Libro:

Pasiones de un hombre bueno. Un viaje por la vida de Benjamín Carrión.

Dos fragmentos

Francisco Febres Cordero

1   

En México se encontraba cuando, en la sección de avisos clasificados del diario El Comercio que le llegó, como siempre, con algún retraso, leyó que en el valle de los Chillos, cerca del pueblo de Conocoto, vendían una quinta, La Granja, que tenía unas treinta hectáreas de terreno. Enseguida le escribió a su amigo, coideario y administrador de sus bienes, Salvador Cobos, para que la comprara y para ello utilizara el dinero que había obtenido por la venta de una propiedad en Loja. Así, sin conocer esa casa grande de estilo colonial, con amplios corredores, varios dormitorios, salas, piscina de agua fría, una pileta de piedra, comenzó la novelería: Aguedita y Benjamín aspiraban a recordar en esa quinta a México. Compraron vajillas, cerámica, monturas para caballos, sarapes, muebles, adornos y todo lo que estaba a su alcance para dar a La Granja el sabor mexicano y enviaron ese menaje por barco, hasta que, meses más tarde, a su retorno al país, fueron a conocer La Granja y, fascinados, comenzaron la labor de restauración de la casa y se instalaron allí con Jaime y Pepé, todavía en edad escolar. Los niños iban a caballo a una escuela cercana; Benjamín, que retomó su cátedra en la Universidad Central, subía a Quito todos los días (como nunca hizo el intento de aprender a manejar, «siempre tenía choferes que lo metían en líos, y automóviles que con frecuencia visitaban el taller», según dijo Mario Monteforte) en un viaje interminable, por una carretera angosta, empedrada y sinuosa, y Aguedita se encargaba de decorar la casa pintando cenefas en las ventanas, habilitando las habitaciones, la biblioteca y la sala de billar y ejecutando otras mil tareas. Más tarde invitaron a Eduardo Kingman, primo hermano de Aguedita, para que pintara murales. Kingman, quien se quedó a vivir allí por varios meses, «hizo cuatro frescos en las paredes del cuarto de billar. Uno era una cosecha de maíz en el valle de los Chillos; otro era una feria de pondos, con todos los artículos de barro que se vendían en Sangolquí; otro era una minga muy grande que hacían los trabajadores para la iglesia, con el cura en la plaza de Conocoto; y los cargadores con la madera. Eran cuatro murales bastante grandes, muy hermosos»1. Con paciencia, se sabrá luego de unas páginas el destino de esos murales, que fueron borrados…  Pero a Kingman también lo borraron en 1935, cuando un jurado integrado por Jacinto Jijón y Caamaño, Isaac J. Barrera y Carlos Manuel Larrea declaró desierto el Premio Mariano Aguilera para Artes Plásticas. Entonces Carrión, tan conocedor del arte como de la literatura, tan preocupado siempre por la pintura, la escultura, la arquitectura, sobre las que escribió decenas de ensayos, se indigna y, con esa pasión tan propia suya, dice en el diario El Día: «Pues bien. Después de ver, profunda, emocionadamente, los cuadros de Kingman, ‘que han servido de base para declarar desierto el Premio Aguilera 1935’, me creo en jubilosa plenitud de certidumbres y esperanzas para anunciar al arte de América que, por fin, nos ha nacido en esta tierra el fuerte, el rudo, el verdadero pintor que, con paciencia israelita, hemos estado esperando (…) Kingman se presenta con toda la robusta y desafiante desnudez de su arte. Pero con toda su dignidad también. No a implorar un premio con serviles interpretaciones del gusto de un jurado, sino a decir su grito estético, en plenitud de poder interior y verdad plástica».

Digresiones aparte, la vida en La Granja resultó idílica, Jaime y Pepé no se bajaban del caballo; en unos potreros pastaban unas pocas vacas y en otros se sembraba ese maíz que, como aseguraban los quiteños, era el mejor del país y sus alrededores. Pero con todo y eso, el mayor milagro de esa vida bucólica fue el aparecimiento de Aída que, curiosamente, también se apellidaba Carrión aunque no tenía parentesco con Benjamín. Aída era alumna en la misma escuela donde se educaban Jaime y Pepé y después de las clases ayudaba a su hermana mayor, Luz María, que se ocupaba de la cocina en La Granja.  Y de la cocina salió Aída –fue saliendo– para, durante los sesenta años siguientes, hacer que todo funcionara a las mil maravillas en las distintas casas donde luego la familia pasó a vivir tanto en el país como en el exterior. No solo que en la cocina lograba que todo lo que tocaban sus manos se convirtiera en un manjar (sus platos estrella eran las empanadas de morocho, los tamales lojanos y el seco de chivo), sino que conocía el lugar que cada libro debía ocupar en la biblioteca, archivaba las cartas recibidas, interpretaba las recetas de los médicos escritas con letras imposibles, conocía las fortalezas y debilidades de cada uno de los nietos (que no la llamaban Aída sino Ata o Atita) y, en fin, solucionaba con un optimismo contagioso los problemas humanos y divinos. Era –qué duda cabe– tan querida como un miembro más de la familia, aunque con Benjamín discutía, impajaritablemente. A ver doctor, le decía a la hora del almuerzo, coma estas zanahorias que son buenas para la vista, estos rábanos que son buenos para los pulmones, estos berros que tienen hierro, y el doctor le respondía Aidita, yo no te he pedido medicinas sino comida.

