Galería: El Premio Aguilera, desierto
Nos ha nacido el fuerte… el verdadero pintor
Benjamín Carrión
EL PREMIO AGUILERA ha sido declarado desierto, por una comisión administrativa de admisión. Escuetamente lo dijeron los diarios1.
En estos momentos en que la atención pública está dominada por la inquietud de conocer el desenlace de la gran astracanada política que vivimos desde hace cerca de un año2, esta noticia ha caído en el ambiente con rumor imperceptible de hoja seca. Pero no para todos. No para quienes, por imperativo primordial de cultura, debemos tener persistentemente fija nuestra vista en el fenómeno artístico.
El Premio Aguilera –nuestro gran premio anual de artes plásticas– desierto. Precisamente en el mismo año en que, por haberse fundado una sociedad o círculo de artistas, era de esperarse una buena cosecha de producción3. Precisamente en el mismo año en que la labor de la Escuela Nacional de Bellas Artes fue coronada por una exposición que mereciera elogios de la prensa4. La noticia era, pues, dura, brutal… Tanto que esperamos saberla respaldada por altas, sólidas razones.
Procuramos informarnos. Y en el camino investigador nos encontramos con una luminosa, con una desconcertante y a la vez alentadora certidumbre: la obra pictórica de Eduardo Kingman. Cinco cuadros enviados desde Guayaquil por este artista5.
∆
No soy un prodigio de la hipérbole. He procurado castigar, en mi ya larga y varia obra de crítico en Europa y América, el fervor de admiración generosa que Gabriela Mistral elogiara cálidamente un día6. Creo hallarme equidistante entre la elocuencia desarticulada, gesticulante, clownesca y la miseria moral y espiritual de los que manejan el elogio al cuenta-gotas. He procurado y procuro poner al servicio de mi obra de crítico, estudio, dignidad y conciencia.
Pues bien. Después de ver, profunda, emocionadamente, los cuadros de Kingman, que han servido de base para declarar desierto el Premio Aguilera 1935, me creo en jubilosa plenitud de certidumbres y esperanzas para anunciar al arte de América que, por fin, nos ha nacido en esta tierra el fuerte, el rudo, el verdadero pintor que, con paciencia israelita, hemos esta esperando. En esta tierra de humanidad y color, que ilustrara su protohistoria artística con nombres serios, sólidos como el de Miguel de Santiago.
Dos grandes planteles artísticos ofrece hoy nuestra América al mundo; México, Perú. Los demás países hemos estado viviendo una modesta y honorable medianía poblada de esfuerzos.
México, sin rival posible –en el plano pictórico– ni en Europa ni en Estados Unidos. En medio de una falange maravillosa –que hiciera pensar a Paul Morand en la reproducción histórica del Renacimiento, y que está integrada por Montenegro, Rodríguez Lozano, Best Maugard, el malogrado Abraham Ángel, Fermín Revueltas, Agustín Lazo, Fernando Leal7 y otros– surgen tres nombres-clímax: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco8. He vivido, con atención tensa, maravillada, vibrante, cerca de su obra genial. Creo, pues, conocerla en lo posible.
Perú. Tras el paso iluminado como un meteoro, del gran Vinatea Reinoso, tres nombres supremos: José Sabogal, Julia Codesido, Camilo Blas9. He vivido también –en estrecha cordialidad anhelosa de comprender y admirar– muy cerca de su obra. Creo, pues, conocerla en lo posible.
Después de este cercano conocimiento, debo decir mi verdad: a pesar de mi gran confianza, de mi gran admiración por tres o cuatro nombres que me son queridos y admirados, y en cuyo poder plástico y abundancia de dones creo y espero; a pesar de ello, debo reconocer que nos hallamos a una distancia astronómica de México y Perú, en el plano pictórico. No por falta de nuestros artistas: por el enrarecido, por el mefítico ambiente que los estancadores y distribuidores oficiales del talento –en arte, en historia, en política, en diplomacia– les han deparado. Por la entronización oficial del mal gusto, del pequeño mal gusto…
Además –y ya lo he dicho en forma cordial a muchos de los nuestros–, no se ha ido, no se ha querido ir a la conquista, a la dominación de la figura humana, máxima posibilidad y aspiración de la plástica. ¿El paisaje? Sí. En la historia del arte está ilustrado por los nombres de Ruysdael, Rose Bonheur, Millet, Corot, Daubigny… Pero la figura humana, su contenido plástico, su expresión y su mensaje, ha producido las mayores excelsitudes del arte: Leonardo, Miguel Ángel, Van Eyk, Mantenga, Memling, Rembrandt, Van Dick, Holbein, Durero, y, más cerca de nosotros, y más alto: Velázquez, El Greco, Goya…. Y más cerca aún: Orozco, Rivera, Sabogal.
