le hicieron el vacío. Le abandonaron los millonarios y los petimetres. Un crítico de arte, espiritual y bien intencionado, le aconsejó que en lugar de pintar indios monstruosos y viejas casas derrengadas, que solo contribuían a desprestigiar al país, reprodujese edificios modernos como el del Círculo Militar, el Pasaje Royal, el Hotel Metropolitano. Así verían en el exterior que también «éramos civilizados»…
Ya nadie se atrevió a encomendarle trabajo alguno. Los ahorros de París se esfumaron vertiginosamente. La vida dura y hosca de la aldea que comenzó a vengarse dejó ver su amenazante mueca. No había otra puerta de escape que la fuga…
Tous les jours dans las rues semblables
Les mémes morts s‘abandonent
Les de la pluie
Les du pain trop cher
Le vraie vie s‘ecoule sous les ponts
Nous qui passons le comprenon trop tard…
New York. Enormes docks recubiertos de algas y de tristeza marina. Booteglers. Pistoleros. Crisis. «La prosperidad acechando a la vuelta de la esquina». Rascacielos de un solo tono gris e indiferencia de una sola pieza. El pintor afronta por primera vez el drama de una gran ciudad de rostros de jugadores de póquer. Irá a esconder su insignificancia en cualquier palomar del Greenwich Villager. Al cruzar la Calle Catorce se encuentra bruscamente con la miseria. Hay que olvidar el arte durante un largo rato y ponerse a pintar carteles de propaganda. Anuncios de las medias Holleproof y de desconocidas pastas dentríficas. Primero vivir. Quienes quedamos por acá, un poco más abajo del Equinoccio, casi nos vamos acostumbrando a su ausencia. Para nuestra esperanza, se ha extraviado en el laberinto de los rascacielos. Sin embargo, por algo Egas desciende de gorila, pronto trepa por los escaños publicitarios. Comienza a devolver protestas almacenadas en sus lienzos. Un periodista lo entrevista y le interroga acerca de Carlos Marx y la influencia de su doctrina en la pintura. Egas replica sorprendido:
–¿Marx? ¿Es algún pintor? ¿Vive en Nueva York…?
Hoy Camilo Egas –me refieren– pinta cubierto de una máscara antigás y traje arlequinado y tiene dos cariños: su automóvil de carrocería niquelada y su mujer número nueve. Pues, este Barba Azul rasurado, incorregible y tenaz, acaba de casarse por cuarta o quinta vez, sin el menor temor a la historieta de Mac Manus…
Autorretrato, 1955…
Evolución pictórica de Camilo Egas
La evolución de la pintura en el país comienza con un nombre: Camilo Egas. Los pintores de la Colonia han naufragado en el éxtasis místico. Pintores mulatos y mestizos pintan ángeles europeos, ascetas españoles, monjes angustiados y torturados venidos de las mesetas de Castilla. El indio, el cholo, enseñan sus rostros cobrizos como simple anécdota. El paisaje no existe. Se vuelve imposible reconstruir la atmósfera de la vida colonial a través de sus pintores. Más bien los imagineros se expresan más libremente y esculpen sus estatuas, con ingenuo albedrío, ataviadas con trajes típicos. El pintor permanece, quieto e inmóvil, ante la naturaleza y, el hombre solamente se escurre hacia la fuga religiosa y el transporte visionario. El gobierno liberal de Alfaro, aún titubeante, tiene la peregrina idea de fundar una Escuela de Bellas Artes y airea sus aulas, las ventanas abiertas son soplos renovadores de Ultramar. Es así como llegan, con sus pinceles en el bolsillo de la chaqueta y sus cajas de tubos de colores, León Camarero, Paul Bar, el litógrafo catalán Víctor Puig; más tarde el escultor Casadío y el acuarelista Oxandaberro. La cantera virgen del paisaje y el hombre comienza a merecer la atención del artista, no ya como mero pasatiempo folclórico, sino como punto de partida hacia investigaciones trascendentales. Por primera vez, los alumnos de la naciente escuela pueden pasar del modelo inerte vestido al modelo vivo desnudo.
Es, entonces, cuando comienza a formarse un equipo de pintores, escultores, dibujantes y caricaturistas que, entre los años quince y treinta de este siglo, colocan al país en un estado de visible florecimiento artístico. Con Egas, junto a Egas, se inicia esa fina y melancólica sensibilidad de Pedro León, desalentada y molida por el medio, aparece Víctor Mideros, pinta sus amables cartones Nicolás Delgado. Los pintores de la época se forman en una rígida disciplina de trabajo, aprenden a construir, dibujan sobre la escuela insuperable de los moldes clásicos, penetran en el conocimiento del oficio, escalonadamente. La Escuela, tan olvidada y fustigada, forma artistas de acuerdo a maneras, viejas si se quiere, pero las únicas que ofrecen solidez y abren las portezuelas de los innumerables secretos de la pintura y la escultura. Aún no ha invadido al país la racha de los improvisadores que pintan como los canarios silban, por pura inspiración y de espaldas a las inalterables leyes del equilibrio y el color.