Fue de La Granja donde un día sacaron a Benjamín a empellones.  Pepé lo cuenta así:

«Unos hombres raros entraron a la casa de La Granja buscando a papá, alzaron la voz y dijeron algo del Ministerio de Gobierno. Mamá les decía que por favor esperen, papá estaba haciendo su siesta, pero ellos en forma muy grosera exigían ver a papá. Yo tuve mucho miedo y agarrada de la falda de mamá empecé a llorar. Mamá que estaba nerviosa y que no resistía los lloriqueos, me dijo: ‘Ya cállate, ¿no ves que se llevan preso a Benjamín?’.  Me quedé de una pieza, el llanto fue incontenible, ya nadie me hizo caso y pude llorar tranquila. Mamá le preparó una maleta a papá y estos hombres se lo llevaron. Para mí, el mundo se vino abajo. ¿Sería que nunca más vería a mi papá? Yo sabía que solo los malos, los ladrones y los matones se iban a la cárcel, pero mi papá tan bueno, ¿por qué?» (Memorias compartidas, p. 134)

¿Por qué? Porque eran los tiempos de Federico Páez, ese dictador que comenzó como socialista, pasó a ser liberal y terminó de fascista. Después de una sangrienta balacera que duró cuatro horas y en la que logró dar al traste con una rebelión militar, encaminó sus acciones a perseguir periodistas y encarcelar y desterrar a sus opositores. Clausuró la Universidad Central y varios periódicos. Veía comunistas por todos lados y reprimió sin contemplaciones cualquier intento de protesta. «Todo hombre de letras, todo ciudadano honesto sobre el cual cayese alguna sospecha o la denuncia de soplón, fue perseguido y confinado a las islas Galápagos, bien a la cárcel o bien al destierro. Nada importaba que un escritor, por ejemplo, hubiese permanecido alejado de las luchas políticas; era escritor y eso bastaba para tornarlo peligroso. (…) Federico Páez llegó a sentir un miedo morboso a la inteligencia», dice Alfredo Pareja Diezcanseco2.

Efectivamente, condujeron a Carrión al penal García Moreno y, luego de cuatro días de encierro, lo desterraron a Colombia. Pasó con su familia tres meses en Ipiales que, para entonces, era un pueblito de calles lodosas donde todo faltaba, menos la lluvia y el frío. El hotel en que se hospedaron –el único existente– era tan precario que carecía de servicios higiénicos, por lo cual las bacinillas no eran precisamente un adorno que reposaba al pie de cada cama. Sin posibilidad de ninguna distracción, poco a poco el chofer que conducía el auto que transportaba a la familia fue ganando la confianza de los guardias fronterizos, quienes permitían que el vehículo pasara hasta Tulcán donde había –¡oh maravilla!– una sala de cine. Al regreso, el conductor hacía una seña a los guardias que, al reconocerlo, solícitos le decían «Siga, don Clodoveo».  Era un lojano locuaz, de buena presencia, rubio y de ojos azules que, según las malas lenguas familiares, se presentaba ante los extraños como Clodoveo Burneo y Burneo viudo de Valdiviezo.  Cuando Aguedita comenzó a sentir molestias en la dentadura las visitas a Tulcán se hicieron más frecuentes, pues era allí donde descubrieron un dentista. Jaime pasaba las tardes jugando interminables partidas de ajedrez con Gonzalo Escudero, otro intelectual desterrado, quien en la reina veía reflejado el rostro de su bella novia ausente y, antes de mover alguna pieza, suspiraba.