En 1932 –con motivo de un concurso Aguilera también– tuve un anuncio tónico, cuando vi un gran cuadro de Diógenes Paredes, que había tenido serias dificultades para ser aceptado. Anuncio hasta hoy no cumplido en toda su ancha esfera de posibilidades, por la misma razón de entonces y de hoy: la incomprensión, la injusticia, el pequeño mal gusto.
Pero hoy, en estos cinco cuadros de Kingman, hay algo más que un anuncio: una potente, una positiva certidumbre de pintor. De pintor de hoy, dirigido por las grandes inquietudes del mundo. Poseedor de una técnica precisa, descarnada, de un verismo intenso, rudo. De un poder expresivo –en línea, en composición, en color– a que no habíamos estado acostumbrados. De una gran dignidad de dibujo, reveladora de hondo conocimiento de los antecedentes de escuela.
Eduardo Kingman, sin que lo aplaste el formidable acercamiento –hace pensar en el gigantesco José Clemente Orozco, acaso el poder pictórico más grande que hoy existe en el mundo. Y nos hace pensar, salvando proporciones, por la fuerza de creación, de re-creación de la anatomía humana, hasta hacerla capaz de decir, por sí misma, un trágico mensaje. Por la soberbia rebeldía contra el canon estrechamente académico, que confunde la pintura –arte mayor, vehículo alto de espíritu y sensibilidad– con la fotografía a mano, reproductora doméstica de exactitudes y de parecidos, vistos con mirada que no interviene y no domina: que simplemente cuenta el fenómeno físico. Eduardo Kingman, con balbuceos propios de la edad, realiza también lo que en Orozco, en Picasso, en Merkuloff, en Diego, es sabiduría y altitud: la significación de mensajes de ideas, vinculándolas a una parte del cuerpo humano o del paisaje. Aquella insuperable epopeya mural de Orozco, En la trinchera, en que tres brazos de hombre, agrandados y vivientes, realizan por sí solos un conjunto trágico supremo. El brazo largo, excesivo, poderoso, pero fatigado y doliente de El Carbonero10, de Kingman, nos entrega también la tragedia del hombre.
No hay en Eduardo Kingman la minúscula pequeñez del detalle, ni menos aún la minúscula pequeñez de la intención. Artista de su hora, en la que se está realizando la batalla más grande de la historia humana, Kingman traduce su mensaje en un plano de estética viril, sin afeminada contemporización con el gusto de artistillas benévolos, de señoritas en trance romántico o de cumplidos miembros de una comisión municipal. Kingman se presenta con toda la robusta y desafiante desnudez de su arte. Pero con toda su dignidad también. No a implorar un premio con serviles interpretaciones del gusto de un jurado, sino a decir su grito estético, en plenitud de poder interior y verdad plástica.
Yo pediría para Kingman un jurado con estatura artística bastante para comprenderlo. Con cultura artística de momento y ambiente. Con recia altura de conciencia estética. Quisiera –y hemos de lograrlo pronto– que juzguen a Kingman un Diego Rivera, un Montenegro, un Alfaro Siqueiros, un Orozco, un Sabogal… Nos conformaremos con un fallo así.
La aparición de Kingman –al que hay que unir siempre a Diógenes11– fija un momento cierto de afirmación de la pintura nacional. Se abre un ancho horizonte de posibilidades: el óleo grande, de valiente tema humano; la pintura mural, que es a la plástica lo que la épica y la novela a la literatura.
Ha de pasar este momento oscuro de nuestro vivir nacional. Este momento en que surgen a la superficie los bajos fondos removidos, con su opacidad y pestilencia. Se clarificarán de nuevo entre nosotros las aguas del espíritu. Y esta verdad artística, que representan Paredes y Kingman, se tendrá que imponer.
Eduardo Kingman ha pintado, en 1935, El obrero muerto y El carbonero.
El Premio Aguilera de 1935 ha sido declarado desierto, por un cumplido tribunal de admisión. Hay que retener esto.