Por entonces, aún no se considera «plata botada» el envío de artistas a las academias de Europa. Los pintores se van, alegremente, con sus ojos curiosos, a remozar su espíritu y sumergirlo en la grave soledad de los museos. La vocación se funde en el conocimiento y los artistas extraen de lo más hondo de sí mismos su peculiar manera de entender las formas y los matices. Egas cumple el anhelado propósito de partir y por allí se dispersa en las galerías del Vaticano y la Villa Médicis, en el palacio Pitti de Florencia y en el Museo de Módena, con su penetrante pupila abierta al aire pleno de la naturaleza y las estaciones. Fundamentalmente, Camilo Egas, desde aquella época remota –su propia prehistoria–, despunta como el inquieto pintor que será a lo largo de su vida, inconforme, trabajador, alocado, versátil, desdeñoso hoy de lo que ayer creyó la «obra maestra». Quien observe la obra de Egas, a través de sus etapas sucesivas, supondrá que se trata de distintos pintores. Ese ha sido el secreto de su dinamia artística: la creación sin recreación. Jamás se ha detenido en una manera o un estilo. Contemplando uno de sus primeros cuadros –en los que sobresalía el acumulamiento diversionista de matices a la moda de Anglada Camarassa– y comparando con los de épocas posteriores, fácil se hará establecer la evolución incansable, la curiosidad latente, el ensayo constante y superado de sus diversas formas de expresión. Errante en la pintura y en la vida, Egas ha realizado el más completo ejemplo de artista nómada en el país. De Roma, saltará a París a empaparse en las nuevas corrientes. AIIí se detendrá por largo tiempo en su atelier de la Place de la Republique, mirando y remirando a Cézanne, a Picasso, a Matisse, a Gauguin el alucinado. Entonces comenzará a descubrirse y mirará sus telas con desdén triste, en un desfallecimiento espiritual que le conducirá a pasarse el tiempo muerto en los distantes cafés de Montparnasse, solitario y abatido, con un abrumador descontento de su obra anterior, sin fuerzas, casi, para volver a pintar. Tal ha sido el deslumbramiento al entrever las nuevas expresiones de la pintura contemporánea, que el artista ha vuelto sus cuadros del revés, sin nada querer saber de ellos.
Aquella será su etapa de revisión y transformación. Surgiendo como de una convalecencia, comenzará a pintar de nuevo telas alucinantes y espasmódicas en las que perduran los tonos tristes y sombríos. Su inquebrantable nostalgia de campo ecuatoriano, de indios ecuatorianos, lo llevará, fatalmente, a las rutas de la evocación. Así se le aparecerán los indios plúmbeos y desolados de su segunda época, chorreantes de color y de sangre, un exasperado expresionismo que hará pensar a los aislados compatriotas que lo encuentran en París en «si le estará patinando el coco al Camilo». … Pero no, no hay cuidado. El pintor, desencantado, se ha hundido en nuevas experiencias casi febriles, angustiado y transido, ávido de recobrar el tiempo, inútilmente gastado de entender al indio y su paisaje, detrás de prismas exclusivamente decorativos, desprovistos de la dura armazón del drama. Cómo atraviesan por su mente caótica las caravanas de indios precedidos por el bronco tambor y el rondador lacrimoso, con sus ponchos flotantes y sus actitudes hieráticas…!
Es, entonces, cuando una modelo india, de visita en el taller del pintor, que ha vuelto, contempla sus cuadros con asombro y acota con infantil perspicacia: «Patrón! Indios ‘de allá serán’…». Ha inventado Egas la «horrible belleza», que señalara un crítico francés. Tal será la época de los indios trágicos y abrumados bajo el sopor secular, revelados en una pintura de intención social calculadamente dictada, desde las cátedras indigenistas de Rivera y Siqueiros, con la fantástica ambición de incendiar al mundo con diatribas y consignas, demasiado cartelescas para eficaces. Ha llegado el pintor en una hora desapacible –en 1926– cuando la economía, quebrada por pestes vegetales y políticas, acumula el tedio sobre el país y las gentes empiezan a volverse hurañas, retraídas y suspicaces. El pintor no logra vender un cuadro. Han desaparecido o han muerto los escasos «mecenas» de la época que aún se permitían el lujo de alhajar sus salones con telas pagadas, casi con esplendidez. Es la hora de Hélice, una revista desinteresada y platónica, en la que unos pocos terroristas pretendían decirle al público su poco interesante concepción del arte y de la vida. Hélice, que se inicia con atronador resoplido, paraliza su movimiento y aterriza en pleno descampado. Los sobrevivientes de la aventura inician la fuga hacia todos los ángulos perceptibles. Egas realiza todas sus pertenencias y, en un gesto desesperado, se embarca para Nueva York, desconocido pasajero de tercera. Es el año incómodo, friolento y triste de 1927, cuando se desmorona Wall Street como una torre de barajas.