 2 

Pero creo que ese destierro, con haber sido una mala experiencia, no fue siquiera comparable con lo que le sucedió a los ochenta años, en ese viaje a Polonia al que fue invitado para participar en el Congreso de la Paz. Voló acompañado de Aguedita. En Lima tomaron un avión de la línea rusa Aeroflot, incómodo y repleto de pasajeros ubicados en dos largas filas de asientos, una frente a la otra. Hicieron escala en París, donde Aguedita daba muestras de cansancio y de estar aquejada por algún malestar.  En el trayecto de Fráncfort a Varsovia le sobrevino un fuerte dolor en el pecho, que le hizo perder el conocimiento. Alguien de la tripulación se hizo cargo de la situación y, en francés, explicó a Benjamín que ya habían dado aviso de la emergencia y que en Varsovia les esperaría una ambulancia. Aguedita sudaba frío y Benjamín era, más que nada, un niño aterrado. Cuando por fin aterrizaron, una ambulancia se llevó a Aguedita a algún ignoto hospital cardiológico y dejaron a Benjamín con César Román, diplomático ecuatoriano que lo esperaba en el aeropuerto. A él le informaron que Aguedita había sufrido un infarto y que, luego de las primeras atenciones, reaccionaba bien. Pero en ese hospital no se permitían visitas.

Benjamín, que padecía de diabetes, no reveló su enfermedad y la necesidad que tenía de inyectarse insulina, pues creyó que si lo hacía lo hospitalizarían inmediatamente también a él.

La noticia llegó a Quito unos días más tarde. Apenas supo, Pepé preparó maletas. En Varsovia encontró a su padre demacrado, débil y, sobre todo, profundamente triste. Confesó que no se estaba tratando de la diabetes, con el argumento de que «aquí hospitalizan por todo». Cuando le pusieron las primeras dosis de insulina comenzó a reaccionar favorablemente, sobre todo al saber que Aguedita, después de haber pasado dieciocho días en cuidados intensivos, mejoraba. Entonces, para distraerse en el tiempo que faltaba hasta que les autorizaran regresar al Ecuador, pidió a Pepé que le comprara un esferográfico y un block de papel para escribir.

En esos momentos tan amargos, tan desolados, llenos de incertidumbre y angustia, comenzó esos manuscritos para unas posibles memorias, que son los que tengo en mi delante. Llegó a llenar treinta y ocho cuartillas, las primeras de las cuales están redactadas con una letra abigarrada y temblorosa, que se va haciendo más redonda y legible a medida que avanzan y la tensión sobre la suerte de Aguedita va decreciendo.

En ese texto, al recordar esa enfermedad pulmonar que sufrió a los dieciocho años y que casi le cuesta la vida, leo esto:

«No creo, a lo largo de esta tan larga vida, haber vivido una vida mejor que aquella que duró tres meses, de junio a comienzos de octubre de 1915. La transparencia del aire –en una finca de mi tío materno, llamada Ciudadela– edificada en una colina que dominaba la finca grande, muy grande, de Mamá Alegría y de mi mamá, Amable María, los potreros con ganado manso, donde iba por las mañanas a tomar leche ‘ordeñada’ al pie de la vaca. Y finalmente el río Zamora, cristalino, corriendo entre sauces, álamos y alisos.

Comprendí la posibilidad de la bondad humana. De las gentes buenas ‘porque sí’. Luego, en los años maduros, cuando fui golpeado por ingratitudes y traiciones venidas de donde no debieron venir jamás, mi defensa interior –muy eficaz– fue ese recuerdo que me llevaba a las justificaciones y al perdón. La gente es buena.  Lo juro: Buena (…) Y yo sigo y sigo hasta estos ochenta años, abusivamente lúcidos, nutridos de memoria… De esa ‘memoria del corazón’, que dijera Marcel Proust que me mantiene, implacablemente, viviendo ‘el tiempo recobrado’.

Y así fue la cosa: todo golpe de deslealtad, ingratitud, traición que me ha sobrevenido después –y han sido muchos, bajos, crueles, sucios– me hallaban protegido por esta caparazón de tortuga que se formó sobre mi vida, con el poder del recuerdo de la gente buena de que estuvo rodeada mi adolescencia, mi primera juventud.»


[1] Henriette Hurtado Neira. «Recuerdos de Mamaniña», Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, p. 173.

[2] Alfredo Pareja Diezcanseco. «Ecuador. Historia de la República», tomo III, p. 81.

Pasiones de un hombre bueno. Un viaje por la vida de Benjamín Carrión, de Francisco Febres Cordero (Ediciones El Nido, 2020), se presentó en julio de este año, a través de la virtualidad de las redes sociales, en las salas del Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito, en medio del confinamiento y la emergencia sanitaria que viven la ciudad y el país.

Publicamos, gracias a la gentileza de su autor y sus editores, dos apartados del libro que dan cuenta de la intensa trayectoria que mantuvo el Maestro Carrión a lo largo de su itinerario vital e intelectual en sus sueños, emprendimientos y proyectos políticos y culturales.