Se ha jugado el pintor su última carta consigo mismo: reflota o desaparece. Tal es el dilema. Por el momento hay que vivir. Después será lo que Dios quiera… Así contempla el espectáculo de la miseria callejera, de los estibadores tendidos en la acera, rotos y desalentados, las viseras sobre los ojos, entre tintas grises y opacas. Tales sus cuadros Estación 14 y Desocupados, en que la angustia se codea con la soberbia indiferencia, en una atmósfera de tragedia y derrumbamiento, opresiva y desengañada. El mito de la solidez económica se ha venido al suelo y los hombres, los tristes hombres se agitan como larvas bajo sus escombros.
Camilo Egas. TRABAJADORES SIN HOGAR. Óleo, 1933
El pintor desaparece por largo tiempo y nadie vuelve a tener noticias de él. Alguien trae, alguna vez, una versión antojadiza de él: la de que pinta cuadros surrealistas, vestido de arlequín, el rostro bajo una máscara antigás. El truco, de estilo daliniano, no encaja en su manera directa y simple de pintor certero y sincero. La visión arbitraria, pues, no ensambla con la realidad. Son los años de la cruel expectativa española. El pintor se ha hundido, sí, en el piélago surrealista. Allí están, como muestra patética, ocho cuadros de su segunda época, con arañas de pesadilla y huevos quebrados, en medio de un desierto de sábanas vacías, la cabeza del cerdo devorando margaritas. La técnica depurada recuerda la manera de Brueghel y Jeronimus Bosch, salpicada de anecdóticos símbolos, lograda en su lucidez de esmalte. La visión de una España perecida y deshabitada subsiste como un Ieitmotiv entre la luz crepuscular de un mundo hundido. Toda la desesperación caótica, de la vena cortada, fluye en esas telas trágicas, habitadas por sueños cercenados e imágenes que sobreviven a la agonía. El confuso mundo de Egas, nutrido de recuerdos y pasión, estampa su testimonio vigoroso en cuadros como Pesadilla, La guerra civil de España, El vacío de España, Oscura hora, empastados de luces tristes.
Camilo Egas. DESOLACIÓN. Óleo, 1940.
Sin perder contacto con la realidad que le circunda, Egas se nutre de reminiscencias de color. Reviven en el fondo de su memoria los planos ajedrezados del campo ecuatoriano, habitado por seres hieráticos e impenetrables. Los indios de la última manera de Egas se esqueletizan, abandonando su plúmbea armadura de chocolate de otros tiempos. Las figuras recobran su esbeltez afiladas por el viento del páramo y la soledad de las colinas. Las perspectivas ya no mantienen su ordenada dimensión de segundo plano, sino que se incorporan al drama y se funden, color y dibujo, en la expresión plástica. Los indios de Egas se han espiritualizado en la distancia, envueltos en sus colores brillantes, con armónica simplicidad y dibujo sobrio.
Así se los contempla, en Caravana, en el que hay un alarde de movimiento y hieratismo realizados con visible maestría; en Después del Rejo, en que las figuras de primer plano se mueven sobre un fondo de figuras inmóviles, de zancas esqueléticas y actitudes impávidas como pájaros de pantano. Y así en aquel Adiós, de temblorosa ternura, que funde a las dos figuras en la entrañable despedida.
La muestra de Egas, exhibida en estos días en el Museo Colonial, presenta cuatro maneras de expresión del pintor, todas ellas marcadas por su signo peculiar y animadas por su prodigiosa versatilidad, logradas por su vario e insondable conocimiento del oficio. Ni el color ni el dibujo tienen secretos para la técnica de Egas. Su colección de cuadros lo está diciendo. ¿Se detendrá allí este artista inconforme y errátil? Es de entender que no. La pintura en él es como los elementos químicos en manos de los laboratoristas. Cada jalón de su arte es un punto de partida hacia una nueva manera de expresión. Así se lo ve al artista, sonriente y sencillo, sin los pelos demasiado largos, ni las sonrisas demasiado cortas, contemplando el aire de la tierra, devorando el paisaje con sus ojos redondos de pájaro de presa, dispuesto a comenzar nuevas aventuras de color y de forma, sin demagogia, sin trucos, sin espectaculares «genialidades». Él es la gran verdad pictórica de esta cambiante tierra de pintores.